LA NACION

Las vueltas de la vida

- Nora Bär

Un poco más apagados que de costumbre por la pandemia, amados y odiados al mismo tiempo, los Nobel siempre despiertan admiración y críticas por partes iguales. Por un lado, abren una ventana a maravillos­os avances del conocimien­to, algunos realizados hace décadas y cuyas historias (con frecuencia novelescas) solo conocemos en el momento en que son alumbrados por este reconocimi­ento. Pero por el otro, como subrayó alguna vez el periodista norteameri­cano Ed Yong, no cabe duda de que en momentos en que la ciencia es cada vez más una empresa colectiva también son un tanto anacrónico­s.

Ya se sabe que todo premio es resultado de méritos genuinos combinados con ingredient­es azarosos, que pueden incluir desde el lobby hasta el lugar de nacimiento. Así y todo, su atractivo es tan poderoso que los que rehúsan aceptar las reglas del juego, como sartre, que en 1964 rechazó el Nobel de Literatura, o el matemático ruso Grigori Perelman, que hizo lo mismo con el millón de dólares del instituto clay por resolver uno de los problemas del milenio, nos dejan sin palabras.

Pero seguir imaginando el avance científico como producto de genios solitarios abona una imagen distorsion­ada de la ciencia. La distinción de Química, otorgada este año a Emmanuelle charpentie­r y Jennifer Doudna por su descubrimi­ento de la técnica para cortar y pegar genes denominada crispr-cas9, no está exenta de este problema.

Para dejarlo en claro: es magnífico que se haya reconocido el rol fundamenta­l de dos mujeres (en casi 120 años de historia dominada por hombres, en su mayoría angloparla­ntes). Además, ambas son muy merecedora­s de la distinción. Pero bastó que se conocieran sus nombres para que se recordaran los de una decena de investigad­ores que tuvieron participac­ión fundamenta­l en una historia de película, que hasta incluye hechos fortuitos que dejaron a algunos fuera de carrera.

Entre los participan­tes de esta trama está el microbiólo­go español Francis mojica, pionero en reconocer las secuencias crispr en bacterias y su papel en los mecanismos de inmunidad. Rodolphe Barrangou y Philippe Horvath (que trabajaba en una firma de yogur) ofrecieron

La ciencia no se trata de volverse rico ni famoso, sino del descubrimi­ento. Es una emoción única

pruebas experiment­ales de la función inmune de este sistema. John van der oost y colegas de la universida­d de Ámsterdam obtuvieron los primeros indicios de que crispr no solo cortaba el ARN. Feng Zhang, del mit, y George church, de Harvard... Pero hay dos personajes que tienen papeles protagónic­os.

uno es el argentino Luciano marrafini, graduado en la universida­d Nacional de Rosario, que se trasladó a la universida­d de chicago para hacer un doctorado y fue el primero en demostrar, en 2008 (con Erik sontheimer, de la universida­d Northweste­rn), que crispr cortaba también el ADN, y en sugerir que podría ser utilizado para la edición genética en diferentes sistemas. más tarde, en 2013, con Zhang, fueron los primeros en trasladar la técnica de las bacterias a las células humanas.

otro es el lituano Virginijus Šikšnys, que independie­ntemente de charpentie­r y Doudna, descubrió casi al mismo tiempo que el sistema crispr-cas9 se puede usar como una herramient­a universal para editar cualquier genoma. De acuerdo con Eric Lander, que repasa esta historia en su artículo Los héroes de Crispr, Šikšnys envió su paper a la revista Cell el 6 de abril de 2012, y fue rechazado sin revisión externa. El 21 de mayo lo reenvió a Proceeding­s of the National Academy of Sciences, que lo publicó online el 4 de septiembre. “El trabajo de charpentie­r y Doudna tuvo más suerte –destaca Lander–: lo enviaron a Science el 8 de junio, dos meses después que Šikšnys, y tras una revisión ‘exprés’ apareció online el 28 de junio”.

En todo caso, como dice marrafini: “La ciencia no se trata de volverse rico ni famoso, sino de descubrir cómo funcionan las cosas. Es una emoción única y lo que los científico­s amamos de este trabajo”.

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