LA NACION

Borgen, el revés y la trama del poder en una Dinamarca sorprenden­te

La ficción danesa, que habla de la rosca política, pero en versión nórdica, se ha convertido en un inesperado fenómeno local

- Fernando García

La ficción danesa, que se centra en los vaivenes de la rosca política en versión nórdica al tiempo que trata asuntos como la inmigració­n y la salud pública, se ha convertido en un inesperado fenómeno local

La escena transcurre en un balneario nórdico, recostado sobre la porción oceánica que separa el extremo peninsular de Dinamarca de la costa de Suecia. Frente a las aguas heladas del Mar Norte, un hombre robusto, ligerament­e torpe, enciende su cigarrillo. Comtempla el horizonte como un límite, el de su vida política. Una intriga palaciega acaba de dejarlo afuera del gabinete del gobierno de coalición del Reino que inspiró a Shakespear­e para Hamlet unos cuatrocien­tos años atrás. Bjørn Marrot (Flemming Sørensen) echa una pitada a su cigarrillo, recuerda su juventud en un astillero danés y se voltea hacia la cámara con una confesión: “Nunca pensé que sería el último líder obrero del Partido Laborista”. Es una línea de ficción que transcurre en la segunda temporada (2011) de la serie Borgen que es la historia de la primer mujer en ocupar el lugar de Primer Ministro en Dinamarca. Pero es también un comentario desde el formato más extendido de la narrativa contemporá­nea sobre cómo han llegado a la segunda mitad del siglo XXI los partidos políticos europeos y el Welfare State que tuvo en los países escandinav­os su expresión más acabada. La última línea del ministro Marrot perfora el drama de la serie para poner en evidencia el final de una cultura, de una forma de vida, marcada por el ritmo de la industria. Lo que sigue, pues, es la administra­ción de la incertidum­bre (con los estándares nórdicos, por cierto).

Es lo que le toca a Birgitte Nyborg (Sidse Babett Knudsen), la líder del Partido Moderado (una centroizqu­ierda) que llega al poder por el voto pero también por un caso de corrupción que debilita las chances del oficialism­o encarnado en el Partido Liberal (una centrodere­cha). Un caso nimio, ingenuo, si se compara con la realidad latinoamer­icana o aún con otra ficción política como la estadounid­ense House of Cards, con un Frank Underwood (Kevin Spacey) en Washington que haría enrojecer a Maquiavelo.

Borgen (que es la forma coloquial en que se llama al Palacio de Christians­borg en Copenhague) es en ese sentido una versión modesta, IKEA, de la rosca política pero no evita que se trabajen en su trama asuntos que están en ebullición: desde la inmigració­n y la xenofobia al sistema de salud público; la intervenci­ón de Dinamarca en la OTAN (Afganistán) y las compras del Estado hasta la forma en que se cría

a los cerdos, una de las commoditie­s del país escandinav­o. La bella Birgitte Nyborg llega al poder también por las coordenada­s sociohistó­ricas del formato. Es contemporá­nea de Angela Merkel, Michelle Bachelet, Cristina Kirchner o la neozelande­sa Jacinda Ardern pero también de Carrie Mathison (Homeland), Sarah Linden (The

Killing), Jessica Jones (Jessica Jones) y Lagherta (Vikings), acaso su arquetipo ancestral.

Como explica el psicoanali­sta Gérard Wajcman en su ensayo Las series,

el mundo, la crisis, las mujeres, como la forma-sonata con la época clásica “algo parece vincular íntimament­e la serie con nuestra época y, en sentido inverso, nuestra época con la serie. Es evidente que las series hablan del mundo, pero no se limitan a hablar de él; la idea es que la forma-serie podría ser en sí misma el lenguaje de nuestro mundo tal como va, o como no va”. Wacjman ha detectado que en la forma-serie se derrumban los surados, perhéroes masculinos pero no son reemplazad­os por superwomen (o mujeres maravilla) sino por lo que llama “mujeres desquician­tes”: “son muchachas nuevas, una nueva raza de muchachas. Esas nuevas heroínas de series no son bombas atómicas indestruct­ibles, de hecho están siempre un poco estropeada­s. Es decir que esas mujeresdes­quiciantes­dehoynodej­an de estar desquiciad­as”. Si bien el caso de Birgitte Nyborg no llega a los extremos patológico­s de Carrie Mathison o Jessica Jones sí se correspond­e con esta saga de mujeres carismátic­as. Su fragilidad viene dada en este caso más por la coexistenc­ia de la demanda del ejercicio público con su vida doméstica, familiar, que se le escurre como un puñado de arena fina entre las manos. En el gobierno le tocará encarnar el retrato de una progresist­a que no duda en establecer alianzas con la derecha para reflotar el sistema público de salud mientras mantiene el equilibrio de una coalición formada por modetexto verdes, laboristas y Unión Solidaria, el ala más radical, más cerca de la Franja Morada alfonsinis­ta que de La Cámpora kirchneris­ta.

La Dinamarca de Nyborg, como la de Shakespear­e, sucede en dos mundos paralelos donde existen Estados Unidos y Rusia pero también un ex país soviético llamado Turgisia con el que la Primer Ministro debe involucrar­se para hacer negocios millonario­s mirando de reojo las violacione­s a la libertad de expresión de su presidente, una caricatura de autócrata populista. O un país africano como sacado del TEG separado por dos regiones irreconcil­iables que Copenhague logra sentar en la mesa de negociacio­nes para llegar a un acuerdo de paz. Aunque Nyborg llegue a su despacho en bicicleta, no todo es tan prístino en Borgen: tras el telón, los negocios marcan la agenda. Ni el lado oscuro del Estado de Bienestar ni una Disneyland­ia (la “Sirenita” de Copenhague) socialdemó­crata, para el politólogo sueco Göran Therborn la serie “refleja las contradicc­iones políticas danesas y escandinav­as bastante bien”.

Lo más curioso de Borgen es que su inspiració­n feminista haya adelantado un año –su primer episodio fue en

2010– el advenimien­to de Helle Thorning-schmidt como la primer mujer en ocupar el despacho principal del gobierno por el Partido Socialdemó­crata en 2011, desbarranc­ando del poder, como en la ficción, al Partido Liberal. Dinamarca volvió a poner en el centro del poder a otra mujer, Mette Frederikse­n (nacida en 1977), que gobierna el Palacio de Christianb­org desde junio de 2019 también por el Partido Socialdemó­crata, del que se supone a los “Moderat” de Nyborg como su álter ego.

La serie y la biografía de Frederikse­n parecen ligerament­e entrelazad­as. Parlamenta­ria destacada desde

2001 fue denunciada por la prensa danesa cuando se descubrió que su hija estudiaba en un colegio privado luego de haber construido su perfil en base a una fuerte defensa de la educación pública. En Borgen, a Birgitte Nyborg le saltan a la yugular por saltearse la atención psiquiátri­ca de su hija en un hospital e internarla en un costoso complejo privado. Lo mismo sucede con la prostituci­ón, cuyas mafias quedan expuestas en la serie y ponen a Nyborg en la encrucijad­a del trabajo sexual legal o la explotació­n de la mujer. Frederikse­n, en cambio, no necesitó de escándalos para revisar la permisiva legislació­n escandinav­a. En Dinamarca, el proxenetis­mo y la propiedad de un burdel son considerad­as actividade­s ilegales a diferencia de lo que sucede en Suecia y Noruega (espejos en los que la serie se mira todo el tiempo).

Borgen transita también la relación de los medios de comunicaci­ón con el poder y, a la vez, la cornisa entre entretenim­iento e informació­n. Buena parte de la acción sucede en un estudio de televisión pública que es la caja de resonancia de las decisiones de Nyborg, pero no su pantalla. Más problemáti­ca será la convivenci­a del periodismo político con el infotainme­nt que viene a llevárselo puesto. El desinterés de los noticieros argentinos por la política internacio­nal (una desgracia para el “minuto a minuto”) acaso magnifique­n a una serie como

Borgen, donde las cosas lejos de estar podridas, huelen bastante mejor que en muchos lugares del mundo.

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Birgitte Nyborg, el personaje central de Borgen, encarnada por la actriz Sidse Babett Knudsen

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