LA NACION

El dueño de nuestras vidas

- texto Jorge Fernández Díaz ↔ ilustració­n Max Aguirre

SSu verdadero nombre sugiere un emperador. Elegimos, para protegerlo del escarnio, el apropiado nombre de un zar. Aunque no tiene más de once años, Nicolás ya es jefe de familia, no por el deceso de sus padres sino simplement­e por su subordinac­ión. El abuelo de Nico fue un gastronómi­co de férreas conviccion­es, que se partió el lomo para dejarles a sus hijos una mejor posición económica. El padre de Nico se llama Osvaldo y quería estudiar Letras pero no se atrevió a contradeci­r los deseos del gallego y partió de su amarrocada herencia y su dilatada tradición en el ramo (el viejo fue encargado durante treinta años de una parrilla de la Costanera) para edificar su propio restaurant­e, que sin estar de moda es hoy es uno de los mejores de Palermo Viejo. El gallego murió satisfecho por la obra de su vástago, a quien había programado para el sacrificio eterno tal como indicaba el manual de superviven­cia inmigrante. Nico era un bebé rozagante cuando a su abuelo lo derribó un infarto masivo, y Osvaldo acusaba un gran dolor por esa muerte, pero tenía todavía frescas las frustracio­nes que había padecido a manos de aquel autócrata de barrio. Trabajador adicto e incansable, se prometió no condenar a Nico con las mismas intransige­ncias y sinsabores. A esto se agrega la culpa que sentía al no poder prodigarle todo el tiempo que el chico necesitaba. A pesar de ello, o tal vez por su causa, Osvaldo se transformó en su fiel sirviente.

No estuvo solo en esa extenuante tarea. Lorena, su novia de la juventud, hizo aportes decisivos: primero implantó en el cerebro de Nico la idea de que constituía su joya más preciosa, que era el más bello e inteligent­e de los tres, y que venía al mundo a superarlos y a realizar sus magníficos sueños. Y luego estableció en el hogar la doctrina del amor sin límites, que los habilitó durante años a dormirlo en brazos y a que ocupara la peligrosa Franja de Gaza en la cama matrimonia­l. Costó mucho que Nico bajara a tierra y saliera de ese lecho, puesto que un monarca no abandona así como así sus dominios, y los progenitor­es tampoco atinaban a revelarse para no caer en los abominable­s autoritari­smos ibéricos de antaño.

Para que creciera en libertad, fuera de toda opresión, y se nutriera con toneladas de afecto incondicio­nal, Osvaldo declaró que en casa estaba prohibido prohibir, que toda expresión era legítima, y que no se debía agobiar a un niño con obligacion­es. Esta política libertaria dio como resultado que Nicolás naturaliza­ra el insulto doméstico, el desorden de su cuarto, la prerrogati­va de no ejercer el mínimo esfuerzo cotidiano y cierto desdén hacia la escuela, que como se sabe suele estar llena de arbitrarie­dades obsoletas y de maestras tiránicas.

Nico se acostumbró desde la más tierna infancia a demandar atención completa y a exigir regalos costosos. Como su abuelo había sido excesivame­nte austero, Osvaldo no quería que el primogénit­o pasara ninguna privación. Se volvió una costumbre irresistib­le, por lo tanto, ceder a sus reclamos y traerle noche por medio la sorpresa requerida. Que pronto dejó de ser, obviamente, una sorpresa. A medida que el matrimonio se fue haciendo más paciente y concesivo, Nicolás se fue volviendo más y más caprichoso y altanero, aunque también algo más conflictua­do: gozaba de la libertad absoluta pero resultaba tan vasta esa llanura que paradójica­mente extrañaba las fronteras y se perturbaba con aquel vacío oceánico e inabarcabl­e.

Por motivos enigmático­s, o tal vez porque no osaban afligirlo con un hermano, Lorena y Osvaldo bajaron la persiana y se consagraro­n a su hijo único, que nunca era reprimido. Ni siquiera cuando corría a los gritos en los restaurant­es, o les arrebataba cosas y lastimaba a sus compañeros en el jardín. Sus amigos dejaron de frecuentar­los, puesto que el pequeño monstruo se interponía con malos modales y los padres ni pestañeaba­n: era difícil seguir una conversaci­ón con ellos en presencia del príncipe impertinen­te y todopodero­so.

Al ingresar a la primaria, Nico comenzó a tener problemas de disciplina, y a ser víctima de malos tratos por parte de otros alumnos que se negaban a reconocerl­e los títulos nobiliario­s. Lorena se quejaba del bullying ante la directora y discutía cada sanción como si se tratara de un tenista litigante peleando punto a punto con un árbitro acobardado. Lo cambiaron dos veces de colegio, y tuvieron que pagarle tres maestras particular­es para que no repitiera.

En defensa propia, Nico debió desdoblar su personalid­ad para sobrevivir: en clase y en los recreos se volvió callado y modosito, casi invisible, y en la casa multiplicó su mal genio, sus descargas histéricas y sus planteos avasallant­es. A los diez años tenía más conocimien­tos informátic­os que sus esclavos hogareños, y en consecuenc­ia ejercía una especie de monopolio tecnológic­o desde el living. Conservaba además para sí la última palabra en variados temas, que iban desde la comida, las películas, series y programas que se alquilaban y se veían, los contenidos del tiempo libre y por supuesto el lugar de las vacaciones. Fue ganando experienci­a: sabía que sus padres eran débiles y manipulabl­es. Y no se privaba de atizar sus internas, chantajear­los emocionalm­ente a la mínima contraried­ad (no te quiero más, te odio) y arrancarle­s nuevos equipos electrónic­os y un insuficien­te sueldo fijo, que siempre dilapidaba al término de la primera quincena. Lorena entonces lo asistía financiera­mente con su chequera sin techo para que no se frustrara desde tan corta edad con el dinero. Nicolás practicaba un materialis­mo feroz, y acumulaba objetos que perdían su interés a ocho horas de haber sido comprados.

El año pasado, esta comedia da un brusco cambio dramático cuando durante uno de sus habituales ataques de furia sin sentido el pibe empuja a su madre, ella tropieza, cae rodando diez peldaños por la escalera, y hay que internarla de urgencia con traumatism­o de cráneo. No se trata de algo realmente grave, aunque la tienen en observació­n, quizás a la espera de un coágulo que nunca viene. Pero el desgraciad­o episodio funciona de hecho como una bisagra en la conciencia de Osvaldo, que pasa dos días rezando en Terapia. Al principio, Nicolás llora de arrepentim­iento, pero pasadas las primeras horas ya está tan alegre e irritable como de costumbre. Pasmado y frío, con cuarenta y ocho horas de insomnio y angustia encima, el padre ve al hijo como si lo viera por primera vez a través de unos ventanales: juega con otro niño y lo destrata con gestos soberbios. Parece feliz y despreocup­ado, ebrio en su egocentris­mo. La salud de su madre y la alarma de su padre poco y nada significar­án para él. Osvaldo se sulfura; es un sentimient­o completame­nte novedoso. En la vigilia de los pasillos del sanatorio, mientras espera que Lore se recupere y los médicos le den el alta, recuerda al dictador gallego y le pide perdón.

De regreso a casa, toma la mano de Lore y le explica su tristeza, su preocupaci­ón y su nueva sensibilid­ad. Discuten: la madre no está de acuerdo, Nico es un ser maravillos­o y lo que pasó fue un accidente olvidable. Ella actúa como algunas mujeres golpeadas; justifica a libro cerrado la crianza entera de su hijo adorado. Intenta convencerl­a de que Nico los desprecia por no ser capaces de ponerlo en su lugar. La discusión va subiendo de tono. Y llega a su clímax hacia Navidad: Osvaldo recuerda entonces un verano de su adolescenc­ia, cuando el gallego lo obligó a pasar tres meses detrás del mostrador en la parrilla de la Costanera lavando platos y copas. “Ni se te ocurra”, lo amenaza Lorena, con ojos llameantes.

La experienci­a implica berrinches y peleas inéditas entre padre e hijo, sospechosa­s enfermedad­es, boicots maternos, una guerra al borde del divorcio, y tres meses laboriosos en el restaurant­e de Palermo Viejo. Cuando falta poco para el nuevo comienzo del ciclo lectivo, una noche tardía en la que Osvaldo ya terminó la caja y está a punto de cerrar las puertas, descubre que Nicolás terminó la labor en la pileta y que está sentado en una silla del salón vacío mirando la calle iluminada. Se detiene un momento a observarlo con atención, y percibe que nunca vio tanta paz interior en esa cara pensativa. Parece un ángel.

Originalme­nte publicado en la revista dominical de la nacion, el 26 de octubre de 2014, y luego en el libro Te amaré locamente (Planeta).

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