Hilda Bernard, heroína de radioteatro y villana de novelas, cumple 100 años
PERSONAJE. Fue una gran estrella del radioteatro y a pesar de su dulzura encarnó a las peores villanas de la televisión; fue parte de una época de oro del espectáculo argentino
Nació como Hilda Sarah Bernard hace exactamente cien años. Y acaso tenga algo, o mucho, de aquella Sarah Bernhardt francesa cuyo apellido se escribe distinto y se pronuncia parecido. “Me decían que me lo había puesto para imitarla, pero no son iguales. Además, Hilda Bernard es mi verdadero nombre”, explicó alguna vez en TV esta actriz que nació el mismo año que la radio y quizá por eso el medio la mimó hasta convertirla en estrella. Cuando la diva de parís murió, Hilda tenía solo tres años y ya sus morisquetas hacían presagiar que allí había una artista en ciernes.
A ella, Oscar Casco le decía en la ficción del radioteatro lo que todas querían escuchar en sus oídos: “Mamarrachito mío”.
Cuando llegó la televisión, su rostro adusto, que nada tenía que ver con su personalidad, la ayudó a convertirse en una de las villanas más reconocidas de las telenovelas argentinas, esas que, de tan malas, hasta logran ser queridas por el público.
Nunca le gustaron las peleas, jamás se involucró en un escándalo con sus compañeros de trabajo.
Comenzó un nuevo encuentro performático con artistas reconocidos.
De una ética laboral intachable, hizo honor a lo más sagrado de su vida: la privacidad. Hilda Bernard es una de las últimas mohicanas de una generación que formó parte de una época de oro del espectáculo argentino. “Hice trabajos muy hermosos en teatro y en cine, pero el cariño masivo del público fue gracias a los personajes de la radio y la televisión”.
En 1920, el papa Benedicto XV canonizó a Juana de Arco y la compañía de Margarita Xirgu estrenó La loca de la casa, de Benito Pérez Galdós, en Barcelona. En la Argentina, Hipólito Yrigoyen estaba al frente del Poder Ejecutivo de un país que sería pionero en ofrecer al mundo, el 27 de agosto, la primera transmisión de radiofonía. El Obelisco no existía, Corrientes era angosta y hacía siete años que se había inaugurado la Línea A de subterráneos, la primera de América latina. Ese mismo año, el 29 de octubre y en Puerto Deseado, Santa Cruz, nacía Hilda Sarah Bernard. De padre inglés y madre austríaca, tuvo dos hermanos, Raquel y Jorge, con quienes compartiría los juegos que siempre tenían que ver con alguna representación ficcional.
No fue una joven dócil. Su temperamento decidido le trajo algún que otro dolor de cabeza a sus padres. Era una adolescente cuando decidió abandonar sus estudios para ingresar al Conservatorio Nacional de Arte Dramático, donde fue compañera de María Rosa Gallo y tuvo como profesor a Antonio Cunill Cabanellas. Pero, otra vez su temple, no concluyó su formación porque se negó a interpretar a una gallina. Sin embargo, rápidamente llegaría su debut en una versión del Martín Fierro en el Teatro Nacional Cervantes. Se escapó del Conservatorio cuando se enteró que se realizaría una audición en la gran sala, que era toda una aspiración para una chica con deseos de trascendencia en la actuación. Fue la “damita joven” de varias obras, estatus ineludible para comenzar a transitar una carrera que le depararía grandes satisfacciones.
A los 13, ganó un concurso en Radio Stentor, aún se llamaba Zulemita Más, un mote provisorio, cuando ese certamen le terminó de confirmar la vocación. Pero fue el periodista, poeta y locutor Enrique Maroni quien quedó seducido con su voz y le propuso ingresar profesionalmente al medio que la convertiría en una gran figura del espectáculo. En 1943 cruzó, por primera vez, el inmenso hall art déco de Radio El Mundo, emisora en la que obtendría grandes éxitos. Durante 16 años fue la protagonista de deliciosos títulos, muchos de ellos aún recordados. “Cuando era chica escuchaba Chispazos de tradición, la madre de todos los radioteatros”, reconoció alguna vez.
Su pareja artística con Oscar Casco fue un suceso. La famosa escritora Nené Cascallar fue una de las primeras en descubrir la empatía que se tenían y la gran aceptación que generaban en la audiencia de Radio Splendid, señal en la que trabajaron juntos por primera vez. Fueron varios los títulos que encabezaron bajo las órdenes de Cascallar, apelando a la imaginación que proponía el medio ausente de imagen, pero con un potencial infinito en la imaginación de los escuchas: “En un radioteatro se suponía que Oscar Casco y yo estábamos acostados en el pasto y para lograr un sonido acorde ella nos hacía acostar sobre sillas para que la voz saliera acostada y desde abajo”, recordó Bernard en el libro Días de radio.
“Palmolive, el suave jabón de belleza, presenta: su Teatro Palmolive del aire. Hilda Bernard y Oscar Casco en un ciclo especialmente escrito por Alberto Migré”. Aquella presentación paralizaba el país y hacía estallar los antiguos equipos de radio capilla donde la familia entera se reunía a disfrutar de la ficción. “Mamarrachito mío”, le decía él, y más de una oyente miraría a su esposo en pantuflas con cierta decepción. Eduardo Rudy y Fernando Siro fueron otros de los galanes con los que se entreveró en la ficción. “El obrero escuchaba en su trabajo y eso lo sacaba de una sacrificada realidad”, explicó con acertada precisión. Ni ella misma recuerda la cantidad de radioteatros que protagonizó, pero podría suponerse, sin exagerar, que el número de historias sería similar a los años de vida que hoy celebra.
Aquellos años fueron una verdadera fiesta para una industria del espectáculo floreciente. Cuando ya su nombre tenía cartel propio en la radio, apareció el cine. Mala gente fue su debut frente a las cámaras y bajo las órdenes de Don Napy, la acompañaba Walter Reyna, con quien había compartido historias frente a los micrófonos. Vení conmigo, de Luis Saslavsky; Días de ilusión, de Fernando Ayala; y Diapasón, de Jorge Polaco, fueron algunos de los títulos que la
“No quiero que se queden con la imagen de las villanas de ficción, me gustaría que me recuerden como una buena mujer”, afirmó
contaron como protagonista. “Me gusta mucho el cine, quizás no hice todo lo que hubiese querido porque la radio y la televisión son medios muy absorbentes”, reflexionó.
La más mala de todas
Cuando la televisión irrumpió en el país, y muchos sospechaban que generaría la defunción de la radio, Hilda Bernard rápidamente fue convocada para participar en los ciclos de ficción. En el flamante medio, la actriz desandaría un camino tan intenso como el de la radio, medio que, por supuesto, siguió gozando de buena salud contradiciendo a los agoreros. Sus primeras experiencias sucedieron, naturalmente, en aquella televisión fundacional que se hacía en vivo, lo cual generaba mil y un inconvenientes: “No sabía qué decir, me fui de cámara mientras mi compañero de escena inventaba como loco. Salí porque no entendía lo que me soplaba el apuntador Francisco Morasano”, recordó en Estamos en el aire, la gran historia de la televisión argentina, escrita por Pablo Sirvén, Carlos Ulanovsky y Silvia Itkin.
Los radioteatros exitosos realizaban giras por los barrios capitalinos o por las provincias y, en algunos casos, sus parejas protagónicas buscaron emular el suceso en la televisión. En Esos que dicen amarse, Hilda Bernard y Fernando Siro traspolaron el éxito escrito por Alberto Migré a los sets del nuevo medio. En 1961, participó en Los suicidios constantes, en los flamantes estudios de Canal 13 y, un año después, protagonizó Enfermera de turno, con Floren Delbene, en Canal 9. En 1964 se atrevió a reflexionar sobre actualidad y cuestiones femeninas en Mujeres a la hora del té, donde compartía las charlas con otras colegas y la periodista Valentina, pionera del chimento. En 1978, integró el elenco de Un mundo de veinte asientos, un suceso en torno a la vida de un colectivero de la línea 60, con Claudio Levrino. En 1980, fue parte de Rosa de lejos, protagonizada por Leonor Benedetto, en ATC. Tiempos en los que el radioteatro se había extinguido y la televisión ya se emitía en colores dejando atrás el blanco y negro original.
A medida que el tiempo pasaba, Hilda era convocada frecuentemente para interpretar a las villanas de las telenovelas. Su rostro de ojos saltones le confería una personalidad especial, una cara única para darle vida a esas mujeres desquiciadas. Corría 1992, cuando en Antonella, con Andrea del Boca y Gustavo Bermúdez, se despachó a gusto convirtiendo a Lucrecia Cornejo Mejía, su personaje, en uno de los preferidos del público a pesar de su maldad.
En 1995 la llamó Cris Morena para personificar a Carmen Morán, la villana dueña del hogar Rincón de luz, eje de la trama de aquel suceso llamado Chiquititas.
Luego llegaron La niñera, Rebelde Way y Floricienta. Y también Socias, Los exitosos Pells y Malparida. Imposible mencionar todos los títulos en los que formó parte esta mujer que considera a los estudios de televisión como parte de su casa. Nunca dejó de trabajar. Tenía ochenta y tantos y se movía con la naturalidad de las protagonistas jóvenes. Lo era.
Hilda tuvo dos maridos. El primero fue Horacio Zelada, presidente de la Asociación Argentina de Locutores. El segundo fue Jorge Gonçalvez, director y autor, de quien enviudó en 1983. De su primer matrimonio no tiene buenos recuerdos. Estaba embarazada de ocho meses cuando descubrió que su amado le era infiel. La crianza de su hija Patricia en soledad la convirtió en una mujer fuerte, aguerrida, que podía trabajar de sol a sol para mantenerla y educarla. Hoy, Hilda tiene nieto y bisnieto y disfruta de sus vínculos, porque es de esas mujeres que pueden diferenciar vida de vocación.
Soñó trabajar hasta cumplir sus cien años y casi lo logra, sino fuera por aquel ACV que padeció en 2014 y que afectó algo de su movilidad y el tono de su voz. “Así no puedo subir a escena, no tengo las herramientas físicas para proyectar la voz ni jugar con los tonos. No debo trabajar así y hacer todo lo contrario a lo que les exijo a mis alumnos”.
Previo a aquel incidente de salud, entre sus últimos trabajos figuran algunas obras de José María Muscari como Póstumos, donde compartía el escenario del Regio con otras glorias de la escena. En los últimos años, sin entrar en polémicas, pero apelando a la honestidad que la caracteriza, no se privó de reconocer que jamás fue invitada al programa de Mirtha Legrand, un dato que resulta increíble. “No le debo gustar, pero yo valoro mucho todo lo que ella hace”, explicó esta histórica vecina de Las Cañitas, barrio al que se mudó cuando era un rincón apartado y tranquilo de la ciudad.
En 2015, se le entregó el merecido Martín Fierro a la Trayectoria, coronando una vida de reconocimientos. Dijo aquella noche ante el aplauso cerrado y la ovación de pie de todos sus colegas: “Me había propuesto trabajar hasta los cien años, no me faltan tantos, me faltan cinco nada más”. Ante el salón colmado, ingresó al escenario con la dignidad y la elegancia de las grandes. Erguida con su bastón y un andar que solo conocen las grandes de la escena.
Y si hasta hace muy poco soñaba con volver a trabajar en televisión, reconocía que “las novelas de antes eran más infantiles, pero me gustaban más. Las de ahora no me resultan creíbles”. Palabra autorizada para evaluar a un género al que le ofrendó su talento durante décadas. “Fui la madre de todos los galanes de la televisión, que ya tienen 60 años”, dijo a los 92, apelando a su humor exquisito, ese que le permite transitar el presente sin ningún complejo con la edad y las apariencias: “Alguien que no tiene arrugas, no vivió”. Hilda Bernard tiene la lozanía de una hermosa mujer que hoy cumple nada menos que 100 años y hasta se dio el lujo de ganarle la partida al coronavirus. Los surcos de su rostro no son otra cosa que las huellas de un siglo de vida transitados con vocación y elegancia. Dama de un siglo, jamás ostentó sus éxitos y no se creyó nunca las excentricidades de un medio que suele manejarse en las artificialidades. “No quiero que se queden con la imagen de las villanas de la ficción, me gustaría que me recuerden como una buena mujer”. Así será.