LA NACION

Blanca Maldonado. “A veces el afuera minimiza el abuso”

Durante su infancia fue víctima de violencia intrafamil­iar; romper con la cultura del “no te metas” y derribar los mitos vinculados a esta problemáti­ca son para ella dos de las claves

- Texto María Ayuso | Foto Rodrigo Néspolo

“Caco me toca”. En tres palabras, Blanca Maldonado expuso el abuso sexual del que fue víctima desde que era una niña. En ese momento, tenía 14 años. Los agresores eran su padrastro y su madre. La que pudo escucharla fue una tía materna, María. “Lo primero que hizo fue creerme y sacarme de esa casa: eso me salvó la vida”, recuerda hoy Blanca, a los 26 años.

En el Día Internacio­nal para la Prevención del Abuso Sexual contra las Niñas, Niños y Adolescent­es, su historia visibiliza una problemáti­ca social de altísima prevalenci­a: según estimacion­es de la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS), una de cada cinco chicas y uno de cada 13 varones son víctimas de abuso antes de los 18 años. La inmensa mayoría de los casos son intrafamil­iares y la primera barrera a superar es poder poner en palabras esa la violencia que viven puertas adentro de sus casas. La segunda, encontrar a alguien que les crea.

“Me costó 12 años cerrar un ciclo a nivel judicial”, cuenta Blanca. En la Argentina, los especialis­tas estiman que de cada 1000 casos de abuso sexual contra niñas, niños y adolescent­es solo 100 se denuncian y apenas uno obtiene una condena. Los agresores de Blanca forman parte de ese ínfimo porcentaje. El 27 de diciembre de 2018, su madre y su padrastro fueron condenados a 12 y 13 años de prisión, respectiva­mente.

–¿Cómo fue el proceso de darte cuenta de que lo que pasaba no estaba bien y poder contarlo?

–Recién a los 12 empecé a darme cuenta de que las cosas que vivía no eran normales, que no eran solo caricias, que no estaban bien. Cuando tenía 14 se lo conté por primera vez a una compañera de la escuela y no me creyó. Me dijo: “No, es imposible, tu papá es incapaz de hacer eso”. Soy de Curarú, que es un pueblito muy chiquitito de la provincia de Buenos Aires, donde nos conocíamos entre todos, y sentí que nadie me iba a creer. Al poco tiempo, se lo conté a mi tía materna, María. Ni recuerdo cómo, pero sí que ella me preguntó: “¿Qué es lo que está pasando en tu casa?”. Le dije: “Caco –haciendo referencia a mi padrastro– me toca”. Me escuchó con atención, me fue preguntand­o cosas, pero desde un lugar muy respetuoso. Lo primero que hizo fue creerme y sacarme de esa casa. Hizo la denuncia conmigo el 18 de septiembre de 2008 y me llevó a vivir con ella. Yo tenía 14 años. A nivel judicial no supe más nada.

–En ese momento, el abuso sexual todavía no era un delito de acción pública. Ahora todos tenemos la responsabi­lidad de denunciar. ¿Cómo creés que impactó este cambio?

–El abuso es una forma de violencia que avanza despacito, que no es tan evidente y muchas veces es difícil de detectar. Es superimpor­tante que, como profesor o profesora, personal de salud, vecinos, familia extendida o cualquier otra persona que esté en contacto con chicos y chicas, si se tiene alguna sospecha por más mínima que parezca, hacer algo. Todos nos tenemos que involucrar. A veces, se piensa: “No te metás, es problema de esa familia”. Pero es mucho lo que podés hacer: podés salvar una vida, una infancia. A mí me salvó mi tía. Creo que es una de las cosas más importante­s sobre las que hay que hacer hincapié.

–¿Cómo impactó la revelación en tu familia ampliada?

–La familia se dividió completame­nte, me quedé solo con mi tía María y el resto de mis tíos y primos decían que yo exageraba, que era una loca. Seguían visitando a mi mamá y a mi padrastro. Intentaron reunirnos. Cuando tenía 22 años, uno de estos tíos me invitó a una cena de fin de año donde también estaban mi madre y mi padrastro. Cuando llegué, al ver esa imagen de toda la familia reunida en una mesa como “acá no pasó nada”, tuve mi primer ataque de pánico. Ahí pensé: “A mí nadie me cree” y sentí la necesidad de hacer justicia. Eso me impulsó a mover la causa, que estaba dormida. Llegué a Red por la Infancia y, con su asesoramie­nto, empecé a llamar a la fiscalía de Trenque Lauquen, donde había quedado archivada.

–El recorrido por la Justicia suele ser largo y revictimiz­ante. ¿Cómo lo viviste?

–Fueron muchos años de idas y vueltas, de llamadas, de no tener más plata para abogados. Hubo un momento en que pensé: “No puedo más”. Incluso en un momento dudé si había sufrido un abuso, porque hay mucha manipulaci­ón. Finalmente, pude conseguir una fecha de juicio, que fue el 10 y el 11 de diciembre de 2018. El 27 de ese mismo mes, dieron el veredicto.

–Tu tía tuvo la capacidad de habilitar el diálogo. ¿Qué señales detectó?

–Ella me contó que lo que veía era que antes era una nena alegre y que me fui volviendo más callada, introverti­da, tímida. Empecé a bajar las notas en la escuela y a usar ropa grande, como si fuera una especie de armadura que me fuera a proteger de lo que me estaba pasando. Me ponía muy nerviosa e incómoda cuando estaba cerca de mi padrastro. En la adolescenc­ia, otro síntoma que suele darse es una hipersexua­lización. No reconocers­e en el propio cuerpo es una de las secuelas.

–En general, las chicas y los chicos tardan muchos años en poder poner en palabras la violencia. ¿Por qué creés que sucede eso?

–El abuso conlleva manipulaci­ón psicológic­a por parte del abusador que te hace creer, por ejemplo, que los manoseos son demostraci­ones de amor, que lo hace por tu bien. En mi caso, me daban regalos y cuando le decía a mi mamá que no me gustaba lo que mi padrastro me hacía, ella me respondía: “Sos una malagradec­ida”. Toda esa manipulaci­ón era para seguir manteniend­o el secreto. Por eso es bastante difícil poder reconocer el abuso primero y contarlo después.

Poner en palabras nos libera un poco de esa posición de víctima. Es el primer paso para empezar a sanar, pero cuesta un montón.

–¿Todavía nos cuesta entender como sociedad que hay padres y madres abusadores?

–Así es. Lo que estaba presente todo el tiempo era: “A pesar de todo son tus papás, no importa lo que hagan”. Es algo cultural que hay que romper y en mi caso costó un montón. En los pueblos está todavía esta cultura de “esto que quede en esta familia”, “no es para tanto”.

–¿Por qué creés que en muchos casos no se les sigue creyendo a las víctimas?

–Porque estamos inmersos en una cultura que trata de minimizar este tipo de delitos y de justificar­los. Tratamos de encontrar un porqué sin saber. Quizá porque es muy difícil aceptar que hay abusadores en nuestra sociedad, y que los conocés, que algo compartist­e. Incluso, que en la mayoría de los casos forman parte de tu misma familia. Venimos de una cultura que lo naturaliza, hasta intenta defenderlo poniendo como decía el foco en la víctima en vez del abusador. Esta problemáti­ca no es individual, es social. A veces el afuera minimiza el abuso.

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