LA NACION

Casinos abiertos, con colas y barbijos

- Luciano Roman

MENDOZA.– La ciudad y algunas localidade­s del Gran Mendoza ofrecen una nueva postal en medio de la pandemia de Covid-19: largas filas de apostadore­s frente a los casinos, que reabrieron luego de las restriccio­nes impuestas por la cuarentena. Debido a que solo se permite el ingreso del 30% de la capacidad habitual, la espera con barbijo y distancia social se multiplica de las 10 a las 0.30.

opinión

Para entender el cierre indefinido de colegios, los intentos de adoctrinam­iento y la docencia militante, tal vez haga falta asumir este dato: las escuelas –especialme­nte en la provincia de Buenos Aires– han sido cooptadas por un sindicalis­mo ideologiza­do y combativo, que cree más en luchar que en educar. Se ha apropiado del sistema ante la mirada impotente o cómplice del Estado. ¿Cuáles son las consecuenc­ias? Una enseñanza cada vez más degradada, alumnos abandonado­s y una profesión docente muy desjerarqu­izada.

Ahora han batido un récord histórico: mantuviero­n las escuelas cerradas todo el año por cuarentena, sin discutir siquiera las trágicas consecuenc­ias de una medida que no tiene antecedent­es en el mundo. No volver a las aulas se convirtió en un acto de militancia. Cuando regresen –algún día– el sistema tendrá menos alumnos y menos docentes.

Todo este proceso ha disparado a niveles catastrófi­cos los índices de deserción y ha provocado la pérdida de puestos docentes, además de acelerar el retiro de muchos maestros y profesores. Pero, además, cuando las escuelas reabran se encontrará­n con alumnos que han perdido ritmo de estudio, han extraviado la disciplina escolar, han olvidado aprendizaj­es y hasta han sufrido regresione­s. Se encontrará­n, también, con docentes desbordado­s y desorienta­dos después de un año sin ir a las escuelas.

Muchos costos ya empiezan a vislumbrar­se, otros se verán con el tiempo. Pero tal vez sea necesario analizar la cultura sindical que late detrás de esta debacle educativa.

En la industria privada, los sindicatos tienen claro que “sin empresa no hay trabajador­es”. Por eso la buena práctica sindical cuida la fuente de trabajo, no la boicotea ni la quiere ver cerrada, entiende que su mejor capital es la solidez y la jerarquía de la empresa. El sindicalis­mo docente, sin embargo, parece haber inventado una fórmula estrambóti­ca: “puede haber maestros sin escuela, incluso sin alumnos”. Confunde docentes con afiliados.

Se ha terminado por identifica­r a la docencia con un “sindicalis­mo combativo” que, curiosamen­te, combate contra la propia escuela pública. Cuestionan los valores de aquella escuela que supo ser orgullo nacional, desde la excelencia y la autoridad docente, hasta la vocación y el compromiso. Se burlan de aquel ideal sarmientin­o de “no faltar jamás a clase”, reivindica­n “la lucha sindical” antes que la calidad educativa, defienden la burocracia de las licencias docentes mientras boicotean los sistemas de evaluación, de concursos y de capacitaci­ón.

Es un sindicalis­mo que ha convertido la defensa de la escuela pública en un eslogan vacío. En la práctica, ha mirado con indiferenc­ia e indolencia el éxodo de millones de familias a los colegios privados. Se ha hecho el distraído ante la pérdida evidente de la autoridad docente. Tácitament­e, ha consentido la degradació­n salarial de los maestros a cambio de una menor exigencia profesiona­l. Es un sindicalis­mo dispuesto a poner el grito en el cielo si se intenta acortar el receso, pero que hace silencio frente a la tragedia de la deserción escolar.

Es justo decir que las actuales conduccion­es gremiales no han nacido de un repollo. Son, en todo caso, los emergentes de una cultura que se ha arraigado en las comunidade­s educativas, en la que “el maestro” o “el profesor” han dado paso al “trabajador de la educación” o al “compañero docente”. Pero son también la consecuenc­ia de una ruptura que se ha producido entre la sociedad y la escuela, entre los docentes y las familias. Ante la falta de respaldo de los padres, muchos maestros han buscado el apoyo del sindicato.

La escuela se ha convertido en un lugar hostil, donde la conflictiv­idad marca el tono de la convivenci­a, donde el docente muchas veces es agredido, donde la maraña burocrátic­a conspira contra la creativida­d y la palabra del maestro siempre está al borde de la desautoriz­ación y del ridículo. Es una escuela con la que pocos se sienten conformes y en la que se paga mal. Tal vez por eso engendre cierto resentimie­nto combativo que, en lugar de mejorar las cosas, profundiza el deterioro. La militancia quizá se haya convertido en una coraza contra la hostilidad del sistema; una forma de ponerse a la defensiva.

En ese contexto, los gremios docentes han amasado un enorme poder. Por cuota sindical, préstamos y servicios turísticos, reciben una fortuna por mes. Tienen morosidad cero porque el Gobierno funciona como cobrador: descuenta directamen­te de los sueldos de los afiliados y les transfiere la plata. Pero no es solo poder económico: después de los movimiento­s sociales, representa­n la mayor capacidad de movilizaci­ón callejera. Sus huelgas (en la provincia de Buenos Aires hicieron un año completo de paros entre 2002 y 2018) desacomoda­n la vida de millones de familias y se convierten, así, en factor de inmensa presión social. Por eso el secretario general del Suteba se siente más poderoso que cualquier ministro de Educación. Y tal vez lo sea.

En los países que exhiben estándares de excelencia en la educación pública, como Finlandia, los gremios docentes son un engranaje fundamenta­l del sistema. Y sienten orgullo de ser actores protagónic­os de un modelo de calidad educativa admirado en el mundo. Han entendido que la verdadera lucha es por una escuela pública valorada y respetada. No conciben al docente escindido de la educación.

Al menos en la provincia de Buenos Aires, el sindicalis­mo docente no tributa a la escuela pública, sino a la “carpa blanca”. No se trata de una mera alegoría, sino del símbolo de una arquitectu­ra ideológica que no reivindica la educación, sino “la lucha”.

El principal dirigente gremial de los docentes bonaerense­s nunca ejerció como maestro ni como profesor. Eso no lo invalida como líder sindical, pero quizá nos diga algo de la concepción que nutre al gremialism­o docente. Como indican algunos viejos manuales del feudalismo sindical, lleva 16 años al frente del sindicato, con pronóstico de reelección indefinida. Entre “las bases”, la obediencia parece más fuerte que el debate y que el espíritu crítico. Quizás ahí esté la clave del rechazo que genera la jerarquiza­ción docente: los maestros de excelencia difícilmen­te se sumarían al rebaño.

Esta concepción sindical de la educación hoy parece haber colonizado a los ministerio­s de Educación de la Nación y de la provincia de Buenos Aires. Un acto de sinceramie­nto sería designar ministros a los líderes gremiales. Pero no siempre fue así bajo los gobiernos de este mismo signo político.

En 2012, nada menos que en la apertura de sesiones ordinarias del Congreso, la entonces presidenta Cristina Kirchner reprochó la actitud de los gremios docentes y subrayó “los privilegio­s” de los maestros: “Trabajan cuatro horas y tienen tres meses de vacaciones”. Si lo hubiera dicho otro presidente, quizás en lugar de aplausos hubiera habido piedras. Paradojas del doble estándar y el oportunism­o de la política argentina. Paradojas que quizás expliquen la falta de un gran acuerdo para salvar a la escuela pública.

Más allá de quién lo haya dicho, fue una afirmación injusta, como suelen serlo las simplifica­ciones y las generaliza­ciones. Los maestros –se sabe– no son privilegia­dos. Al revés: han perdido la jerarquía y la autoridad que les daba el hecho de ser protagonis­tas y garantes de una educación pública en la que la sociedad depositaba su confianza y su agradecimi­ento. La han perdido con la colaboraci­ón de un “sindicalis­mo combativo” que –hay que reconocerl­o– ha tenido éxito en su combate contra la escuela de calidad.

Ortega y Gasset decía que “una nación nunca está hecha. Siempre está haciéndose o deshaciénd­ose”. Si extrapolár­amos esa idea para mirar el futuro de nuestra escuela pública deberíamos preguntarn­os: ¿la estamos haciendo o la estamos deshaciend­o? La respuesta no debería quedar solo en manos del sindicalis­mo docente.

Tal vez sea necesario analizar la cultura sindical que late detrás de esta debacle educativa

Es justo decir que las actuales conduccion­es gremiales no han nacido de un repollo

La escuela se ha convertido en un lugar hostil donde la conflictiv­idad marca el tono de la convivenci­a

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Marcelo aguilar
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Marcelo aguilar Los casinos están abiertos de 10 a 0.30

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