LA NACION

El runrún creador de los bares

- Hugo Beccacece

apenas se permitió en la ciudad de Buenos aires que sus habitantes pudieran sentarse mesas de café y restaurant­es en la calle, hubo parroquian­os que se precipitar­on a su establecim­iento preferido. El primer día de permiso, el cielo nublado, el viento y el frío no alentaron la afluencia masiva de clientes. Cuando, días después, salió el sol, las cámaras de televisión mostraron numerosos señores sentados a la vera de una ventana de café, pero del lado de afuera, con el diario desplegado entre las manos o sobre la mesa.

¿Por qué la lectura de diario arquetípic­a de los porteños se desarrolla fuera del hogar?

¿Por qué se abandonan el propio living y la propia cocina para tomar algo que se podría preparar sin salir a la calle?

En el conmovedor libro Los inmortales (Emecé, 2014), de Claudio Zeiger, hay un capítulo, en parte cuento, en parte ensayo o crónica, “Los bares y los viejos”, que se centra en los rituales, las ropas, las siluetas de la clientela de viejos. Con una mirada tan exhaustiva como impiadosa por lo precisa, describe las piernas flacas y las ojeadas furtivas por los ventanales o hacia el misterioso espacio que va más allá de la barra y se adentra en la cocina. Sobre una silla o la mesa, los viejos, dice Zeiger, ponen una pila de libros, libretitas, cuadernos y, en la cima, el llavero y el celular, que saben usar a medias. Están en ese momento de la vida en que el bar es la sala de espera de la muerte, pero acostumbra­n recordar la época en que fueron clientela joven, como la que puede rodearlos hoy.

Más allá del libro de Zeiger, hay que hablar de quienes van a los cafés a trabajar y no son viejos o no podrían considerar­se como tales, aunque etariament­e lo sean. Están los estudiante­s de secundario y, sobre todo, los universita­rios que pasan horas allí leyendo y tomando notas; sin olvidarse de los usuarios de computador­as de todas las profesione­s.

Ese conjunto heterogéne­o desarrolla su actividad en medio del ruido de la vajilla, de las charlas, del tráfico de la calle. Hay ejemplos ilustres de almas de café: Jean-paul Sartre y Simone de Beauvoir, clavados a sus banquetas en El Café de Flore, mientras subrayaban las líneas de un libro o escribían sus propios textos. En Buenos aires, Juan José Sebreli escribió gran parte de su obra en bares. Beatriz Guido, la autora de La casa del ángel y La caída, redactaba sus obras en cafés porque allí, en medio del barullo, era donde lograba concentrar­se mejor. Explicaba que el runrún de las conversaci­ones no la distraía; por el contrario, le daba un ritmo a lo

¿Por qué se abandona el propio living para tomar algo que se podría preparar sin salir a la calle?

que estaba escribiend­o, la incitaba a no dejar de anotar palabras.

Pero hay otras causas, no solo la concentrac­ión, para sentarse en un bar.

años atrás, me preguntaba la razón por la que Marta argerich dejó de actuar sola y lo hace tan solo acompañada por conjuntos de cámara, a dos pianos, a cuatro manos, o en conciertos con orquesta. Como no tengo modo de saberlo, me inventé un motivo de mi gusto. ya no quiero que me digan la verdad.

Pienso que, junto a otros músicos, argerich toca como si no estuviera en un escenario, como si no hubiera público, como si la interpreta­ción fuera un momento de comunión en una reunión juvenil: hacer música por el placer de hacerlo entre amigos, sin críticos, sin concurrenc­ia y, sobre todo, protegida por presencias benéficas de los peligros de la música, de lo que revela y de lo que se debe poner en juego para llegar hasta el fondo de uno mismo y del otro.

Los que agonizan, si están en condicione­s de hacerlo, a menudo agradecen con una mirada o una palabra la caricia de otras manos, Es la última ola que se retira de la playa y deja en la arena la huella evanescent­e de la vida compartida.

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