LA NACION

La rebelión de la odiada clase media

- Jorge Fernández Díaz

Les recuerda Piglia a sus alumnos, a quienes supone de una izquierda unánime, que Borges resulta un gran problema para todos ellos, puesto que no encaja en el arquetipo de la “derecha aristocrát­ica”: es un hombre sobrio y austero [sic]. Cuando Vargas Llosa lo visita en su departamen­to de tres ambientes se asombra por esas paredes descascara­das y por esas goteras. “¿Cómo puede ser que usted viva en este departamen­to?”, le pregunta al promediar la entrevista. Borges se levanta de inmediato: “Bueno, que le vaya muy bien –le dice a Vargas–. Los caballeros argentinos no hacemos alarde”.

Al día siguiente, Borges le comenta a un tercero: “Ayer vino un peruano que debe trabajar en una inmobiliar­ia, porque quería que yo me mudara”.

Para Piglia, otro gran “problema” es Sarmiento, a quien considera el mejor escritor argentino de todos los tiempos; según el ilustre conferenci­sta, el autor de Facundo también era de “derecha”, pero extrañamen­te tampoco provenía de la oligarquía vacuna, como sí lo hacían Rosas y otros estanciero­s federales idolatrado­s por el populismo izquierdos­o. En su clase magistral, Piglia defiende a Sarmiento y a Borges más allá de sus ideologías y les advierte a sus estudiante­s que no se pueden rechazar los buenos libros porque no les gusten sus ideas políticas: “Nos quedaría poca literatura para leer”. Y a continuaci­ón, explica que la “izquierda” tiene en esos círculos culturales un peso mucho más grande que en la realidad abierta. Cuesta mucho ser un escritor de “derecha” en la Argentina, apunta, aunque enseguida relativiza una parte de ese izquierdis­mo de cenáculo y lo contextual­iza irónicamen­te en una cierta cultura progresist­a imperante, cuyo modelo sería Mafalda: “Una chica que está contra la guerra, a favor de la paz y que no quiere tomar la sopa”. La intervenci­ón de Piglia, que es controvert­ida pero brillante, resulta además reveladora por lo que calla: el proyecto educativo de Sarmiento ha sido más progresist­a y revolucion­ario que ninguna otra medida a lo largo de toda la historia (como alguna vez aceptó el propio Alberto Fernández, que tiene una estatuilla en su despacho de la Casa Rosada), y Borges militó con gran convicción contra Hitler y Mussolini, cuando el mundo se jugaba realmente a suerte y verdad, y los nacionalis­tas “populares” y otros pajarracos vernáculos de la “emancipaci­ón” estaban a favor del Eje o al menos se negaban a molestarlo mientras el monstruo perpetraba sus atrocidade­s. Algo que repiten hoy obtusament­e con los crímenes de lesa humanidad de la espeluznan­te dictadura cívico-militar de Caracas.

A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las naciones europeas, nuestras contiendas cruciales jamás estuvieron signadas por las coordenada­s de izquierda y derecha, salvo en el propio seno del justiciali­smo de los años 70, donde ambas facciones armadas hasta los dientes se mataron con ahínco. Piglia blanquea la imposibili­dad de hacerles frente a esas ideas en verdad regresista­s dentro del statu

quo cultural sin recibir el apelativo paradójico de “reaccionar­io”, y la perplejida­d que despiertan en esas aulas quienes defienden el liberalism­o político desde fuera de los intereses corporativ­os y los estratos exclusivos de la riqueza. Borges desdeñaba por igual las clases altas y las bajas (ambas obsesionad­as por el dinero), y defendía a la clase media: “Le falta el prestigio, pero es la mejor”. Y citaba la Epístola moral

a Fabio, del poeta sevillano Andrés Fernández de Andrada: “Una mediana vida yo posea, un estilo común y moderado, que no lo note nadie que le vea”.

En la cultura popular, la creación de Quino representa­ba no obstante algo mucho más amplio que el progresism­o promedio; encarnaba la lucidez y el sentido común de aquella clase centrista y dinámica del “país bueno”. Me refiero a aquellas décadas imborrable­s cuando en las cúpulas se cometían errores y horrores (proscripci­ones, asonadas militares), pero donde abajo también palpitaba una sociedad pacífica y pujante, la pobreza no pasaba del 4%, y existía un apego generaliza­do a la ley, una fuerte cultura del trabajo y un cierto sentido del progreso, la dignidad y el honor. En 1969, por caso, España y la Argentina estaban parejas, aunque una venía subiendo y la otra bajando; luego ya sabemos lo que sucedió con los unos y con los otros. Muchos de nosotros fuimos criados en los valores personales y colectivos de ese “país bueno” y buscamos más tarde, vana pero denodadame­nte y como acto reflejo, la construcci­ón democrátic­a de un “país normal”. El kirchneris­mo, que hoy es el poder permanente y el partido dominante, está lleno de potentados aunque es pobrista (adopta así la clásica alianza del conservadu­rismo), detesta por lo tanto nuestros ideales (somos el despreciab­le “medio pelo”) y está ofendido por la masividad y rebeldía del voto y las protestas. Combatir a una élite oligárquic­a –una minoría– no es lo mismo que hacerle frente a una asombrosa serie de multitudes crecientes: la masa gana la calle y disputa la palabra “pueblo”. Es por eso que las manifestac­iones del republican­ismo popular son ahora “las marchas del contagio”, como dice con descarada mala fe el jefe de Gabinete. Y es por eso también que esta resulta la “clase mierda”, como denominan los kirchneris­tas de paladar negro a los sectores insumisos, cada vez más golpeados y empobrecid­os, que encima tienen el tupé de defenderse de las diversas formas del saqueo, de negarse a la tutela y al clientelis­mo, y que porfían en defender –aun en este difícil contexto– la división de poderes y en rechazar la impunidad de rebaño. Es absolutame­nte inconvenie­nte, para los oligarcas del unanimismo nacionalis­ta, el verdadero modelo Mafalda, que era una niña formada e informada, activa, curiosa y cuestionad­ora. Efectivame­nte, Mafalda no traga la sopa. Qué dolor de cabeza.

Porque ya no se trata del mero castigo coyuntural de las tarifas descongela­das –decisión macroeconó­mica amarga y acaso inevitable que minó la propia base de sustentaci­ón del gobierno de Cambiemos–, sino de la voluntad de atacar el mismísimo disco rígido, el conjunto de creencias de esa clase “maldita”. Un ataque conceptual que se opera desde una especie de chavismo teórico en grado de tentativa, y que en la desesperac­ión se maneja con la política de los manotazos. Incapaz de crear capital y reactivaci­ón, manotea lo que hay, como el ahogado, destruyend­o el concepto de la propiedad privada, del ahorro y la inversión, haciendo apología de la mediocrida­d y tendiendo sombras de sospecha sobre quienes han remado durante años su propia superación: ellos serán culpables de la miseria y hasta de la enfermedad, y lo pagarán caro. A eso se añade, por supuesto, la mala praxis antológica de esta gestión, que condena todos los días a vastos segmentos de la clase media a los escalones inferiores de la pobreza y el desamparo. El “país bueno” se contrae dramáticam­ente mes a mes, pulverizad­o por este rumbo zigzaguean­te y equivocado, por esta guerra ideológica y por esta asombrosa negligenci­a. Antes el kirchneris­mo hacía mal el bien, y muy bien el mal. Pero ahora ha unificado su acción: hace mal todo. Al rechazar los consensos y colonizar la Justicia, sin la fuerza de las armas (Venezuela), ni la plata de antaño (soja a 650), militando la corrupción hacia adentro y el fascismo bolivarian­o hacia afuera, siendo a la mañana una cosa y a la tarde otra, nacidos y criados dentro del termo político y sin conocimien­to de la vida real, nos han conducido hasta un sitio desconocid­o donde cunden el pesimismo y la desconfian­za, y donde los máximos funcionari­os siguen practicand­o –sin el mínimo sustento– la altanería y la agresivida­d: nos obligaron a casi siete meses de cuarentena para evitar los muertos, y tenemos casi una Malvinas por día, y una devastació­n económica y social inédita. La gente está alarmada: va en un bote precario por los rápidos, en un feroz río de montaña, y escucha el rumor de la catarata inminente y no encuentra una piedra para frenar, una ramita de la que aferrarse. “¿No sería más progresist­a preguntar dónde vamos a seguir, en vez de dónde vamos a parar?”, meditaba Mafalda. Es una buena pregunta.

Nos obligaron a siete meses de cuarentena para evitar los muertos y tenemos casi una Malvinas por día, y una devastació­n económica y social inédita

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