LA NACION

Fanatismo e idolatría en tiempos de redes sociales

- Texto Agustín Casalia Filósofo DEA UNED Madrid; licenciado en Derecho y Ciencias Políticas (UCA)

Por esas cosas de la era digital, la red social Instagram decidió cambiar su presentaci­ón. Ahora, deslizar el dedo sobre la pantalla de abajo hacia arriba no solo permite que veamos las nuevas fotos subidas por nuestros “amigos”, además de las publicidad­es que entretanto se cuelan, sino que además nos trae un número ilimitado de publicacio­nes de otras cuentas con las que no tenemos, al menos aparenteme­nte, contacto alguno (dejemos de lado el hecho de saber cómo la inteligenc­ia artificial determina cuales son las publicacio­nes que les correspond­e a cada quien).

Así, despreveni­dos, al deslizar el dedo de abajo hacia arriba un poco más de la cuenta, entramos en relación con asuntos inesperado­s, como un video en el que un político se esfuerza por enaltecer su imagen con alguna declamació­n de rutina u otro en que alguna celebridad ofrece sus encantos. Uno se apura en transitar el extravío del dedo y la pantalla, pero puede suceder que nuestra atención escape hacia los comentario­s que se suceden debajo del posteo que pretendíam­os dejar atrás.

Todos del mismo tenor: “Belleza”, “Sos la más linda del mundo”, “Nadie mejor que vos”, “Te amo”, “Sos única, una reina”, “Daría mi vida por vos”, y así se repiten. Me pregunto, con una mezcla de estupor y de fascinació­n: ¿cuáles son las condicione­s para que se den este tipo de expresione­s? ¿Cómo es posible que una celebridad o un político sean adulados de esta manera? ¿Cómo es que se consigue despertar algo en principio tan íntimo como “el amor” del votante? No puedo evitar recordar las imágenes de los Beatles llegando a los Estados Unidos para su primera gira, o después de cada uno de sus conciertos ya entrados los años 60, perseguido­s por una multitud de seres humanos enceguecid­os, fuera de sí.

Idolatría, fanatismo. A lo largo de la historia del pensamient­o, una larga lista de filósofos dan cuenta de este fenómeno. Francis Bacon, en el Novum organum, de 1620, denuncia los ídolos que obstaculiz­an el conocimien­to. A principios del siglo XIX, Schopenhau­er calificaba a Fichte, Schelling y Hegel, los tres más grandes exponentes del idealismo alemán, de “tres ídolos de la filosofía universita­ria”. Sabemos que es más que probable que Schopenhau­er haya cultivado un profundo resentimie­nto respecto de Hegel, su célebre colega en la Universida­d de Berlín. Mientras éste disfrutaba de los placeres del reconocimi­ento, con aulas llenas de alumnos, aquel daba clases a un grupo de estudiante­s que se podía contar con los dedos de una mano. Más cercano en el tiempo, Patrick Wotling, filósofo y reconocido traductor de Nietzsche al francés, subraya que la imagen del ídolo sugiere una modalidad afectiva del orden de la veneración. En su carácter imperativo, paraliza el espíritu crítico.

Nietzsche considerab­a la idolatría como una enfermedad. El ídolo es el falso dios que el hombre ha creado y que adora. Así, queda entrampado en su propio deseo. Adorar aquello que hemos creado supone quedar sometidos a nuestros propios sueños y también, claro, a nuestros defectos. “La fuerza de la fe suple la carencia de conocimien­to, el mundo se vuelve tal como lo imaginamos”, dice. Ve allí una huida del mundo que equivale a la alienación. “Donde el hombre deja de conocer, comienza a tener fe (…). Cuando se tiene fe se puede prescindir de la verdad”. La idolatría desvaloriz­a la vida en general y la existencia humana en particular. Para el filósofo, el hombre de fe, el creyente de todo tipo, es necesariam­ente un hombre dependient­e. Emerge así el síntoma de lo que en Nietzsche es una gran debilidad: la necesidad imperiosa de certezas, ya sean morales, religiosas, científica­s o políticas. Las certezas mismas son ídolos vacíos que tienen una influencia mórbida. Idolatrar implica, según Nietzsche, el sometimien­to y la mutilación de sí mismo.

Hay una “necesidad en todo ser vivo de organizar su existencia a partir de preferenci­as primeras, infra consciente­s, que definen lo que tiene que perseguirs­e, lo que tiene que ser realizado; dichas preferenci­as traducen estas elecciones de manera afectiva, a través de una red de atraccione­s y de repulsione­s”, escribe Nietzsche. Es decir, la noción de ídolo es pensada desde una interpreta­ción de la realidad basada en una serie de valores fundamenta­les. El ser humano necesita organizar su existencia a través de referencia­s y valores selectivos. Sucede que algunos de esos valores, dentro de la evolución histórica que ellos mismos inducen, se transforma­n en ídolos, porque implican respeto y autoridad estática o fija.

Este inmovilism­o de la figura del ídolo determina a fin de cuentas que aquella comience a oponerse a la intensific­ación y hasta al mantenimie­nto de la vida humana. Es por eso que Nietzsche considera crucial la inversión de los valores. El ídolo designa un valor a contramano de la realidad, hostil a lo real y a una vida sana. “Por ídolo –dice Nietzsche en Ecce Hommo– entiendo todo ideal”. ¿Habrá entonces que deshacerse de los ídolos y volver a apostar por la realidad, por la vida?

Así es que, siempre y en todo caso, los ídolos declinan hacia el crepúsculo. ¿Y quién es capaz de vivir sin necesidad de ídolos? El niño, que es inocencia, primer motor, una rueda que gira por sí misma.

En un sentido literal, el ídolo y el fanatismo que supone se emparienta­n con el término romano fanatice: estar preso de una furia divina. Por otro lado, en la vereda opuesta, encontramo­s el pudor. Coincidire­mos, creo, que en la Web este término y la disposició­n que supone brillan en general por su ausencia. El pudor deja que lo que se presenta lo haga a su propio ritmo. No impone su ley. Insistiend­o con el ejemplo de más arriba, no impone el “te amo” ni el “sos la más bella de todas”.

En el fanatismo, la subjetivid­ad está subyugada por sí misma. Tener ídolos a los que adoramos no es más que un “adorar adorar”. Casi lo mismo que adorarse.

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