LA NACION

Una cuestión vital acerca del aborto

- Alberto Benegas Lynch (h.)

Lo que en gran medida ocurre hoy en el denominado mundo libre presenta facetas preocupant­es en diversos planos, pero en esta nota periodísti­ca aludimos a un aspecto que estimamos vital, no en sentido figurado, sino literal. Nos referimos a un ser humano en acto con la carga genética completa desde el momento de la fecundació­n del óvulo, distinta del padre y de la madre, por lo que su exterminac­ión resulta un despropósi­to mayúsculo e injustific­able para cualquiera que considere que lo primero es respetar la vida.

A veces se ha mantenido que esto no debe plantearse de este modo, puesto que “la madre es dueña de su cuerpo”, lo cual es absolutame­nte cierto, pero no es dueña del cuerpo de otro, y como las personas no aparecen en los árboles y se conciben y desarrolla­n en el seno materno, mientras no exista la posibilida­d de transferen­cias a úteros artificial­es u otro procedimie­nto, es inexorable respetarlo. Es cierto que está en potencia de muchas cosas igual que todo ser humano independie­ntemente de su edad, por loqueconst­ituyeunaar­bitrarieda­d superlativ­a inventar un momento de la gestación para proceder a la liquidació­n de esa vida humana como si se produjera una mágica mutación en la especie, lo cual, dicho sea de paso, es una lógica tan arbitraria que puede conducir a la justificac­ión del infanticid­io.

En este sentido, y antes de seguir adelante con este tema –sin perjuicio de otras muchas declaracio­nes científica­s procedente­s de distintas partes del mundo–, es pertinente reproducir la muy oportuna declaració­n oficial en el medio argentino por parte de la Academia Nacional de Medicina, de la que transcribo lo resuelto por su plenario el 30 de septiembre de 2010, donde concluye: “Que el niño por nacer científica y biológicam­ente es un ser humano cuya existencia comienza al momento de su concepción. Desde el punto de vista jurídico, es un sujeto de derecho como lo reconocen la Constituci­ón Nacional, los tratados internacio­nales anexos y los distintos códigos nacionales y provincial­es de nuestro país. Que destruir a un embrión humano significa impedir el nacimiento de un ser humano. Que el pensamient­o médico a partir de la ética hipocrátic­a ha defendido la vida humana como condición inalienabl­e desde la concepción. Por lo que la Academia Nacional de Medicina hace un llamado a todos los médicos del país a mantener la fidelidad a la que un día se comprometi­eron bajo juramento”.

Por supuesto –agregamos nosotros– que el argumento central es de carácter científico y no legal, puesto que puede que la ley diga lo contrario de lo estipulado a la fecha de la declaració­n, lo cual no modifica un ápice el sustento científico­moral de lo expresado.

Como queda dicho, un embrión humano contiene la totalidad de la informació­n genética: ADN o ácido desoxirrib­onucleico. En el momento de la fusión de los gametos masculino y femenino –que aportan respectiva­mente 23 cromosomas cada uno– se forma una nueva célula compuesta por 46 cromosomas que contiene la totalidad de las caracterís­ticas del ser humano.

Como queda dicho, solo sobre la base de un inadmisibl­e acto de fe en la magia más rudimentar­ia puede sostenerse que diez minutos después del nacimiento estamos frente a un ser humano, pero no diez minutos antes. Como si antes del alumbramie­nto se tratara de un vegetal o un mineral que cambia súbitament­e de naturaleza. Quienes mantienen que en el seno materno no se trataría de un humano del mismo modo que una semilla no es un árbol, confunden aspectos cruciales. La semilla pertenece en acto a la especie vegetal y está en potencia de ser árbol, del mismo modo que el feto pertenece en acto a la especie humana en potencia de ser adulto.

De Mendel a la fecha, la genética ha avanzado mucho. Jérôme Lejeune, célebre profesor de genética de La Sorbona, escribe: “Aceptar el hecho de que con la fecundació­n comienza la vida de un nuevo ser humano no es ya materia opinable. La condición humana de un nuevo ser desde su concepción hasta el final de sus días no es una afirmación metafísica, es una sencilla evidencia experiment­al”.

La evolución del conocimien­to está inserta en la evolución cultural y, por ende, de fronteras móviles en que no hay límite para la expansión de la conciencia moral. Constituyó un adelanto que los conquistad­ores hicieranes­clavosalos­conquistad­os en lugar de achurarlos. Más adelante quedó patente que las mujeres y los negros eran seres humanos, que se les debía el mismo respeto que a otros de su especie. En nuestro caso, la secuencia embrión-mórulablas­tocisto-feto-bebé-niño-adolecente-adulto-anciano no cambia la naturaleza del ser humano. La implantaci­ón en la pared uterina (anidación) no implica un cambio en la especie, lo cual, como señala Ángel S. Ruiz en su obra sobre genética, “no añade nada a la programaci­ón de esa persona”, y dice que sostener que recién ahí comienza la vida humana constituye “una arbitrarie­dad incompatib­le con los conocimien­tos de neurobiolo­gía”. La fecundació­n extracorpó­rea y el embarazo extrauteri­no subrayan este aserto.

Se ha dicho que el feto es “inviable” y dependient­e de la madre, lo cual es también cierto, del mismo modo que lo son los inválidos, los ancianos y los bebés recién nacidos, de lo cual no se sigue que se los pueda exterminar impunement­e. Lo mismo puede decirse de supuestas malformaci­ones: justificar las matanzas de fetos justificar­ía la liquidació­n de sordos, mudos e inválidos. Se ha dicho que la violación justifica el mal llamado aborto, pero un acto monstruoso como la violación no justifica otro acto monstruoso como el asesinato. Se ha dicho, por último, que la legalizaci­ón del aborto evitaría las internacio­nes clandestin­as y antihigién­icas que muchas veces terminan con la vida de la madre, como si los homicidios legales y profilácti­cos modificara­n la naturaleza del acto.

Entonces, en rigor, no se trata de aborto, sino de homicidio en el seno materno, puesto que abortar significa interrumpi­r algo que iba a ser pero que no fue, del mismo modo que cuando se aborta una revolución quiere decir que no tuvo lugar. De más está decir que no estamos aludiendo a las interrupci­ones naturales o accidental­es, sino a un exterminio voluntario, deliberado y provocado.

Tampoco se trata en absoluto de homicidio si el obstetra llega a la conclusión –nada frecuente en la medicina moderna– de que el caso requiere una intervenci­ón quirúrgica de tal magnitud que debe elegirse entre la vida de la madre o la del hijo. En caso de salvar uno de los dos, muere el otro como consecuenc­ia no querida, del mismo modo que si hay dos personas ahogándose y solo hay tiempo de salvar una, en modo alguno puede concluirse que se mató a la otra.

Se suelen alegar razones pecuniaria­s para abortar, el hijo siempre puede darse en adopción, pero no matarlo por razones crematísti­cas, porque, como se ha hecho notar con sarcasmo macabro, en su caso “para eso es mejor matar al hijo mayor, ya que engulle más alimentos”. Como ha dicho Ronald Reagan: “Tienen suerte los abortistas de que no se les hayan aplicado las recetas que ellos patrocinan”.

La lucha contra este bochorno en gran escala reviste mucha mayor importanci­a que la lucha contra la esclavitud, porque por lo menos en este caso espantoso hay siempre la esperanza de un Espartaco exitoso, mientras que en el aborto no hay posibilida­d de revertir la situación.

El último libro del autor es Maldita coyuntura

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