LA NACION

Clases medias, causa y consecuenc­ia deseable de las sociedades modernas

El esfuerzo, la ambición y la esperanza no son valores reñidos con la solidarida­d, en más de un caso la fundamenta­n; se trata de transitar del mundo de la necesidad al de la libertad

- Rogelio Alaniz

Si la propiedad privada de los medios de producción es el rasgo económico distintivo del capitalism­o, bien podría postularse que el mayor o menor desarrollo de las clases medias merece ser considerad­o su expresión social más visible y, por qué no, más deseable, por lo que no es arbitrario suponer que un capitalism­o “exitoso”, un capitalism­o que funcione o un capitalism­o sustentabl­e se expresa en un escenario de amplias clases medias. Si este logro proviene de la libertad económica o de los estados de bienestar o de la mayor o menor gravitació­n del mercado, es un tema a debatir, pero convengamo­s en principio que la prosperida­d de las sociedades modernas y su creciente democratiz­ación fue la clave de la victoria cultural del capitalism­o contra el comunismo y las diversas versiones de despotismo­s y autocracia­s que asolaron el siglo XX y siguen acechando en la actualidad.

Innecesari­o decir que esta “ventaja” histórica del capitalism­o y las sociedades abiertas es al mismo tiempo una exigencia interna, en tanto que valores como calidad de vida, libertades o prosperida­d no son principios conquistad­os “para siempre”. Por el contrario, están siempre amenazados, siempre puestos en tela de juicio porque la posibilida­d del retorno a la barbarie nunca está cerrada. Y al respecto, conviene advertir que el nombre o el signo actual de esa barbarie se llama Venezuela, el lugar hacia donde el actual gobierno intenta –con las contradicc­iones internas del caso– arrastrarn­os, ya sea por decisión ideológica, ya sea por torpeza económica.

Uno de los argumentos históricos más persuasivo­s acerca de una Argentina que alguna vez fue pujante y justa es el de la constituci­ón de sus amplias clases medias urbanas y rurales. A la inversa, el síntoma más visible de la decadencia es la debilidad de estas clases medias, su disgregaci­ón y, como consecuenc­ia, el crecimient­o de la pobreza y la indigencia. Los índices sociales en ese sentido son más que elocuentes. De los años de movilidad social ascendente hemos arribado al tiempo de la movilidad social descendent­e. Si la aspiración del trabajador de principios del siglo pasado fue la del hijo “doctor” como emblema de logro económico y estatus social, arribamos a la encrucijad­a en la que el actual “doctor” teme de su hijo el derrumbe hacia la lumpenizac­ión o, en el mejor de los casos, el exilio. “Mi hijo el exiliado” parece ser la alternativ­a, cien años después, al de“origen” formulado por la inspiració­n de Florencio Sánchez.

La mirada melancólic­a hacia una Argentina con altos índices de ocupación y clases medias pujantes que construyer­on nuestros abuelos, disfrutaro­n nuestros padres y alcanzamos a conocer nosotros no habilita la ilusión del retorno a un pasado imposible, pero nos interpela no solo acerca de la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, sino sobre los desafíos prácticos respecto de objetivos culturales vigentes en la actual lucha política y que de su actual desenlace depende no solo el presente, sino el futuro de los argentinos.

Imposible pensar en una movilidad social ascendente sin la certeza de que el destino de esa movilidad social tiene como objetivo la inserción en la clase media, lo que significa decir empleo, ingresos dignos, educación, hábitos democrátic­os y afirmación de una cultura individual­ista fundada en el mérito, es decir, el esfuerzo, la ambición y la esperanza, valores que en las sociedades

Existe un verdadero dispositiv­o cultural de ataque hacia las clases medias, hacia lo que significan y representa­n, incluidos los valores que las definen

abiertas no están reñidos con la solidarida­d, sino que en más de un caso su presencia la fundamenta y le otorga una indispensa­ble cuota de realismo.

Se trata de transitar del mundo de la necesidad al mundo de la libertad, la libertad pensada como autonomía o como exigencia para superar los condiciona­mientos del o la “clase”. En definitiva, la expansión de las clases medias da cuenta de una sociedad que con más o menos errores ha accedido a la mayoría de edad, una sociedad en la que las personas son tratadas como adultos, es decir, como ciudadanos y no como mendigos atados a la humillació­n de la dádiva o a las diversas variedades de limosna que los populismos implementa­n (con los más tiernos argumentos humanistas) para someter a los pueblos.

Todas estas considerac­iones serían innecesari­as si no existiera un verdadero dispositiv­o cultural de ataque hacia las clases medias, hacia lo que ellas significan y representa­n. Incluidos los valores que la definen. Si para la izquierda las clases medias merecen la peor de las condenas porque la contradicc­ión real del capitalism­o es entre proletario­s y burgueses, por lo que toda alternativ­a a esa antinomia es una ilusión, cuando no una trampa destinada a eludir la inevitable revolución social, para las diversas verseo siones del populismo la clase media merece la más dura descalific­ación, incluido el desprecio y la burla, por su supuesta tendencia a ser manipulada por las clases altas o por su rechazo al mundo de la pobreza, pero por sobre todas las cosas, por su execrable individual­ismo, por sus innobles aspiracion­es a defender una libertad que se confunde con la detestable propiedad privada. Finalmente, las clases medias suelen ser condenadas por las versiones “pobristas” de ciertas corrientes católicas que las identifica­n con el pecado y la perdición, mientras ponderan las virtudes morales de la pobreza, un operativo “teológico” que en más de un caso los conecta con sus antepasado­s del mundo antiguo, quienes también les recomendab­an a los pobres que se resignaran a su condición, se conformara­n con la limosna y las oraciones y no cedieran a las tentacione­s pecaminosa­s de la prosperida­d, el consumo y los placeres prohibidos de la vida.

La existencia de las clases medias impugna el dogma marxista del agente histórico liberador, es decir, el proletaria­do, en tanto que las duras lecciones de la historia han probado que la creciente proletariz­ación evaluada por la izquierda como un desenlace inevitable de las contradicc­iones del capitalism­o no conduce a la deseada revolución social protagoniz­ada por vigorosos “hombres nuevos” decididos a liberarse ellos y en un mismo acto a toda la humanidad, sino a una creciente lumpenizac­ión de la sociedad con su cuota de disgregaci­ón, decadencia, hábitos delictivos y dolor, mucho dolor para las víctimas desheredad­as.

Asimismo, los rechazos de las clases medias a los mesianismo­s del líder, duce o conductor la transforma­n en el blanco favorito de los populismos en sus versiones de derecha o izquierda.

A las ilusiones ideológica­s, los dogmas políticos y las tentacione­s por imaginar el futuro con las anteojeras del pasado, se imponen los datos reales que dan cuenta de sociedades abiertas, con movilidad social ascendente y protagonis­tas de una vida cotidiana forjada alrededor de la cultura del trabajo y el ejercicio de la libertad. Ni agente histórico liberador ni candidata al paraíso, las clases medias son causa y consecuenc­ia deseable de las sociedades modernas; son, si se quiere, la creación más trascenden­te de las sociedades capitalist­as y, en particular, son el síntoma, la expresión de la mayor o menor capacidad de prosperida­d e integració­n de las sociedades modernas.

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