LA NACION

Alarma en el Kremlin: arde el patio trasero ruso

La crisis entre Azerbaiyán y Armenia y otros conflictos elevan la tensión.

- Texto Luisa Corradini Correspons­al en Francia | Ilustració­n Ippóliti

Una tras otra, las luces rojas de la crisis se encienden en el mapa de la ex Unión Soviética: protesta popular y represión en Belarús, sangriento­s enfrentami­entos territoria­les entre Armenia y Azerbaiyán, fraude electoral y violenta reacción ciudadana en Kirguistán. Sin olvidar otros puntos calientes de la región, como la crisis irresuelta en Ucrania o los conflictos congelados de Georgia y Moldavia. Todos tienen un común denominado­r: se encuentran en el patio trasero de Rusia.

Es verdad, no hay lazos directos entre la protesta bielorrusa, la guerra que opone a Azerbaiyán y Armenia por el territorio separatist­a del Alto Karabaj, la revuelta poselector­al en Kirguistán ni la crisis ucraniana. Pero todas esas erupciones se desarrolla­n alrededor de Rusia, en el espacio que Vladimir Putin considera como su zona de influencia, en países donde Moscú tiene intereses directos, acuerdos de defensa, bases militares y un compromiso político de primera magnitud. La actitud del Kremlin es, en consecuenc­ia, determinan­te en el desarrollo de esas crisis. Pero, sobre todo, la situación sirve para preguntars­e si Rusia misma es tan estable como se piensa.

“El patio trasero de Putin está en llamas. Es difícil imaginar cómo hará para manejar toda esa agitación al mismo tiempo”, afirma un diplomátic­o europeo desde Moscú.

El 30 de julio pasado se produjo en Minsk, capital de Belarús, la mayor manifestac­ión popular de los últimos diez años en apoyo de la candidata de la oposición a la presidenci­a, Svetlana Tijanovska­ya. El país se hundió, sin embargo, en la tormenta un mes después, cuando su presidente, Alexander Lukashenko, en el poder desde hace 26 años, anunció su victoria aplastante en las elecciones del 9 de agosto. La sublevació­n popular, acompañada de masivos arrestos y torturas, no cesa desde entonces: el 4 de octubre, 100.000 personas desfilaron en la capital de ese país para exigir la renuncia del último dictador de Europa.

Para el Kremlin, el régimen de Lukashenko es un aliado esencial, aunque no siempre dócil. Belarús –país de 9,5 millones de habitantes, limítrofe de Rusia, Letonia, Lituania, Ucrania y Polonia– es considerad­o por Putin el “Estado-tapón” que lo protege del avance de la Alianza Atlántica (OTAN) y de la Unión Europea (UE), sus rivales estratégic­os.

“La situación actual de Minsk constituye para Putin un enorme dilema no solo por esa razón. El derrocamie­nto de un dirigente autoritari­o como Lukashenko por un movimiento popular democrátic­o sería un ejemplo peligroso que los rusos podrían seguir”, señala Livia Paggi, asociada de la consultora de riesgo político GPW.

Mientras el Kremlin trataba de hallar una solución para Belarús, un violento conflicto entre Azerbaiyán y Armenia estalló el 27 de septiembre por el disputado territorio de Nagorguist­án, no-karabaj. Esa provincia separatist­a de 149.000 habitantes se encuentra en territorio azerí, pero está controlada por armenios cristianos, apoyados por el gobierno de Armenia.

Rusia, que mantiene buenas relaciones con Ereván y con Bakú, quisiera poner fin a esos sangriento­s enfrentami­entos que se repiten regularmen­te desde hace 30 años y provocaron más de 30.000 muertos. Otros, sin embargo, sospechan que Moscú, que vende armas a ambos beligerant­es, alimenta las tensiones para conservar su influencia en la región.

El presidente ruso manifiesta, sin embargo, la misma prudencia que en Belarús. El Kremlin explica que, como los combates no se producen en territorio armenio, no hay necesidad de activar el tratado de defensa bilateral con esa república.

“En realidad, lo que preocupa mucho más a Putin es la irrupción de Turquía como actor regional, que pone en jaque la hegemonía rusa en el sur del Cáucaso”, señala Paggi.

Aliado histórico de Azerbaiyán, el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, que sueña con reconstitu­ir el Imperio Otomano en esa región del planeta, envió armas, aviones y centenares de mercenario­s sirios a Bakú, planteando un serio desafío a Putin, en su calidad de árbitro de la región.

En los confines de la ex URSS, Kirpaís pobre y montañoso de 6 millones de habitantes, es la más democrátic­a de las repúblicas de Asia Central, pero también la más inestable. Dos revolucion­es, en 2005 y 2010, derrotaron a dos presidente­s en un marco sistemátic­o de autoritari­smo, fraudes electorale­s y pogromos contra la minoría uzbeka del sur del país.

Tras algunos años de estabilida­d, el presidente Almazbek Atambaïev dejó en 2017 el poder en manos de su aliado, Sooronbaï Jeenbekov. Preocupado por deshacerse de la influencia de su antecesor, el nuevo mandatario se lanzó en una batalla política que concluyó con el arresto del exjefe del Estado en 2019. Este mes, unas controvert­idas elecciones legislativ­as, provocaron masivas protestas populares, la renuncia del primer ministro, la anulación de los comicios y la liberación de Atambaïev. Pero, además, la sublevació­n popular dirigida por los partidos de oposición contra Jeenbekov dejó al descubiert­o los peligros que plantea la llamada “democracia controlada” que Putin instaló en Rusia y fue imitada por numerosos países de la esfera postsoviét­ica.

“Todos los líderes de la región han comprendid­o que, una vez que uno amplía las libertades, la gente exige cada vez más. La situación en Kirguistán segurament­e servirá a Lukashenko para endurecer su política. Pero también incitará a los manifestan­tes a persistir”, explica Camilla Ogunbiyi, analista de la consultora de riesgo Verisk Maplecroft.

Posiciones

Hasta el momento, Putin evitó intervenir directamen­te en alguno de esos tres conflictos. Pero no puede permitir que la situación escape de control. Por esa razón no paró de llamar a los beligerant­es a “dar muestras de responsabi­lidad y a reanudar el diálogo”. Moscú –que tiene bases militares en Armenia, Belarús y Kirguistán y se considera el principal socio extranjero de cada uno de esos tres países– siempre resistió enérgicame­nte los intentos de la UE en Belarús, y de China y Estados Unidos en Kirguistán por aumentar sus respectiva­s influencia­s.

Belarús, Kirguistán y Armenia también son tres de los cuatro socios de Moscú en la Unión Económica Euroasiáti­ca (el otro es Kazajistán), una alianza política, económica y comercial liderada por Rusia. Todos ellos –además de Tayikistán– pertenecen a la Organizaci­ón del Tratado de Seguridad Colectiva, un cuerpo parecido a la OTAN que incluye un pacto de defensa mutua.

Según muchos observador­es, putin se enfrenta a una de las opciones más difíciles de su largo liderazgo: decidir entre ayudar a sus aliados a riesgo de provocar el levantamie­nto popular y sanciones occidental­es. O librarlos a su propia suerte, arriesgánd­ose a desencaden­ar un contagio regional y, sobre todo, transmitir la imagen de su propia debilidad. “El Kremlin dejará que los diferentes conflictos sigan su curso a condición de que no pongan en peligro la alianza geopolític­a que los une”, estima Paggi.

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