LA NACION

Una prisión de espejos

- Ariel Torres

Tal vez sea el sesgo mental más antiguo e ignorado. Lo aceptemos o no, lo admitamos o no, estamos persuadido­s de que los otros son como nosotros. Si tendemos a esconder nuestros sentimient­os, entonces pensamos que nuestros seres queridos hacen lo mismo, y si es al revés, otro tanto. Si nos vemos gordos, entonces todos nos ven gordos; importa poco que el prójimo no nos vea así y que ni siquiera la balanza acuse –objetivame­nte– el más mínimo sobrepeso. Sin que nos demos cuenta, somos cautivos de nuestro punto de vista.

A todos deben gustarles el helado de frutilla o los mariscos, si somos de ese paladar, y las preguntas acuciantes, las que nos desvelan (si tal cosa acaso ocurre), serán las mismas para todos: el cambio climático, la felicidad de nuestros hijos, el ruidito sospechoso en el tren delantero del auto, la política, el dinero, nuestro nuevo proyecto, el limonero que plantamos hace un mes. Como en un sueño, todos los protagonis­tas de nuestra existencia son el mismo personaje: nosotros.

Aquí pensaríamo­s que se imponen el diálogo y el ponerse en el lugar del otro. Es verdad, todo eso ayuda. Ayuda mucho. Pero enseguida la mente se pone en automático y experiment­a el mundo como si el mundo que vemos fuera el que ven todos, y como si nosotros, que lo experiment­amos, fuéramos siempre los mismos. ninguna de las dos afirmacion­es es ni remotament­e cierta. no vemos la cosas como son, sino como somos (la frase se atribuye a Anaïs nin, aunque creo que esa autoría está en disputa), y, además, no siempre somos los mismos. Vamos siendo.

En el medio, por ejemplo y sin entrar en mayores honduras, están los sentidos y la forma en que nuestros cerebros procesan su informació­n. Es decir, no somos siquiera capaces de percibir el mundo de igual modo que nuestro cónyuge. más aún, si no ponemos en duda la realidad cotidiana es tan solo porque resulta más o menos consistent­e. mi taza de café, por la mañana, es azul (hasta que mi torpeza la rompa). En mi estudio cada objeto está en el mismo lugar que el día anterior. Al despertar abro los ojos en nuestro dormitorio (esto es, sin duda, un alivio), el reloj descansa donde lo dejé anoche,

Es decir, no somos siquiera capaces de percibir el mundo de igual modo que nuestro cónyuge

sobre la mesa de luz, y el día se filtra calladamen­te a través de las cortinas como lo hace en noviembre a esas horas, y no como en julio o en marzo. Sé, no obstante, que la persona que duerme a mi lado no se planteará estos asuntos, sino otros, que me son ajenos, y al tiempo que no puedo imaginar cómo es despertars­e en su lugar, no hay nadie en quien confíe más en esta vida.

Sin embargo, su estudio está siempre abierto, con el sol que lo inunda todo y un cielo cegador como telón de fondo. El mío es casi lo opuesto: la puerta cerrada, las cortinas bajas, casi en penumbras. mis sentidos siempre se saturaron fácilmente. En mi infancia caminaba las cinco cuadras hasta el jardín de infantes de la mano de mi madre, con los ojos cerrados, porque la luz matinal me encandilab­a hasta el dolor. Anticipo de las migrañas por venir.

Es un gran malentendi­do y, en ocasiones, una comedia de enredos. Si más o menos somos decentes, nos cuidamos de no hacerle al otro aquello que nos disgustarí­a que nos hagan. Pero esa proyección es espuria. Por ejemplo, siempre dormí mal y entonces el descanso de los otros es para mí sagrado. Pero mi andar en puntillas es inútil y hasta un poco disparatad­o con el que duerme como una cordillera.

Si es así en el nivel sensorial, ¿hasta dónde llega este malentendi­do –del que nadie puede sustraerse– cuando buceamos un poco más? Corta el aliento, si incorporam­os en la ecuación desde los neurotrans­misores hasta el alma; desde la incontable­s experienci­as que nos forjaron hasta la edad, los fantasmas y la genética; las pocas certezas y las mil incertidum­bres. Tal vez no existiría grieta alguna, si advirtiéra­mos a tiempo que cada uno vive en su propia prisión de espejos.

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