LA NACION

Efecto Trump. La democracia de EE.UU., dañada por el populismo

A semanas de las elecciones, analistas advierten que el desapego por las normas y las institucio­nes del presidente norteameri­cano ha resentido el sistema político

- Texto Rafael Mathus Ruiz Correspons­al en EE.UU.

Cuando Donald Trump ganó la elección presidenci­al de 2016, la mitad del país que votó en su contra y quedó desolada se aferró a una esperanza: las institucio­nes de Estados Unidos, un sólido andamiaje erigido a lo largo de más de dos siglos, impondrían límites a su gobierno.

Casi cuatro años después, la realidad reveló la ingenuidad de ese anhelo. Trump logró doblegar a las institucio­nes del país a tal punto que el mensaje central de los demócratas para sacarlo de la Casa Blanca en las elecciones del mes próximo es que la democracia norteameri­cana, la más longeva del mundo, tambalea.

“No dejen que les quiten su poder. No dejen que les quiten su democracia”, imploró al país este año Barack Obama. El diario The Washington

Post, uno de los blancos predilecto­s de Trump en sus ataques a la prensa, publicó por primera vez una serie de siete editoriale­s con un solo propósito: dar cuenta del daño infligido por el trumpismo, y el riesgo que conllevarí­a un segundo mandato del magnate. “Nuestra democracia en peligro”, fue el título elegido por el Post para esa serie. Y hasta un grupo de republican­os tradiciona­listas, admiradore­s de Ronald Reagan y guardianes del conservado­rismo, formaron The Lincoln Project, una organizaci­ón que hace campaña en contra de Trump y los republican­os solo para prevenir heridas más profundas y cuidar el tejido institucio­nal.

Desde que pisó la Casa Blanca, Trump –que esta semana volvió a la Casa Blanca luego de tres días de internació­n por Covid-19– estiró los límites de la presidenci­a. Vilipendió a jueces, a rivales, a sus propios funcionari­os, a miembros de su propio partido que lo criticaron y a los periodista­s, a quienes llamó “escoria absoluta”, “la gente más deshonesta del mundo” y “el enemigo del pueblo”, y les adosó el término fake news a discreción y convenienc­ia. Mintió, avivó guerras culturales y cavó en la grieta para acumular poder. Hizo todo lo posible para mancar las investigac­iones federales sobre su campaña, su gobierno, sus negocios y su entorno, se negó a cooperar con el Congreso en el juicio político por el Ucraniagat­e y ocultó sus finanzas personales para escapar de un escrutinio al que se sometieron todos sus antecesore­s desde Gerald Ford, en 1974. Sus críticos también le achacan haber politizado al Departamen­to de Justicia para tumbar rivales y protegerse a si mismo y a sus leales, y haber usado la presidenci­a para beneficiar a sus negocios, a su familia y a sus aliados.

Ya sea la pandemia o el cambio climático –que tildó de “farsa”–, Trump ninguneó a la ciencia. Y en plena campaña llegó a poner en duda la legitimida­d de las elecciones y amenazó con desconocer una eventual derrota. Para sus detractore­s, Trump ha sido el presidente más corrupto de la historia. Para sus seguidores, envueltos en una lealtad de amianto, es solo un presidente “poco convencion­al”.

“En todos los frentes, Trump definitiva­mente es un presidente que ha tensado más que fortalecid­o nuestras institucio­nes”, resumió Julian Zelizer, historiado­r de la Universida­d Princeton.

Viene de tapa

Un temor latente en Estados Unidos es que el trumpismo, de prevalecer, termine por corroerlo todo. James Robinson y Daron Acemoglu, autores de Por qué fracasan los países y El

pasillo estrecho, argumentan que las institucio­nes pierden poder cuando los valores democrátic­os son atacados, la prensa y la sociedad civil son neutraliza­das, y las transgresi­ones quedan impunes o se normalizan. Un país queda adormecido, entumecido. Una erosión paulatina de los controles y las salvaguard­as lleva a un repentino colapso institucio­nal. “Tal fue la historia de Venezuela bajo Hugo Chávez”, escribió Acemoglu, en un reciente artículo para la revista Foreign Affairs. Robinson dijo que la situación actual de Estados Unidos es “calamitosa” y “aterradora”.

“El país está dirigido por personas que no creen en las institucio­nes. El presidente Trump no cree en las institucio­nes”, sintetizó Robinson, profesor en la Universida­d Chicago. “Esta probableme­nte sea la mayor prueba para las institucio­nes del país desde la Guerra Civil”.

Ruth Bader Ginsburg, la jueza de la Corte Suprema que se convirtió en un ícono cultural y feminista, y cuya reciente muerte causó conmoción y abrió una dura pelea por el futuro del máximo tribunal –un pilar institucio­nal que moldea el rumbo del país–, ya había advertido en el mensaje que brindó en su audiencia de confirmaci­ón ante el Senado, en

1993, que la defensa de los derechos y la protección de la constituci­ón era responsabi­lidad de todos los poderes, y una tarea continua.

“Los jueces de la Corte Suprema son los guardianes de la gran carta que ha servido como instrument­o fundamenta­l de gobierno de nuestra nación durante más de

200 años. Es la constituci­ón escrita más antigua que rige en el mundo”, dijo Ginsburg. “Pero los jueces no solo protegen los derechos constituci­onales. Los tribunales comparten esa profunda responsabi­lidad con el Congreso, el Presidente, los estados y el pueblo. La realizació­n constante de una Unión más perfecta, aspiración de la Constituci­ón, requiere la participac­ión más amplia, diversa y profunda en asuntos de gobierno y política gubernamen­tal”, afirmó.

El voto y la protesta

El pueblo, señalan Robinson y Acemoglu, actúa de dos maneras: con el voto y la protesta. El asalto de Trump tocó a ambos. Trump atacó los comicios que ganó hace cuatro años, al afirmar que había perdido el voto popular porque hubo “tremenda trampa”, y este año dijo que la elección será “la más fraudulent­a de la historia” por la cantidad de votos que se enviarán por correo –se espera que hasta 80 millones de personas dejen su sufragio en el buzón por la pandemia–, y que su rival, Joe Biden, solo puede ganar “si la elección está arreglada”, todas acusacione­s sin asidero. Como corolario, se negó a compromete­rse a una transferen­cia pacífica del poder si pierde.

Trump también cargó contra la ola de furia en las calles en contra del racismo que energizó al movimiento #Blacklives­matter, heredero del movimiento de los derechos civiles de los años 60. Proclive a hablar en hipérbole, acusó al movimiento de ser “un símbolo de odio”, tildó a los manifestan­tes de “anarquista­s profesiona­les, turbas violentas, incendiari­os, saqueadore­s, criminales, alborotado­res”, y borró por momentos la frontera entre la violencia –saqueos, incendios, vandalismo– y las protestas pacíficas. Para imponer “ley y orden”, sacó al Ejército a las calles y mandó a reprimir una manifestac­ión frente a la Casa Blanca para sacarse una foto frente a una iglesia sosteniend­o una biblia, poco después de que se dispersó el gas lacrimógen­o. Trump, acusado de racista por sus detractore­s, ofreció a su vez guiños a supremacis­tas blancos y a grupos que alientan teorías conspirati­vas, como Qanon.

Contra la prensa

Uno de los rasgos salientes de la presidenci­a de Trump fue su ofensiva incansable contra los medios de comunicaci­ón. Paradójica­mente, Trump ha sido uno de los mandatario­s más accesibles de la historia para los periodista­s. Su cuenta de Twitter es una ventana a su mente. Y el presidente ha respondido preguntas casi a diario, ya sea en conferenci­as de prensa improvisad­as en los jardines de la Casa Blanca, al pie del avión presidenci­al o desde la sala de prensa. Tiene dos canales predilecto­s: Fox News y OAN (su nuevo favorito), dos cadenas afines donde suele brindar entrevista­s “uno a uno” que niega a CNN, NBC o MSNBC, algunos de los medios más críticos.

Jeff Jarvis, profesor de periodismo en la Universida­d de la Ciudad de Nueva York, señaló que el ascenso de Trump y su ofensiva coincidió con una época en la cual los medios en Estados Unidos ya estaban bajo presión, intentando adaptarse a la era de internet y las redes sociales. Las institucio­nes, apuntó Jarvis, deben decidir si se adaptan o si se vuelven obsoletas y son reemplazad­as. Ese era el entorno en el que navegaban los medios cuando Trump se lanzó a la política nacional, recostado en su predilecci­ón por una plataforma que usa como nadie: Twitter. En ese terreno, Chávez o Cristina Kirchner pueden ser vistos como antecesore­s en América Latina. Jair Bolsonaro, como un discípulo.

“Trump es la última resistenci­a del hombre viejo blanco. El hombre viejo blanco se da cuenta de que está perdiendo el poder, está perdiendo el control sobre el poder, está perdiendo su derecho al poder. Y en lugar de compartir las institucio­nes que controlan con las personas que vienen después, prefieren destruirla­s, quemarlas”, describió Jarvis. “El autoritari­smo, para funcionar, tiene que destruir toda otra autoridad. Toda autoridad independie­nte. Crees en la persona, no en el principio. Entonces, ya sea ciencia, educación o periodismo, están tratando de destruir todo eso”, ahondó.

Además de la necesidad de socavar la credibilid­ad de la prensa crítica, Jarvis dijo que los ataques de Trump a los medios también responden a su ego y su deseo de “controlar el espectácul­o”, moldear el relato de su presidenci­a, una actitud que ayuda a entender además su apego por las redes sociales. Este año, Trump rompió su propio récord en Twitter el 6 de junio, al postear 200 mensajes, 37 propios y 163 retuits.

“En el caso de Trump, es la institució­n de su ego. Es una creación mediática. Así que espera controlar su espectácul­o y si no puede, pasa a la ofensiva”, apuntó Jarvis.

Twitter ha sido su plataforma predilecta para desplegar su relato. Acumuló más de 20.000 declaracio­nes falsas o engañosas en su presidenci­a hasta julio de este año, según el conteo de The Washington Post.

En 2016, era común escuchar entre los votantes de Trump que uno de los motivos por los cuales lo apoyaban era porque esperaban que condujera al país y la presidenci­a como si fuera su propio negocio. Fue lo que hizo. Según el historiado­r Zelizer, “Trump se siente cómodo borrando las líneas entre su propio interés personal, ya sea la reelección o sus negocios, y la presidenci­a. No ve ninguna razón para mantener una división real formal entre ambos. Eso es bastante dramático de ver”.

Desvergüen­za

Zelizer dijo que cada presidenci­a tuvo “elementos malos”. Pero lo que distingue a Trump del resto es su abierto desapego por las normas y las tradicione­s, y la forma en la cual se mueve rodeado de un aura de impunidad y desvergüen­za. Acorralado, contraatac­a. Cuando los demócratas lo acusaron de abusar de la presidenci­a y entrometer a otro gobierno en el proceso electoral al presionar a Ucrania para investigar a Biden y favorecer su reelección, Trump fue más allá: dijo ante las cámaras en el jardín de la Casa Blanca que China también debía investigar a Biden. En una de sus primeras entrevista­s en televisión, Trump reconoció –de nuevo ante las cámaras– que había echado a James Comey, director del FBI cuando asumió,

porque investigab­a las conexiones de su campaña con el gobierno de Vladimir Putin.

“Cada presidenci­a tiene algo malo, pero Trump es único. Siempre hubo un compromiso con el gobierno y las tradicione­s de las institucio­nes. Incluso Richard Nixon hizo todo lo malo en privado, porque entendía que no podía hacer todo lo que hizo. Trump hace todas las cosas malas a la vista, sin ningún tipo de restricció­n, ni ningún tipo de precaución al hacerlo”, resumió Zelizer.

Esa actitud marcó un quiebre histórico. En Estados Unidos, explica Elise Boddie, abogada experta en derechos civiles y profesora de la Universida­d Rutgers, las institucio­nes han operado bajo ciertas tradicione­s y normas tácitas desarrolla­das a lo largo de la historia, que fueron respetadas por la Casa Blanca, el Congreso y el Poder Judicial.

Tendencias autoritari­as

Cuando Nixon cruzó una línea, las institucio­nes –la prensa libre, el Congreso, la Corte Suprema– lo forzaron a dejar la presidenci­a. “Eso ha cambiado por completo con este presidente. No se rige por normas, es narcisista, no le interesa preservar normas o institucio­nes democrátic­as, gobierna por decreto y voluntad, tiene tendencias autoritari­as y se ha rodeado de gente que comparte esa visión”, describió Boddie. “Debido a que las institucio­nes democrátic­as estadounid­enses dependen tanto de operar de formas que se basan en normas y tradicione­s, cuando tenés a alguien en la presidenci­a que no reconoce o no se preocupa por esas normas y tradicione­s, hay muy poco control sobre ese poder, salvo a través del electorado”, apuntó.

Para Boddie, Trump arrasó con la manera tradiciona­l bajo la cual han operado las institucio­nes durante siglos. “El Congreso puede investigar, pero si la administra­ción se niega a entregar documentos para esas investigac­iones y los tribunales se niegan a intervenir, no hay un control real sobre el ejercicio del poder”, explicó. Los tribunales federales y la Corte Suprema, continuó, son reacios a intervenir en las disputas entre la Casa Blanca y el Congreso para evitar interferir con la democracia. “Hay ejemplos a lo largo de la historia de Estados Unidos en los que los tribunales han dicho, ‘no vamos a intervenir aquí, tienen que decidir esto, tienen que resolverlo por su cuenta’”, afirmó Boddie.

Trump logró navegar y salir ileso de los dos escándalos y las dos investigac­iones más serias en su contra, el Rusiagate y el Ucraniagat­e, pese a que muchos miembros de su círculo íntimo –como Michael Flynn, Michael Cohen o Roger Stone– terminaron condenados en los tribunales. Medio país esperaba que la investigac­ión del Rusiagate de Robert Mueller, que atormentó a Trump durante dos años, lo acorralara. Mueller, antiguo jefe del FBI y uno de los investigad­ores federales más respetados de Washington, ensambló un equipo de sabuesos y reunió suficiente­s pruebas como para acusarlo. Pero no lo hizo y tampoco fue a fondo para desenterra­r las finanzas del Trump, quien amenazó con despedirlo si cruzaba esa “línea roja”. Uno de sus asesores más cercanos, Andrew Weissman, escribió un libro sobre la investigac­ión donde reconoce que había pruebas para acusarlo de obstruir la Justicia, pero Mueller evitó incluso ponerlo por escrito en su informe final, a sabiendas de que el Departamen­to de Justicia se apegaría a una tradición: evitar presentar cargos formales contra un presidente en ejercicio.

“¿Lo habíamos dado todo, habíamos utilizado todas las herramient­as disponible­s para descubrir la verdad, sin dejarnos intimidar por el ataque de los poderes únicos del presidente para socavar nuestros esfuerzos?”, escribió Weissmann en la introducci­ón de su libro. “Conozco la respuesta difícil a esa simple pregunta: podríamos haber hecho más”, consignó.

Los republican­os en el Congreso blindaron al magnate y se aliaron con el trumpismo para lograr objetivos que creían perdidos, como el nombramien­to de jueces conservado­res en los tribunales federales y la Corte Suprema, recortes de impuestos para las empresas o la desregulac­ión de la economía. Nada alteró el respaldo de sus más fieles, que lo defienden y denuncian maniobras políticas para desbancar a su presidente. Ante ese panorama, muchos ven una última frontera: el voto de la gente. Zelizer cree que las institucio­nes pueden repararse –recordó la Guerra Civil, el escándalo Watergate–, pero advierte: aun si Trump deja la Casa Blanca, llevará tiempo, y el trumpismo sobrevivir­á.

Lucha agonal

“El trumpismo es un partidismo sin controles, sin barreras. Es un enfoque de la política donde todo gira en torno a la obtención y el mantenimie­nto del poder, y donde el principio es tan fuerte que se hará cualquier cosa en pos de ese poder siempre que no sea totalmente ilegal. Eso es el trumpismo. No hay otra preocupaci­ón por el gobierno o las institucio­nes. Todo depende del partidismo”, describe Zelizer.

Robinson coincide en que el problema es mucho más amplio que Trump. Cree que hay empresario­s poderosos que prefieren institucio­nes débiles, y que además existen problemas como la desigualda­d o la marginaliz­ación de votantes que subsistirá­n. Con todo, Robinson confía en otras salvaguard­as, como el fuerte federalism­o del país.

“Es muy difícil imaginar algo como el chavismo o el peronismo emergiendo en Estados Unidos porque Washington no tiene el mismo control que Caracas o Buenos Aires tienen sobre el resto del país”, afirmó.

Boddie teme un deterioro mayor. “Los últimos cuatro años se han sentido como la historia de la rana que se pone en una olla de agua que se calienta gradualmen­te hasta que hierve, y entonces es demasiado tarde. El peligro de esta presidenci­a es que Trump erosionó tanto las normas y prácticas institucio­nales, y las ha ejercido de una manera autoritari­a, tan a la vista de todos, que con el tiempo el peligro es que el público estadounid­ense se acostumbre. Si pierde, ¿seguirá la tradición de de siglos, y concederá su derrota y honrará los deseos del electorado?”, se preguntó Boddie. “La democracia estadounid­ense ha sido puesta a prueba, tenemos que ver qué pasa. Tengo que tener la esperanza de que la democracia puede sobrevivir, pero muchas cosas dependen de esta elección”, cerró.

Fuegos de artificio

En la tradición de Estados Unidos, la Casa Blanca es “la casa del pueblo”. Cuando un presidente busca su reelección, la campaña se mantiene alejada de la residencia oficial. Es una de esas normas intangible­s, que no está escrita en ningún lado: el presidente y el candidato pueden ser la misma persona, pero van por separado. Fue otro límite que borró Trump: su campaña montó un enorme escenario en el jardín sur de la Casa Blanca para cerrar la convención nacional republican­a, un acto proselitis­ta que terminó con un espectácul­o de fuegos artificial­es sobre el monumento a Washington y que trazó en el cielo la leyenda: “Trump 2020”. Como en 2016, Trump fue presentado por su hija predilecta, Ivanka Trump.

“Por primera vez en mucho tiempo, tenemos un presidente que ha denunciado la hipocresía de Washington y lo odian por ello. Papá, la gente te ataca por ser poco convencion­al, pero yo te amo por ser real, y te respeto por ser efectivo”, dijo la hija y asesora presidenci­al. Trump, a quien llamó “el presidente de la gente”, se negaba a renunciar a sus creencias o a tratar de sumar puntos con “la élite política”, continuó. “Para mi padre, ustedes son la élite. A él solo le importa sumar puntos con ustedes”, insistió Ivanka. Antes de llegar al cierre de su mensaje, se acomodó el pelo, miró hacia la multitud y lanzó uno de sus remates finales: “Washington no ha cambiado a Donald Trump. Donald Trump ha cambiado Washington”, dijo. La multitud la aplaudió de pie.

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Jacquelyn MARTIN/AP El presidente Donald Trump llega a North Charleston, Carolina del Sur, para un acto de campaña, en febrero
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Mason Trinca/nyt CALLES CALIENTES. Manifestan­tes protestan contra la violencia policial y la administra­ción Trump en Portland, Oregon, en julio pasado
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PACIENTE INQUIETO. Trump sale del Centro Médico Militar Walter Reed tras cuatro días de tratamient­o por Covid-19 para regresar a la Casa Blanca, el lunes
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AISLAMIENT­O. Donald Trump trabaja mientras recibe tratamient­o después de dar positivo en un test de Covid-19 en el Centro Médico Militar Nacional Walter Reed en Bethesda, Maryland, el 3 de octubre
UN CRUCE SIN CONCESIONE­S. El candidato demócrata, Joe Biden, hace uso de la palabra ante la reprobator­ia mirada de Trump, durante el primer debate presidenci­al en Cleveland, Ohio, el 29 de septiembre AISLAMIENT­O. Donald Trump trabaja mientras recibe tratamient­o después de dar positivo en un test de Covid-19 en el Centro Médico Militar Nacional Walter Reed en Bethesda, Maryland, el 3 de octubre

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