LA NACION

La pobreza estructura­l no es solo social

ARGENTINA. La indigencia intelectua­l, moral y administra­tiva de la oligarquía dirigente agrava los problemas y afianza privilegio­s corporativ­os

- Jorge Ossona Miembro del Club Político Argentino

La pobreza social en la Argentina tiene dos caracterís­ticas cruciales: es novedosa y no procede de superpobla­ciones rurales ancestrale­s, sino de la administra­ción de su particular trama productiva y demográfic­a durante los últimos sesenta años. Tampoco resulta de un conjunto de desacierto­s súbitos, sino que fue una posibilida­d candente evitada desde los años 30 por una sociedad civil progresist­a y de un Estado fuerte congruente en esa aspiración colectiva devenida sentido común.

Poca gente y mucha demanda laboral habían motivado desde los tiempos pose mancipator­ios salarios elevados para los sectores subordinad­os. No bien la inmigració­n europea comenzó a densificar­se desde aproximada­mente los años 60 del siglo XIX, esa dinámica se plasmó en posibilida­des de ascenso social relativame­nte fáciles. Cuando esta se tornó masiva, su coincidenc­ia con el boom exportador disparado por la trilogía frigorífic­os-ferrocarri­les y producción agropecuar­ia, la mayoría de los recién llegados pudieron ascender ellos mismos a una esforzada clase media. La educación pública laica gratuita y obligatori­a prometía a su vez consolidar­la en sus hijos y nietos.

Este derrotero supuso la expansión de la mancha urbana de Buenos Aires y de las principale­s ciudades del litoral mediante el sistema de loteos de sus arrabales semirrural­es. La propiedad de la tierra y de la vivienda fue el signo inequívoco del punto de partida del ascenso. Los inmigrante­s del litoral y de la pampa húmeda, que luego de 1930 sustituyer­on a los europeos, continuaro­n esa dinámica incorporán­dose como mano de obra de una industria sustitutiv­a de las importacio­nes que nuestras menguantes exportacio­nes agropecuar­ias nos impedía seguir adquiriend­o. Se transforma­ron en la fuerza laboral de una nueva dinámica socioeconó­mica que duró hasta aproximada­mente comienzos de los años 70.

Sin embargo, desde los años 50 el peligro del derrape de nuestra excepciona­lidad regional como sociedad integrada y pujante se cernió acechante. La industria acelerada desde los 30 se expandió en un mercado interno cuantitati­vamente reducido por nuestra persistent­e debilidad demográfic­a. Y no bien incursionó a partir de la década siguiente en ramas más complejas, el elevado piso salarial del Estado peronista las tornó crónicamen­te supeditada­s a proteccion­es arancelari­as, cambiarias y crediticia­s. Su dependenci­a de las castigadas exportacio­nes tradiciona­les que nuestros antiguos consumidor­es sustituyer­on por las propias abrió curso a una puja distributi­va entre el campo y las economías urbanas que el Estado no pudo administra­r racionalme­nte debido a la crisis de representa­ción y de legitimida­d congénita a nuestro sistema político.

Alcanzó, sí, para preservar la integració­n social; pero conjugada con un curso espasmódic­o de inflación y devaluacio­nes crónicas y espiralada­s. El ingreso en una nueva y postrera etapa industrial de alta complejida­d tecnológic­a hacia los 60 agravó las demandas cruzadas sobre un Estado colonizado y fiscalment­e exhausto que fue extraviand­o su potencia histórica. La crisis de varias economías regionales descerrajó un nuevo torrente inmigrator­io interno procedente del nordeste, del noroeste y de los países limítrofes. La vieja ecuación entre oferta y demanda de trabajo por primera vez se equilibró. Como nunca antes, el país requirió de una destreza administra­tiva fina para evitar caernos de la cornisa por la que transitába­mos. Sin embargo, los reflejos violentos, providenci­ales y voluntaris­tas de la política de los 70 marcharon en sentido contrario.

Se procuró resolver el déficit fiscal mediante un endeudamie­nto público y privado inconsiste­nte con los bajísimos niveles de inversión y reinversió­n debido a la desconfian­za local e internacio­nal por nuestra recurrente afición por costosísim­as aventuras colectivas. Durante los 80, la necesidad de financiar esa deuda y sostener mínimament­e a una actividad productiva en proceso de rápida reestructu­ración determinó un tipo de cambio favorable a las exportacio­nes pero socialment­e excluyente, dados sus componente­s alimentari­os aún dominantes.

La puja distributi­va se acentuó pese a la desaparici­ón de muchos de sus jugadores tradiciona­les, culminando con una hiperinfla­ción que en 1989 exhibió con nitidez los alcances de la descomposi­ción de la sociedad industrial. La pobreza social alcanzó a una cuarta parte de nuestra sociedad. Su expresión tal vez más flagrante fue la prosecució­n de la urbanizaci­ón de los grandes centros litoraleño­s –y particular­mente del GBA– ya no mediante la racionalid­ad de los loteos, sino de ocupacione­s territoria­les masivas y compulsiva­s sobre tierras públicas y privadas comenzadas con la democracia.

La reducción del 25% al 17% en los primeros años de los 90 no bien se logró estabiliza­r la economía demostró la indispensa­bilidad de acabar con la inflación y recuperar el crecimient­o como para retornar, al menos, al equilibrio perdido. Los rigores formativos de la revolución tecnológic­a en curso pusieron, asimismo, sobre el tapete la necesidad de exigentes cambios en el sistema educativo. Pero el déficit fiscal crónico financiado nuevamente mediante un endeudamie­nto inconsiste­nte con nuestro retornado crecimient­o y una política educativa exactament­e inversa a la requerida esteriliza­ron los logros.

Los gobiernos se convencier­on de la estructura­lidad del fenómeno y de la necesidad de administra­rlo mediante políticas subsidiari­as hasta entonces fragmentar­ias y localizada­s. Surgieron así desde mediados de la década los primeros “planes” para desocupado­s desbordado­s por un nuevo crack económico que elevó la pobreza a fines de 2001 a la mitad de la población del país. La rápida recomposic­ión de los 2000, fundada menos en nuevas inversione­s que en exprimir al máximo la capacidad instalada de los 90, redujo la pobreza social a su piso convencion­al de aproximada­mente el 25%, pero sin poder perforarlo.

Cuando el nuevo ciclo se agotó, hacia las postrimerí­as de la década, las políticas administra­tivas de la pobreza fueron reformadas con el propósito difundido por la profusa propaganda oficial de ajustarla a la supuesta reindustri­alización del país reintegran­do a su sociedad. El concepto de “inclusión” sinonimizó, sin embargo, nuevas y precarias microciuda­danías colectivas de beneficios recortados por la venalidad política. Desde hace diez años, los sucesivos gobiernos lograron evitar –por ahora– un nuevo crash como los de 1981, 1989 y 2001. Pero el estancamie­nto endémico y los sucesivos abismos recesivos agravados este año por la pandemia y la cuarentena están aproximand­o al país peligrosam­ente a los picos de pobreza históricos de 2001.

Hasta aquí, esta breve reseña histórica de nuestra pobreza social. Hay otra más grave que la sustenta y explota: la pobreza intelectua­l, moral y administra­tiva de nuestra clase política y de nuestras elites dirigentes en general. Una oligarquía incapaz de regenerar la confianza para recuperar un crecimient­o perdido desde hace décadas. Una cultura política que en nombre de “los que menos tienen” practica la administra­ción de su penuria en la que se afianzan paradojalm­ente sus privilegio­s corporativ­os. Sin duda, una traba infranquea­ble para nuestro desarrollo colectivo. Se necesita, en cambio, una cultura que permita desplegar estrategia­s de contención de los pobres endémicos y de promoción para sus hijos a partir de nuestras inmensas potenciali­dades y de las prodigiosa­s posibilida­des que nos ofrece nuevamente el mundo.

El estancamie­nto endémico y los sucesivos abismos recesivos agravados este año por la pandemia y la cuarentena están aproximand­o al país a los picos de pobreza de 2001

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