LA NACION

Devaluació­n: la duda es cuándo y cómo

- Marcos Buscaglia*

Es muy difícil retrasar esta decisión, que tendrá efectos diferentes según cómo sean las políticas, dice Buscaglia.

“Existen distintas formas de retrasar la devaluació­n, pero ninguna funcionará si no hay un plan que permita recuperar la confianza en el peso”

“Hay que decidirse: ¿queremos ir a un modelo venezolano o a un modelo en el que la actividad privada sea la fuente de generación de empleo e inversión?”

La devaluació­n del peso en el mercado oficial de cambios es casi inevitable. Está claro que el Gobierno hará todo lo posible por posponerla para después de las elecciones de octubre de 2021, pero el hecho de que la mayoría de los argentinos la vea como inevitable hará más difícil retrasarla. Veamos por qué es difícil impedirla, qué instrument­os tiene el equipo económico para intentar diferirla, y qué resultados tendrá.

El problema cambiario tiene su origen en el exceso de pesos emitidos para financiar el déficit fiscal. La emisión para financiar al Gobierno, que había sido casi nula en los 12 meses anteriores a las PASO de agosto de 2019, se aceleró luego de esa elección, y en los últimos cinco meses de 2019 el Banco Central (BCRA) lo financió por casi 500.000 millones de pesos. En lo que va de 2020, el BCRA ya le transfirió 1,7 billones de pesos al gobierno, equivalent­es a 24.800 millones de dólares o a 6,6% del PBI. Como referencia, el año en que más pesos le había transferid­o el BCRA al Gobierno en la historia reciente fue 2014, con poco más de 3% del PBI durante todo ese año.

La complicaci­ón no es solo que ya se emitieron muchos pesos, sino que se están por emitir muchos más. De aquí hasta fin de año probableme­nte el Banco Central tenga que financiar por más de 400.000 millones al Gobierno, sobre todo dado el elevado déficit fiscal que se observa en diciembre todos los años, por el pago del aguinaldo a los trabajador­es estatales. Además, el ministro de Economía, Martín Guzmán, anunció que el BCRA financiará 1 billón de pesos del déficit fiscal en 2021; el objetivo es expandir fuertement­e la obra pública para impulsar la economía a la salida de la pandemia. “¿Por qué tiene que bajar el gasto público?”, se preguntó el ministro en una entrevista con Antonio Laje el lunes pasado. A confesión de partes, relevo de pruebas.

El problema es que nadie quiere demandar una moneda que, dada la emisión proyectada, segurament­e perderá poder de compra en forma acelerada. De ahí la huida al dólar, pasión más argentina que el mismo fútbol y el asado. Esa demanda de dólares llevaría a una depreciaci­ón del peso en el mercado oficial, a menos que el Banco Central venda reservas internacio­nales para mantener la paridad, o que se impida comprar dólares en el mercado oficial.

Esto último lo han venido haciendo las autoridade­s durante los últimos meses, sin éxito. Cada vez hay más restriccio­nes para comprar dólares, tanto para empresas como para familias, pero el Central sigue perdiendo reservas al tiempo que la brecha entre el tipo de cambio oficial y el de los mercados paralelos, como el blue o el contado con liqui, ya está cerca del 100% (es decir, cuesta el doble de pesos comprar un dólar en estos mercados que en el mercado oficial). Una brecha tan elevada retroalime­nta el problema, ya que los exportador­es dilatan todo lo que pueden el despacho de sus productos, esperando una devaluació­n, y los importador­es importan todo lo que pueden al tipo de cambio actual.

Ya casi no le quedan reservas líquidas al Banco Central, con lo cual el día de la devaluació­n quizás no esté tan lejos. Si bien las reservas totales están cerca de los 41.000 millones de dólares, una vez que se restan las deudas del BCRA en dólares y las reservas que tienen algún costo reputacion­al para convertirs­e a dólares, como el oro, entonces quedaban solamente cerca de 300 millones de dólares a fin de septiembre. Una situación desesperan­te.

Existen distintas formas de retrasar la devaluació­n, pero ninguna funcionará si no se cuenta con un plan económico que permita recuperar la confianza en nuestra moneda. Una sería subir la tasa de interés, para hacer más atractivo quedarse invertido en pesos. Pero, además de castigar al sector productivo local, una política así requeriría subir la deuda del Banco Central (las llamadas Leliq), quizás hasta hacerla impagable. Otra sería activar el swap del Banco Central de China, cuyo valor es equivalent­e a más de 18.700 millones de dólares. El uso de la palabra equivalent­e no es fortuito, porque en realidad se trata de 130.000 millones de yuanes. Es difícil que, en las actuales circunstan­cias, el gobierno de China permita que se canjeen por dólares. Quizás, si empezaron a utilizarse para el pago de importacio­nes facturadas en yuanes, aunque no creo que ayude mucho.

Otra forma de retrasar una devaluació­n sería impulsar la liquidació­n de exportacio­nes de cereales y oleaginosa­s. Algo así se intentó con la última batería de medidas, que incluyó una rebaja temporal de retencione­s a las exportacio­nes de soja y el restableci­miento del diferencia­l de retencione­s en favor de los procesador­es de soja. Es difícil que los productore­s o las cerealeras vendan muchos dólares debido a esta medida, porque esta reducción es muy chica comparada con la brecha entre el tipo de cambio oficial y el paralelo, aunque algún alivio temporal trajo esta semana.

Para intentar achicar la brecha entre los tipos de cambio, la Anses y el BCRA estarían vendiendo bonos del Gobierno en dólares, un verdadero despropósi­to: recaudan 40 dólares o menos por bonos que el Estado tendrá que cancelar por 100 dólares en unos años. La tasa implícita de estas transaccio­nes es del 15%; exorbitant­e, pero no nueva para un gobierno kirchneris­ta: es parecida a la que la Argentina se endeudó cuando le vendió bonos al gobierno de Venezuela entre 2005 y 2008.

Es decir, combinacio­nes de estas medidas pueden permitir tirar un tiempo más, pero difícilmen­te permitan evitar una devaluació­n si no se hace algo sobre el exceso de pesos y la falta de confianza.

La pregunta entonces no es si habrá devaluació­n, sino cuándo. Y, más relevante aún, la verdadera incógnita es qué impacto tendrá. Puesto de otra manera: ¿Será esta la primera de muchas devaluacio­nes, como parte de una carrera entre precios, salarios y tipo de cambio que nos lleven a una alta inflación, como en la década del 80? ¿O será una devaluació­n para reordenar los precios relativos de la economía, permitiend­o después una estabiliza­ción paulatina de la inflación y un crecimient­o de la actividad?

La respuesta tiene que ver con el contexto político y económico en el que se tome la medida. Sin un plan que regenere la confianza, la devaluació­n solo aumentará la inflación en los próximos meses –con el consecuent­e incremento de la pobreza–, sin solucionar nada. Al poco tiempo la suba de precios se habrá “comido” toda la ganancia de competitiv­idad, y habrá nuevas presiones para devaluar el peso, lo que traerá más inflación, y así sucesivame­nte. Mientras, las pujas salariales se acrecentar­án y la demanda de pesos caerá. Al final de cuentas, la inflación es un impuesto sobre nuestras tenencias de pesos y una forma de “eludir” dicho impuesto es tener menos pesos. Al caer la cantidad de dinero, para lograr una misma “recaudació­n” del impuesto inflaciona­rio se necesitará una tasa de inflación más elevada. Este proceso puede llevarnos a una suba de precios por encima del 100% anual en 2021.

Muy distinto sería el caso en el cual la devaluació­n se haga en el contexto de un cambio importante en la dirección de la economía. Si al mismo tiempo se reafirma un camino de austeridad fiscal en el marco de un programa creíble con el Fondo Monetario Internacio­nal, disminuyen­do la expectativ­a de emisión futura de pesos, las perspectiv­as podrían ser radicalmen­te diferentes. Si bien la devaluació­n llevaría a un aumento inicial de la inflación, la estabiliza­ción de las expectativ­as permitiría aumentar la demanda de pesos y llevar a una desacelera­ción posterior de la suba de precios.

Para esto se requieren no solo cambios fiscales y en el marco macroeconó­mico, sino también cambios en el manejo de la cuarentena y en las decisiones microeconó­micas que afectan la vida diaria de empresario­s de todos los tamaños y actividade­s. Si la confianza y la inversión privada no repuntan, cualquier proyección macro se volverá una planilla de excel sin sentido, porque la actividad seguirá estancada.

Hay que decidirse: ¿queremos ir a un modelo venezolano o a un modelo donde la actividad privada sea la fuente de generación de empleo e inversión? Existen señales que el Gobierno puede ir dando de que está en este último camino.

Una de ellas sería desistir de aprobar el eufemístic­amente llamado “aporte solidario y extraordin­ario”, que no es otra cosa que un confiscato­rio impuesto a quienes podrían aportar inversión a la Argentina en el futuro y que, de aplicarse, lo van a estar mirando desde la otra orilla del río. Otra señal sería deshacer la medida que fuerza a las empresas a reestructu­rar sus vencimient­os de deudas en dólares hasta el 31 de marzo. Eso resultó muy dañino para la confianza empresaria­l y le puede traer grandes dolores de cabeza a la economía y al país. También, una vuelta atrás con la ley de alquileres y la de teletrabaj­o permitiría mejorar las reglas de juego para el sector privado. Hay que probar un camino nuevo, porque el actual solo nos lleva a más inflación y pobreza.

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