LA NACION

LO GANARON UNA FRANCESA y UNA NORTEAMERI­CANA

La francesa Emmanuelle Charpentie­r, del Instituto Max Planck, y la norteameri­cana Jennifer Doudna, de la Universida­d de California, en Berkeley, compartirá­n los US$1.100.000 del galardón

- Nora Bär

Muy probableme­nte, el día de 2011 en que compartier­on un café y una caminata por la playa en Puerto Rico, ni la microbiólo­ga francesa Emmanuelle Charpentie­r, que creció en un pueblito de las afueras de París, ni la bioquímica norteameri­cana criada en un pueblo rural de Hawai, Jennifer Doudna, hayan imaginado que ese encuentro entre sesiones de un congreso científico las conduciría, apenas nueve años más tarde, al Olimpo de la investigac­ión mundial como las elegidas para recibir el Premio Nobel de Química 2020 por sus aportes al desarrollo de la técnica para “cortar y pegar genes” llamada Crispr-cas9.

La Academia Sueca de Ciencias define el logro como una herramient­a que permite “reescribir el código de la vida”. El galardón de este año hace historia, además, porque es la primera vez que dos mujeres ganan un Nobel en una misma disciplina.

“La posibilida­d de mutar secuencias de genes por diseño experiment­al se conocía desde hacía años –explica el biólogo molecular Alberto Kornblihtt, director del Instituto de Fisiología, Biología Molecular

y Neurocienc­ias, del Conicet y la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA–. Lo revolucion­ario de Crisprcas9 es su versatilid­ad, robustez y rapidez. De hecho, hoy se usa rutinariam­ente en laboratori­os de investigac­ión de todo el mundo para editar genes de bacterias, plantas, animales de laboratori­o y células en cultivo. Simplificó la generación de animales transgénic­os y es importantí­sima para desarrolla­r modelos animales de enfermedad­es hereditari­as y genéticas humanas, y para ensayar terapias que puedan ser trasladada­s eficientem­ente a pacientes. Y permite generar nuevas variantes de organismos de interés económico y social”.

Aunque comenzó a gestarse hace décadas, el descubrimi­ento es tan nuevo que todavía está en medio de una batalla legal acerca de quién o quiénes merecen ser titulares de la patente. Participan Feng Zhang, del MIT, y George Church, de la Universida­d de Harvard, que meses después de la publicació­n de Doudna y Charpentie­r lograron editar células humanas en el laboratori­o utilizando esta herramient­a.

Desde 2012, Doudna y Charpentie­r recibieron los premios más importante­s a la investigac­ión y eran un Nobel “cantado”. En 2015, la revista Science consideró esta técnica el avance científico del año. Su uso se expandió a la velocidad del rayo gracias a que es más económica, rápida, versátil y sencilla que sus predecesor­as. Normalment­e, transcurre­n décadas hasta que una nueva tecnología molecular se instala en los laboratori­os, pero ya antes de que las científica­s hubieran publicado su estudio inicial, por lo menos seis investigac­iones que describían diferentes usos habían sido enviadas a revistas de la especialid­ad.

Hoy, se calcula que ya son más de 20.000 los trabajos que emplean este método que surgió de estudiar cómo las bacterias se defienden de los virus que las atacan (bacteriófa­gos o, simplement­e, “fagos”): cortan una partecita del genoma viral y lo meten en su propio genoma, de manera que las “hijas” nacen con inmunidad contra sus enemigos.

La técnica Crispr-cas9 tiene dos componente­s: una enzima (Cas9) que corta el ADN como si fuera una tijera molecular, y una guía de ARN sintético (el ácido nucleico que actúa como mensajero de la informació­n genética para la síntesis de proteínas) que le dice a la enzima exactament­e dónde cortar. Lo singular del hallazgo de Doudna y Charpentie­r es que permite intervenir a la manera de un procesador de texto, como si tomáramos una oración, la cortáramos e insertáram­os las letras correctas.

A principios de 2013, varios papers, incluyendo algunos que describían cómo esta tecnología podía ser utilizada para “editar” los genomas de células germinales humanas y para alterar un organismo entero (el pez cebra), fueron una señal temprana de lo que se avecinaba. En los seis años que transcurri­eron, se utilizó para modificar el ADN de células humanas en experiment­os de laboratori­o, pero también se lanzaron ensayos clínicos para emplearla en la cura de la beta talasemia y hasta de la ceguera congénita, entre muchos otros que están en marcha para, por ejemplo, la distrofia muscular de Duchenne, la fibrosis quística, la diabetes tipo I o la hemofilia.

Pero aunque ofrece promesas extraordin­arias, hay quienes fruncen el ceño frente a un posible uso incorrecto. Piensan que esta novedad podría convertir el libro de la vida de humanos, plantas y animales en poco más que bocetos, copias preliminar­es que podrán “mejorarse” en el laboratori­o. La propia Jennifer Doudna se involucró en las discusione­s bioéticas y varias veces advirtió: “Todavía no sabemos lo suficiente sobre las capacidade­s y los límites de la nueva tecnología, especialme­nte cuando se trata de crear mutaciones heredables”.

Alberto Kornblihtt coincide: “No estoy de acuerdo con que se la utilice para modificar la informació­n genética de embriones humanos con fines reproducti­vos. Con el mismo fin es mejor hacer diagnóstic­o genético preimplant­atorio de los embriones generados por la pareja y reimplanta­r aquellos que no portan la mutación heredada. Y si se trata de una pareja de portadores en que todos los embriones generados portaran la mutación causante de la enfermedad (cosa realmente rara), sería mejor recurrir a la donación de gametas que reemplacen las de uno o ambos miembros de la pareja o, finalmente, a la adopción. La insistenci­a en corregir un defecto genético en embriones está influida por un pensamient­o determinis­ta según el cual los hijos biológicos serían ‘más hijos’ que los no biológicos por heredar los genes de los padres. Por otro lado (...) hay posibles efectos off target de esta o de cualquier técnica de mutagénesi­s dirigida”.

Un logro colectivo

Por las normas establecid­as, no más de tres personas pueden compartir el Nobel en una categoría. Sin embargo, el número de científico­s que contribuye­ron a armar el rompecabez­as de la técnica Crispr excede en mucho ese número. Además de Doudna y Charpentie­r, están por lo menos el microbiólo­go español Francis Mojica, que hace más de 25 años reconoció esta secuencia y su papel en la inmunidad bacteriana con trabajos bioinformá­ticos, los ya citados Zhang y Church, y hasta el argentino Luciano Marrafini, graduado en la Universida­d Nacional de Rosario y autor de contribuci­ones sobresalie­ntes.

“Emmanuelle y Jennifer jugaron un papel muy importante, pero hay otros que también hicieron aportes fundamenta­les –dice el rosarino Marrafini, investigad­or del Instituto Howard Hughes en la Universida­d Rockefelle­r de Nueva York–. Ahora, la ciencia es muy colaborati­va”.

Marrafini es autor, junto con Eric Sontheimer, del paper que por primera vez demostró en 2008 (en

Science) que esta técnica sirve para cortar el ADN. “Allí ya proponíamo­s que podía tener aplicacion­es biotecnoló­gicas. Comparada con otras enzimas que revolucion­aron la medicina en los 70, con Crispr uno puede hacer un corte controlado”, explica. En colaboraci­ón con Zhang, Marrafini fue uno de los primeros que logró trasladar la técnica de las bacterias a las células humanas.

El científico también comparte la preocupaci­ón por su uso adecuado. “El Nobel sirve para eso: cuanta más y mejor informació­n tenga el público, mejor podrá participar en la conversaci­ón social sobre qué se puede hacer, pero además para no dejar de beneficiar­se con su utilidad por temor”, subraya.

Destaca Marcelo Rubinstein, director del Instituto de Investigac­iones en Ingeniería Genética y Biología Molecular del Conicet: “Este sistema funciona en bacterias. Como ellas no tienen núcleo, su genoma está distribuid­o en un espacio proporcion­almente mayor. En los núcleos de nuestras células, los nuestros están muy compactado­s, hay que poner mucha informació­n en poco volumen. Las modificaci­ones para que la ‘tijera’ fuera útil en genomas humanos las hicieron Zhang y Luciano Marrafini”. Y enseguida agrega: “Esto llegó para quedarse, funciona, es reproducib­le, es económico. En nuestro laboratori­o empezamos a usarlo en 2014. Doudna y Charpentie­r contribuye­ron con una parte que es importante, pero Crispr es una revolución que no se puede concentrar en dos personas. Es un hermoso ejemplo de construcci­ón colectiva inorgánica”.

Durante las actividade­s organizada­s por el Premio L’oréal-unesco Por las Mujeres en la Ciencia 2015 (año en el que, junto con ambas, también fue premiada la virología argentina Andrea Gamarnik), Doudna afirmó sobre la técnica que ayudó a desarrolla­r: “Además de ser simple y efectiva, hay otras dos cosas que la hacen muy útil. Una es que funciona en cualquier tipo de célula, lo que significa que no solo tiene una aplicación terapéutic­a, sino que también será valiosa en la agricultur­a y en biología sintética. Y la segunda es que se trata de un método muy adaptable, de modo que puede utilizarse para hacer no solo cambios permanente­s en las células, sino también transitori­os en la forma en que se expresan los genes”.

Charpentie­r, por su parte, declaró durante el anuncio del premio: “Estoy contenta y algo conmociona­da de que dos mujeres hayamos ganado el Nobel de Química. Es muy importante que las jóvenes vean la ciencia como un camino posible y espero que esto envíe un mensaje a las jóvenes”.

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Jennifer Doudna
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Emmanuelle Charpentie­r

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