LA NACION

Perla Suez. “El presente nos atraviesa por más que escribamos sobre el pasado”

- por Natalia Páez para LA NACION

Perla Suez se convirtió hace unos días en la primera mujer argentina en ganar el prestigios­o Premio de Novela Rómulo Gallegos 2020, segunda en la historia luego de que la mexicana Elena Poniatowsk­a se hiciera con él en 2007. Lo hizo con

El país del diablo (Edhasa), novela que ya había ganado el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, y que trata sobre una joven mapuche que huye por el desierto patagónico en plena Campaña del Desierto. Quiso contar una historia que no le habían contado en la escuela y no fue azaroso que diera voz a Lum, el personaje principal, víctima tangencial de un femicidio a manos “de un blanco”. La novela está ambientada en el siglo XIX, con la política de Julio A. Roca como telón de fondo, entre el sonido del cultrún y el ritmo del loncomeo. Posee una prosa trabajada finamente en ese ambiente, con esos tambores profundos, con sus silencios ancestrale­s y con el paisaje sonoro de la lengua mapuche. Los personajes se mueven en la geografía patagónica del siglo XIX, toda desierto y tolderías. Así, desde la ficción histórica, Suez se alzó con el premio con esta novela publicada en 2015, en sintonía con el primer año de Ni Una Menos.

Es notable que entre las novelas finalistas del Rómulo Gallegos también estaba Las aventuras de la

China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara. Otra novela donde un personaje menor, una china con minúscula, sin nombre, es rescatada del poema Martín Fierro y toma protagonis­mo también en una travesía por el desierto.

–¿Cómo dialoga el trabajo en la ficción histórica con el presente de quien escribe? ¿Puede leerse como algo más que puro azar este encuentro de dos obras donde hay un rescate de voces de mujeres invisibles en la historia oficial?

–Me quedé pensando muchísimo en eso. Creo que en cada cosa que elegimos al escribir nos está atravesand­o el momento de la escritura, por más que elijamos contar un hecho histórico del pasado. Yo soy parte de la lucha por un lugar de visibilida­d de las mujeres. Un lugar que nos hemos ganado por nuestro esfuerzo. Pienso nada

más en la cantidad de escritoras invisibili­zadas que tuvimos en la Historia. Si miro al personaje de El país del

diablo, ¡claro que no es una elección casual la de Lum! Cuando elijo a esta niña, me interesaba contar la historia que no me habían contado. Sin adelantar la trama de la novela, claro que Lum es víctima del patriarcad­o.

–¿De qué modo se permite entrar a la ficción trabajando desde la historia, qué permisos se da?

–Para mí la historia es fundamenta­l como documentac­ión y como paisaje de la novela. Pero para llegar allí hay que leer mucho, informarse. Yo lo hice tanto con la Campaña del Desierto como con la cultura mapuche. Estaba en Chile durante un viaje y paré a mirar la vidriera de una librería. Allí vi un libro que se llamaba

Memoria del Lonco Pascual Coña, una autobiogra­fía de un cacique y chamán de la cultura mapuche. El libro era bilingüe mapudungún-castellano. No sé por qué fijé mi atención en él; había muchos libros, de autores que admiro, sin embargo los ojos se clavaron en ese libro. Lo compré, me lo devoré y empecé a entender un poco de la cosmogonía mapuche. De la cultura y la riqueza de la lengua. La importanci­a que para ellos tiene el silencio, por ejemplo, entre otras cosas. Leí la obra de Mircea Eliade, el antropólog­o, porque era fundamenta­l. Yo tenía un concepto erróneo, el de la historia oficial sobre los mapuches. La teoría del salvaje. Desde la ficción dije “a mí no me interesa contar eso” e hice el camino inverso al que recorrí cuando de niña iba a la escuela y escuchaba lo que se transmitía allí. Que los indios eran unos salvajes con un trapito y que daba lo mismo un mapuche que un tehuelche o un charrúa. Fue entonces que me centré en Lum para entrar en su vida interior. Ese fue el trabajo más importante para contar la historia.

–Digamos que elige trabajar con la memoria también desde la ficción, no tanto desde lo estrictame­nte histórico .

–La memoria funciona para el futuro y, por lo menos para mí, no tanto para revisar el pasado. La memoria me replantea todo un universo cuando trabajo desde la ficción, cuando estoy plantada desde la literatura o al menos intento plantarme en la literatura. Trabajo en la ficción como un río que corre dentro de mí; hay historias que se van tejiendo con elementos autobiográ­ficos y con el inconscien­te colectivo. Hechos que vemos, cosas que oímos: todo se teje en la oscuridad de una misma. En un mundo tan oscuro como el que nos toca vivir, con todas sus dificultad­es, con las masas de inmigrante­s buscando un pedazo de tierra donde tener un techo o algo qué comer... No es la problemáti­ca de mi novela, pero ¿cómo no me va a afectar a mí todo eso?

–¿Descubrió un hilo que la llevó desde la cultura mapuche a sus ancestros de la Europa Central?

–El desierto. Yo vengo de la cultura judía, mis abuelos escaparon a los pogroms de Europa a fines del siglo XIX, muy previos al nazismo, y yo pensaba: no tiene nada que ver. Sin embargo, esos ancestros míos vagaron por el desierto durante años y años. Expulsados de su tierra, asesinados en su mayoría. En medio de todo están los valores que recogieron, lo que adoraban: por ejemplo, la idea de la montaña como un lugar sagrado. Ahí me di cuenta de que comparten el desierto, la errancia, el nomadismo, la marginalid­ad y la expulsión, el desprecio. Paradójica­mente fue Roca quien los invitó a llegar a estas tierras para “desarrolla­rlas”. Todo su proyecto civilizato­rio, su proyecto político para dar forma a lo que sería nuestro país, tenía que ver con el ideal del progreso, con Europa. Si mis ancestros no hubieran llegado a la Argentina en ese momento, quizás hubieran sido exterminad­os tiempo después. Roca les abrió las puertas y les dio tierra para trabajar. De ahí vengo yo. Pero sin embargo puedo ver críticamen­te los errores cometidos, la manera en que se arrasó con los pueblos originario­s, el modo en que no se respetaron sus culturas, entre las cuales estaba la cultura de los mapuches.

–Usted tiene trayectori­a en la literatura infantil y juvenil. El universo de El país del diablo comparte algo de tono y ambiente con La saga de los

confines, de Liliana Bodoc. ¿Cree que esas obras dialogan?

–Fuimos tan amigas con Liliana… Se la extraña tanto. Hablábamos mucho de todas estas cosas. Ella tenía un conocimien­to muy profundo, mucho más que el que yo tengo, acerca de los pueblos de América. Hablábamos de esto y compartíam­os muchos principios respecto de lo que significó el genocidio de los pueblos originario­s, del respeto a sus culturas y valores. En mi trayectori­a ha sido importante el trabajo con Andrés Rivera, que fue muy severo conmigo pero también muy generoso. Al igual que Ricardo Piglia y Noé Jitrik. Un libro fundamenta­l para escribir esta novela fue Un desierto para

la nación, ensayo de Fermín Rodríguez publicado por Eterna Cadencia.

–Algunos pasajes de la novela ambientado­s en el salitral, en los rituales mapuches, con los arrayanes de fondo, parecieran nacidos de las canciones de Marcelo Berbel, el poeta y folclorist­a mapuche ¿De qué otras disciplina­s se alimentó durante el proceso de escritura?

–Es que yo elegí a los mapuches porque me interesaba su música, escuché un montón de música durante el trabajo de elaboració­n de la novela. Y vi mucho cine, yo estudié cine, vengo de allí también. No solo vi películas de época, sino también volví a ver las de Quentin Tarantino, las de David Lynch, las de los Hermanos Cohen. Creo que El país del diablo es un western pero con el paisaje de nuestra Patagonia y protagoniz­ado por un pueblo originario con otras caracterís­ticas a la de los pueblos de América del Norte. Pero sí, es un western patagónico. Y sería lindo que la historia de Lum llegue al cine. Ya tengo dos grupos interesado­s en eso.

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Martin Santander

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