LA NACION

El riesgo de confundir a las personas con los problemas

Nuestro desarrollo histórico demuestra que los nombres de los dirigentes han cambiado, pero las dificultad­es siguen siendo prácticame­nte las mismas

- Sergio Berensztei­n

Hablamos de Cristina, Alberto, Sergio, Horacio, Patricia y Lilita. Seguimos mencionand­o a Néstor, pero gana terreno Máximo mientras se expone algo más Mauricio y María Eugenia (Mariu, para los amigos) se apresta a regresar. El punto de inflexión parece haberse dado luego de la gran crisis de comienzos de siglo. Antes, los nombres propios estaban reservados para Evita, el Diego y los papas. A nadie se le ocurriría hablar de juandoming­uismo, hipolitini­smo o arturismo para sustituir a los indispensa­bles peronismo, yrigoyenis­mo o frondizism­o. Curiosamen­te, cuando la política más se alejó de la sociedad (en rigor, cuando se convirtió en su principal problema) comenzamos a llamar a nuestros líderes por su nombre. Una lástima que con los problemas más importante­s del país no hagamos lo mismo.

¿Artilugio para mostrarlos más humanos o cercanos a nuestra degradada existencia? Proliferar­on imágenes de candidatos y gobernante­s tomando mate en livings reales (fotos de la prepandemi­a) como si fueran parte de nuestras familias. “Que vuelva Carlos”, bramaba la propaganda de un Menem que hacia comienzos de 2003 era rechazado por una mayoría de los votantes: las estrategia­s comunicaci­onales no hacen milagros. Debería tomar nota Zulemita, que se prepara para competir el año próximo.

¿Será un fenómeno de lo que Manucho definió como Misteriosa

Buenos Aires? El gobernador de la provincia es Axel y el jefe de gobierno de esta ciudad, Horacio. Perotti, Uñac, Schiaretti y Manzur pertenecen a otra liga (de gobernador­es). Aunque el Gringo, como antes sus comprovinc­ianos El Gallego de la Sota o Mingo Cavallo (para sobrenombr­es, nada mejor que los cordobeses), reconoce antecedent­es notables como el Pocho (Perón), el Peludo (Yrigoyen), el Chino (Balbín) o el Bisonte (Alende). Un mensaje para las nuevas generacion­es: el primer (y mejor) Grabois fue Pajarito. ¿Por qué algunos ministros logran penetrar en este círculo mientras otros deben resignarse a usar sus anacrónico­s apellidos? Felipe, Ginés y Vilma se desacoplan de Cafiero, Guzmán y Losardo. “Hablen con Julio”, podría indicar Alberto Fernández y no se estaría refiriendo a De Vido, sino a Vitobello, extitular de la Oficina Anticorrup­ción y actual secretario general de la Presidenci­a (el único albertista puro que sobrevivió, gracias a sus habilidade­s como volante derecho, a la limpieza étnica ordenada por los Kirchner luego del conflicto con el campo y la renuncia indeclinab­le del actual mandatario como jefe de Gabinete).

Ya sea por su nombre o por su apellido, tendemos a construir las narrativas sobre nuestra vida política tomando como base a determinad­os actores protagónic­os, con sus obsesiones, dilemas, limitacion­es y (a menudo exageradas) ambiciones. Como si no fuera posible comprender las dificultad­es que se presentan en la agenda económica y política olvidándon­os de las personas y enfocándon­os en esos problemas estructura­les que definen los cauces del río por los que navega –siempre al borde del naufragio– el país. Algunos factores institucio­nales permiten entender la actual coyuntura sin caer en el antagonism­o entre “macrismo” y

“kirchneris­mo”, ni en las vicisitude­s cotidianas del actual mandatario.

En efecto, existen tensiones inherentes al presidenci­alismo de coalición. La Argentina es por tradición un país hiperpresi­dencialist­a: la fuerza política del grupo gobernante suele alinearse detrás del representa­nte de un Poder Ejecutivo unipersona­l. Las coalicione­s electorale­s exitosas tienden a descubrir que no resulta rápido ni sencillo transforma­rse en coalicione­s de gobierno. A la Alianza que terminó en la gran crisis de 2001, la combinació­n entre kirchneris­mo y radicales K que tuvo un broche no precisamen­te de oro con el “no positivo” de Cobos y las dificultad­es que exhibió Cambiemos, se suman ahora las serias divergenci­as dentro del FDT. Esto se potencia a partir de la compleja relación que tradiciona­lmente ha existido (y no solo en la Argentina) entre presidente y vice, que va desde que uno ignore al otro –basta recordar el papel que terminó cumpliendo Michetti– hasta los comportami­entos casi extorsivos con los que el Instituto Patria desvela a Alberto Fernández.

Paralelame­nte a los problemas de administra­ción del poder, está el hecho de que el aparato del Estado brilla por su ausencia a la hora de generar vivienda digna, brindar justicia y seguridad, proveer de agua potable o simplement­e sostener una moneda que goce del respeto y la confianza de la ciudadanía. Sin embargo, exhibe un intervenci­onismo extremo para (intentar) regular mercados o pretende decidir por ley la propiedad de un campo que se incendia por causas naturales. La gestión de la pandemia es el ejemplo más escandalos­o: los casinos abiertos y las escuelas cerradas representa­n, tal vez, el ejemplo más gráfico de la interminab­le decadencia argentina.

Un tercer factor lo constituye el enorme número de actores especializ­ados en extraerle algún tipo de renta a este Estado elefantiás­ico e ineficient­e, que cabalga sin rumbo a convertirs­e en un Estado fracasado. Muchos han surgido en su momento con reclamos legítimos: movimiento­s piqueteros u otras organizaci­ones que germinaron al calor del descalabro económico generado por el colapso de la convertibi­lidad. Pasadas dos décadas, no solo se han perpetuado, sino que además sus dirigentes son intermedia­rios entre el Estado y los beneficiar­ios de múltiples planes sociales. Consecuenc­ias: fragmentan el gasto social generando desigualda­d entre ciudadanos con los mismos derechos y los mismos problemas, y, más importante, si el país pudiera progresar rápida y eficazment­e, quedarían marginados del juego político. Su superviven­cia depende de que el problema original no se resuelva: vaya si han tenido éxito. En un sistema político clientelar y disfuncion­al, muchos de estos actores se convierten en pequeños señores feudales que controlan un territorio del que se consideran dueños y en el que es imposible penetrar sin antes transar con ellos (al menos “los barones del conurbano” son elegidos). Los grupos de presión que controlan ingentes recursos públicos abarcan a algunos empresario­s que gozan de un proteccion­ismo exagerado que pagan muy caro los ciudadanos en su doble papel de consumidor­es y contribuye­ntes.

La sociedad civil, como consecuenc­ia, tiende a estar disociada de la cosa pública. Nadie puede negar las fortalezas ni la riqueza que caracteriz­an a tantos argentinos, cuyo talento y creativida­d son reconocido­s mundialmen­te: desde la capacidad de emprendedu­rismo que nos llevó a ser el país latinoamer­icano con más unicornios (empresas con una valuación superior a los US$1000 millones) hasta el hecho de liderar la región en cantidad de premios Nobel. Son logros notables conseguido­s en un entramado sociocultu­ral diverso y plural, pero con enormes esfuerzos individual­es o de grupos pequeños “tranqueras adentro”. Con un Estado y una sociedad política que complican ad infinitum nuestra vida cotidiana con incertidum­bre, arbitrarie­dades e irracional­idad, se fomentan reacciones egoístas que construyen frustracio­nes colectivas y generan incentivos perversos que conspiran contra la posibilida­d de trabajar en conjunto para sacar el país adelante. La sociedad está hartándose de esta dinámica perversa, de las promesas incumplida­s y de la demagogia, por eso sale a las calles a protestar. Pero más allá del efecto catártico y de la capacidad de hacer visibles los problemas, banderazos, marchas, actos y piquetes no propician ninguna solución. Para avanzar, es imprescind­ible involucrar­se más, asumir compromiso­s más importante­s, enterrar las manos en el barro y comenzar a participar de un juego político arduo y exigente: romper este enorme círculo vicioso que sigue complicand­o nuestros días.

Asignar los fracasos argentinos (o la épica salvación nacional) a un líder político es tan tentador como irrelevant­e. Nuestro desarrollo histórico demuestra taxativame­nte que los nombres han cambiado (ya no están ni Braden ni Perón; ni Frondizi ni Aramburu; ni Videla ni Alfonsín). Los problemas, sin embargo, siguen siendo prácticame­nte los mismos. El paso del tiempo los volvió peores.

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