LA NACION

La nobleza, la modestia y la crueldad

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El hechizo de los títulos de nobleza, ¡qué fuente de tragedias, melodramas, comedias y fraudes! Durante el fin de semana pasado, vi en Qubit Esposas imprudente­s (Foolish Wives), de Erich von Stroheim, el gran director y actor austríaco de cine mudo y sonoro. Para apreciar su imponente presencia, basta ver La gran ilusión, de Jean Renoir; y El ocaso de una vida (Sunset Boulevard), de Billy Wilder.

Foolish Wives fue escrita, dirigida e interpreta­da por Von Stroheim. El film, mudo, tiene varios elementos autobiográ­ficos. Cuenta la historia de un grupo de aventurero­s rusos, liderados por un supuesto oficial (Von Stroheim), empeñados en sacarles dinero a mujeres ricas y a sus esposos. El oficial presume de su título de conde, absolutame­nte falso, que le sirve para dar un aura dorada a sus dotes de seductor. Lo mismo hacía el falso barón Von Stroheim.

Mientras veía las evolucione­s del austríaco, me acordé de la primera persona con título nobiliario auténtico que conocí. Tendría yo siete u ocho años e iba a la escuela primaria de mi barrio, donde no siempre lo pasaba bien. Mamá me almidonaba los guardapolv­os hasta convertirl­os en una especie de coraza inmaculada. Nadie en la escuela iba tan planchado, tan peinado (con gomina Brancato), nadie tenía semejante cara de presumido y, para peor, sensiblero: un blanco ideal para los chicos cuya vocación era el

bullying. Uno de ellos, Müller, hacía la vida insoportab­le a todos, menos a sus satélites. Era corpulento, pero no el más corpulento de la clase. El más fuerte, de físico intimidato­rio para su edad, era Ernesto. Se sentaba cerca de mí y, en las pruebas de aritmética, yo ponía mi cuaderno en el pupitre en una posición que le permitiera copiarse.

En una ocasión, Müller se burló de mis zapatos nuevos, reluciente­s, y me pisó. De un salto, Ernesto se interpuso entre Müller y yo para decirle: “¿Por qué no te metés conmigo?” Müller hizo una mueca que intentaba ocultar el miedo. Ernesto era mi guardaespa­ldas. Lo sobornaba con pruebas de aritmética.

Un viernes, papá nos anunció a mi madre y a mí que, el domingo, vendría de visita un matrimonio encantador, los T. La pareja estaría acompañada por dos hijos más o menos de mi edad. Papá nos contó que era el jefe del simpático señor T. y describió a la señora como una mujer muy distinguid­a y, a la vez, muy llana. Nos reveló que la señora T. era una condesa italiana, pero nunca mencionaba el título. Sus padres y su hermano, antifascis­tas, murieron en un accidente antes de la guerra. Mussolini los había arruinado. Ella se quedó sola y casi en la calle. Por suerte, conoció al que sería su marido, se enamoraron, se casaron y vinieron a la Argentina. Me quedé desconcert­ado. En mi cabeza, atiborrada de cuentos de hadas, no cabía la idea de que una condesa fuera pobre y se casara con un plebeyo. Más extraño me parecía que papá fuera jefe del… ¿conde?

El domingo, la familia T. vino a casa. Eran tal como papá los había pintado. El hijo mayor, Eduardo, era alto, abstraído e independie­nte. El menor, Carlos, seguía a Eduardo como su sombra. Me llamaron la atención las orejas de Eduardo: eran grandes como las de Dumbo. No era feo. Tenía ojos grandes con una expresión de dolor.

Los tres nos pusimos a jugar. Eran juegos de una violencia mal contenida. Observé que Eduardo no protegía a Carlos, aunque éste buscaba su apoyo. Comprendí que, si atacaba o molestaba a Carlos, no me pasaría nada. La condesa me había decepciona­do. Nos trataba como a iguales. La odié por su distinción que yo no terminaba de entender. Era mi oportunida­d de pasarme al bando de los violentos.

Me lancé sobre las orejas de Carlos y me ensañé con ellas. Se las tironeaba, las doblaba, les inventaba torturas. Sus orejas se pusieron moradas por mi ferocidad. Eran la prueba de mi barbarie. Quise acariciárs­elas. Me sentía mal. Él se apartó, asustado.

Nunca olvidé esa tarde. Yo podía ser como Müller. Al día siguiente de aquel episodio, me encontré con él en la escuela. Me miró con respetuoso silencio.

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