LA NACION

Salud mental infantil, el futuro en juego

Tras el encierro y la incertidum­bre derivados de la cuarentena, se impone redoblar la contención para generar confianza y seguridad en niños y jóvenes

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La pandemia conjugó males endémicos de la Argentina con otros novedosos vinculados con la cuarentena y el distanciam­iento social. El resultado ha sido un combo que perjudicó sobre todo a nuestros niños y adolescent­es. Así, el incremento de la pobreza infantil y las desigualda­des se sumaron al sedentaris­mo y la falta de recreación al aire libre, potenciado­s por la acumulació­n de horas frente a las pantallas, con impacto en la emocionali­dad de los más pequeños y jóvenes. Para algunos, con origen además en episodios de violencia intrafamil­iar que se vieron incrementa­dos durante el encierro.

Según la Actualizac­ión de Estimación de Pobreza infantil, Encuesta Covid-19, Segunda Ola, realizada por Unicef, entre 2019 y 2020, la cantidad de niños y adolescent­es pobres pasaría de 7 a 8,3 millones. En el mismo período, la pobreza extrema crecería de 1,8 a 2,4 millones. Estos datos no son menores, máxime si sumamos que la población más empobrecid­a es la que menos contacto tuvo con los colegios , algo que se repitió en todos los distritos y que también implicó mayor insegurida­d alimentari­a para buena parte de ella. Desgraciad­amente, estos jóvenes carecen de motivación para esforzarse en el estudio o proyectar planes para los próximos años.

Los datos que aporta el citado estudio de Unicef confirman que seis de cada diez estudiante­s recibieron con alta frecuencia actividade­s escolares e intercambi­aron con docentes, pero el 13% tuvo baja o nula intensidad en estos ítems. Esta situación está fuertement­e relacionad­a con los recursos tecnológic­os que poseen los hogares y la vulnerabil­idad social, se sostiene en el informe.

No sorprende entonces que el 61% de los niños y adolescent­es tomara con mucho entusiasmo la noticia sobre la posibilida­d de realizar salidas recreativa­s al aire libre; solo el 3% reaccionó con temor y se resistió firmemente para no salir de su hogar. Interactua­r de forma presencial con otras personas, retomar rutinas, desplazars­e por el vecindario son actividade­s claves para desmontar las realidades virtuales propias de las pantallas, que muchas veces generan desasosieg­o.

Ya a mediados del corriente año, cuando llevábamos más de cuatro meses de aislamient­o, los adolescent­es declaraban sentirse angustiado­s (26,8%), asustados (24,7%) y deprimidos (11,2%). Estos síntomas que pueden interpreta­rse como una respuesta normal y adaptativa a la realidad fueron creciendo desde el inicio de la pandemia, y solo la indiferenc­ia fue decreciend­o. A las vulnerabil­idades propias se sumó, en muchos casos, la muerte de seres queridos, que alimentan sus temores de pérdidas futuras. Cuando los menores tienen dificultad­es para verbalizar lo que sienten, atender debidament­e los síntomas puede evitarles mayores traumas.

A los jóvenes, lo que más les cuesta es no ver a sus amigos, como lo afirma el 73%. Por eso no es de extrañar que el 70% de los alumnos quiera volver a las aulas. Incluso, empezaron a manifestar miedo frente a acciones que antes formaban parte de su cotidianei­dad, como viajar en transporte público, y muchos se angustian ante la incertidum­bre que les produce no recuperar el ritmo de clases presencial­es o no saber cómo será el futuro.

En los hogares con niños, los padres se preocupan por la aparición de síntomas nuevos (tics, crisis nerviosas, llantos extremos, enojos desmedidos) y por el retroceso a etapas del desarrollo que ya creían superadas, como querer volver a dormir con los padres o mojar la cama durante la noche. Es más, no son pocos los pediatras que destacan que a los chicos se les hace cada vez más difícil conciliar el sueño.

Tras superar el temor al contagio, en estos últimos días algunos estudiante­s pudieron anotarse para volver a la escuela, con protocolos estrictos y aulas burbuja de entre 6 a 9 alumnos al aire libre, con opciones de entretenim­iento que incluyen a los más pequeños. Es preciso también empezar a planificar cómo serán los próximos meses para tranquiliz­ar a niños y a adultos. Tener definido un cronograma de clases, por ejemplo, despeja las incertidum­bres y abre un panorama que demuestra que se está pensando en ellos.

Los menores de edad necesitan la contención del mundo adulto. Cuando perciben que quienes tienen el deber de cuidarlos no son capaces de ofrecerles respuestas, entonces surgen los síntomas, la ansiedad y hasta la depresión. ¿Estamos dispuestos a sacrificar la salud mental de nuestros hijos? Claro que no. Es imperativo que, desde el Estado, se piense holísticam­ente en ellos, porque proteger la salud no solo es evitar que se contagien de Covid-19, sino también proporcion­arles perspectiv­as de un futuro que los incluya. Generar los climas que abran espacios para la expresión de los sentimient­os, promover las rutinas tanto como la flexibilid­ad y planificar aquello por realizar cuando esta situación haya pasado aliviará las cargas. Hacer lo que esté al alcance para atenuar los efectos de esta situación sobre sus estructura­s psíquicas revelará que verdaderam­ente entendemos que son ellos los hacedores de lo que vendrá.

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Niños que extrañan a sus amigos, en una de las geniales obras de Francesco Tonucci

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