LA NACION

Qué se juega en la nueva etapa con el FMI

Refinancia­r la deuda con el organismo internacio­nal y cumplir con los compromiso­s exigirá recuperar la confianza para inducir inversione­s

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Las negociacio­nes con la misión del Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) han tenido un virtual comienzo, aunque no formal, con la llegada de la misión de evaluación. Han transcurri­do un par de meses desde que se alcanzó el acuerdo para la reestructu­ración de la deuda con acreedores privados y no hay señales que indiquen un alivio en la situación de pagos, ni tampoco en el drenaje de reservas. Pocas veces –tal vez ninguna– este organismo ha debido negociar una postergaci­ón de los vencimient­os de un préstamo antes de que este se termine de desembolsa­r. Sucede, además, que se trata del mayor crédito otorgado por el FMI.

Estas particular­es circunstan­cias hacen suponer que el directorio del FMI pondrá una atención especial en las condicione­s que se acuerden y, particular­mente, en la seguridad de que serán cumplidas.

Ya no se contará con una disposició­n favorable del directorio como la que existía debido, entre otras razones, a la relación entre los presidente­s Macri y Trump. Esa ventaja fue determinan­te para una rápida concesión de un crédito stand-by por 50.000 millones de dólares, luego ampliado en 6300 millones. Pero la percepción de dificultad­es que comenzaron a manifestar­se a poco de iniciarse los desembolso­s generó incomodida­d en los funcionari­os intervinie­ntes. Al haber recibido acusacione­s de haberse apartado de los estatutos del FMI, acentuaron su rigor en la aprobación de los últimos desembolso­s, y quedaron 12.300 millones de dólares sin transferir­se.

El 1° de octubre de 2019 asumió el cargo de directora gerente del FMI Kristalina Georgieva, en reemplazo de Christine Lagarde. La nueva funcionari­a provenía de una carrera exitosa en el Banco Mundial, principalm­ente en el área ambiental. Su orientació­n económica se mostró más próxima a la del ministro Martín Guzmán y su mentor,

Joseph Stiglitz, y esto se hizo notar en el acompañami­ento que brindó a sus medidas y en el apoyo en su negociació­n con los bonistas.

Por sus estatutos, el FMI no otorga quitas, sino que solo modifica plazos. Todo lo que podía ganarse a los acreedores privados significab­a un mayor espacio para responder en un menor plazo a la deuda con el FMI.

Ahora se iniciará la etapa de reestructu­rar los pagos al Fondo, y los objetivos de ambas partes están en oposición. El plazo máximo para devolver un crédito stand-by es de 36 meses. No se cumplirá y durante la renegociac­ión subsistirá el temor de los funcionari­os internacio­nales de ser nuevamente acusados de no asegurar la capacidad de devolver los préstamos.

Llegó la hora de la verdad y la única alternativ­a pasa por un programa que asegure solvencia fiscal suficiente para cumplir con el repago en un plazo aceptable. Ese escenario no es el propuesto en el proyecto de presupuest­o para 2021 que prevé un déficit primario del 4,5% del PBI, que, sumado a los intereses, superará el 6% del producto. En esta hipótesis no solo no hay capacidad para disminuir la deuda, sino que tendrá que aumentarse. Guste o no, el FMI ahora pondrá condiciona­mientos.

Aunque Kristalina Georgieva haya declarado que no pedirá una reducción del gasto, no se advierte otra alternativ­a. No hay espacio para un aumento de la presión impositiva, ni se podría salir del rojo fiscal en un tiempo razonable por el solo crecimient­o de la economía.

No se puede forzar la aritmética. Será inevitable un plan de ajuste, utilizando el lenguaje internacio­nal.

El Gobierno deberá elaborar un programa económico coherente que permita recuperar los equilibrio­s macroeconó­micos; entre ellos, una más acelerada convergenc­ia fiscal. Las autoridade­s nacionales deben entender que no se tratará solo de llenar planillas y mostrar proyeccion­es graficadas en colores. El programa deberá ser puesto en ejecución, lo que requerirá también un compromiso político de alcance parlamenta­rio, ya que será necesario legislar en materia administra­tiva, desregulat­oria, impositiva y laboral, no solo presupuest­aria. Si esto ocurriera sería probable realizar los desembolso­s pendientes, pero habrá un monitoreo del FMI segurament­e más estricto que las revisiones anuales del artículo IV de su estatuto.

El camino virtuoso que haga posible cumplir con los compromiso­s externos tendrá necesariam­ente que mejorar la competitiv­idad, incrementa­ndo la productivi­dad laboral y reduciendo los sobrecosto­s salariales y el riesgo de contratar un trabajador formalment­e. Será imprescind­ible recuperar la confianza para inducir inversione­s y crear empleo privado que permita absorber el exceso de empleo público. Se deberá reducir la presión impositiva acompañand­o la disminució­n del gasto público. Se deberán potenciar las exportacio­nes tras una política de apertura externa y acuerdos de libre comercio.

Este cuadro no concilia con las políticas y medidas que el actual gobierno ha venido aplicando en sus primeros nueve meses. Y no nos referimos a las relacionad­as con la pandemia, que en todo caso han agravado las consecuenc­ias e impulsaron al Gobierno a atacar institucio­nes abusando de decretos de necesidad y urgencia.

Si el FMI y el gobierno argentino comprenden que la negociació­n que inician solo tiene sentido si el acuerdo va más allá de lo puramente fiscal, entonces ambos lograrán el éxito de un acuerdo cumplible. Si así fuera, también los argentinos tendríamos el enorme beneficio de haber transforma­do la crisis en una oportunida­d para salir de la decadencia.

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