Las lecciones (no aprendidas) de Hiroshima
Una imagen famosa de Hiroshima, tomada semanas después de la bomba, muestra a un maestro, de pie frente a un grupo de chicos sobrevivientes, dándoles clases en un desolador páramo de escombros bajo un cielo infinito porque en la ciudad, completamente devastada, ya no quedan techos. Los cursos se formaban con niños de edades diversas, como en las escuelas de campo, pero se reanudaron ni bien se despejaron de ruinas y cadáveres las que habían sido calles. Es la primera imagen de la reconstrucción, la escena inicial del nuevo comienzo para un país cuyo desarrollo ya asombraría al mundo una década más tarde.
María Elena Walsh, que alguna vez en tiempos más oscuros usó la metáfora del “país jardín de infantes” para definir a nuestra sociedad y su vínculo con los gobernantes, se sorprendería al ver esta Argentina de escuelas cerradas, patios sin gritos y aulas vacías. Ella, que en los años noventa pidió en una carta abierta a los docentes que abandonaran la Carpa blanca y regresaran a las aulas, no entendería a los gremios que rechazan dar clases en las plazas y padecería al comprender las consecuencias de un año perdido en la formación de millones de chicos.
Según un estudio de la Fundación Voz, difundido en julio pasado, se estima que entre el 25 y el 45% de los alumnos abandonará la escuela cuando concluya la cuarentena, teniendo en cuenta el contexto social y económico que enfrentan las familias y la pérdida del vínculo con sus maestros y compañeros durante este año. Un trabajo de las Naciones Unidas titulado “Covid-19 en Argentina: impacto socioeconómico y ambiental” afirma que 10.500.000 chicos dejaron de asistir a la escuela por la pandemia y las medidas tomadas para enfrentarla, algo que se vuelve alarmante cuando el 18% de los adolescentes no cuenta con acceso a internet y el 37% no dispone de dispositivos electrónicos con los que cumplir con las tareas escolares asignadas en forma virtual, número que en el caso de los alumnos de escuelas públicas llega al 44%.
El panorama es particularmente desolador para los niños que asisten a jardines de infantes, etapa formativa considerada fundamental. Sin cursos a distancia, los padres dejaron de pagar las cuotas hace meses y cientos debieron cerrar en todo el país. Los jardines maternales corren peor suerte porque quedan fuera de los subsidios estatales. No se sabe cuántos volverán a abrir cuando acabe el aislamiento. Mariel Franceschi, psicóloga de la Unidad de Salud Mental del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez, le dijo a la periodista Paula Soler que “la cuarentena se evidencia en regresiones e inhibiciones en los chicos”, y que la falta de contacto con sus pares o adultos fuera del hogar “tiene el efecto de detener su desarrollo”.
En este dramático contexto las autoridades oscilan al viento de las encuestas y los intereses políticos entre anunciar que no habrá clases presenciales hasta que la población haya recibido una vacuna que aún está en desarrollo o la promesa de una gradual reapertura para los cursos superiores de la primaria y el secundario. Del resto nada se sabe.
Es cierto que en algunos países la reapertura de las aulas debió sufrir retrocesos ante el surgimiento de nuevos brotes, pero en todo caso eso evidencia el camino posible, el de una política flexible y pragmática que priorice la educación y la contención escolar, y eventualmente contemple restricciones puntuales cuando sean inevitables.
De todas las consecuencias que la pandemia está dejándonos, el alejamiento de los chicos de las aulas es la más devastadora. No se necesitan encuestas para verlo. Si con más de 22.000 muertes y la pobreza superando el 40% de la población aquel dilema “salud o economía” se comprobó vano, quizá estemos a tiempo de salvar la educación. Sería tal vez el único aliciente para permitirnos confiar en un futuro más prometedor que el presente. ●
El alejamiento de los chicos de las aulas es la consecuencia más devastadora