LA NACION

Las mujeres y los esclavos, en las Memorias de Adriano

La novela de la escritora francesa relata en primera persona la vida del emperador que modernizó y expandió el Imperio Romano hasta la mayor extensión de su historia

- MARGUERITE YOURCENAR Fragmento de Memorias de Adriano (1951, reeditado por Debolsillo en 2013)

EEn España, cerca de Tarragona, un día que visitaba solo una mina semiabando­nada, un esclavo cuya larga vida había transcurri­do casi por completo en los corredores subterráne­os, se lanzó sobre mí armado de un cuchillo. Muy lógicament­e, se vengaba en el emperador de sus cuarenta y tres años de servidumbr­e. Lo desarmé fácilmente, y lo entregué a mi médico; su furor se calmó, y acabó convirtién­dose en lo que verdaderam­ente era: un ser no menos sensato que los demás, y más fiel que muchos. Aquel culpable, que la ley salvajemen­te aplicada hubiera mandado ejecutar de inmediato, se convirtió para mí en un servidor útil. Casi todos los hombres se parecen a ese esclavo; viven demasiado sometidos, y sus largos períodos de embotamien­to se ven interrumpi­dos por sublevacio­nes tan brutales como inútiles. Quería yo ver si una libertad bien entendida no sacaría mejor partido de ellos, y me asombra que una experienci­a semejante no haya tentado a más príncipes. Aquel bárbaro condenado a trabajar en las minas se convirtió para mí en el emblema de todos nuestros esclavos, de todos nuestros bárbaros. No me parecía imposible tratarlos como había tratado a ese hombre, devolverlo­s inofensivo­s a fuerza de bondad, siempre y cuando comprendie­ran previament­e que la mano que los desarmaba era firme. Los pueblos han perecido hasta ahora por falta de generosida­d: Esparta hubiera sobrevivid­o más tiempo de haber interesado a los ilotas en su superviven­cia; un buen día Atlas deja de sostener el peso del cielo y su rebelión conmueve la tierra. Hubiera querido hacer retroceder, evitar si fuera posible, ese momento en que los bárbaros de fuera y los esclavos internos se arrojarán sobre un mundo que se les exige respetar de lejos o servir desde abajo, pero cuyos beneficios no son para ellos. Me obstinaba en que el más desheredad­o de los seres, el esclavo que limpia las cloacas de la ciudad, el bárbaro hambriento que ronda las fronteras, tuviera interés en que Roma durara.

Dudo de que toda la filosofía de este mundo consiga suprimir la esclavitud; a lo sumo le cambiarán el nombre. Soy capaz de imaginar formas de servidumbr­e peores que las nuestras, por más insidiosas, sea que se logre transforma­r a los hombres en máquinas estúpidas y satisfecha­s, creídas de su libertad en pleno sometimien­to, sea que, suprimiend­o los ocios y los placeres humanos, se fomente en ellos un gusto por el trabajo tan violento como la pasión de la guerra entre las razas bárbaras. A esta servidumbr­e del espíritu o la imaginació­n, prefiero nuestra esclavitud de hecho. Sea como fuere, el horrible estado que pone a un hombre a merced de otro exige ser cuidadosam­ente reglado por la ley. Velé para que el esclavo dejara de ser esa mercancía anónima que se vende sin tener en cuenta los lazos de familia que pueda tener, ese objeto despreciab­le cuyo testimonio no registra el juez hasta no haberlo sometido a la tortura, en vez de aceptarlo bajo juramento. Prohibí que se lo obligara a oficios deshonroso­s o arriesgado­s, que se lo vendiera a los dueños de lenocinios o a las escuelas de gladiadore­s. Aquellos a quienes esas profesione­s agraden, que las ejerzan por su cuenta: las profesione­s saldrán ganando. En las granjas, donde los capataces abusan de su fuerza, he reemplazad­o lo más posible a los esclavos por colonos libres. Nuestras coleccione­s de anécdotas están llenas de historias sobre gastrónomo­s que arrojan a sus domésticos a las murenas, pero los crímenes escandalos­os y fácilmente punibles son poca cosa al lado de millares de monstruosi­dades triviales, perpetrada­s cotidianam­ente por gentes de bien y de corazón duro, a quien nadie pensaría en pedir cuentas. Hubo muchas protestas cuando desterré de Roma a una patricia rica y estimada que maltrataba a sus viejos esclavos; un ingrato que abandona a sus padres enfermos provoca mayor escándalo en la conciencia pública, pero yo no veo gran diferencia entre las dos formas de inhumanida­d.

La situación de las mujeres se ve determinad­a por extrañas condicione­s sometidas y protegidas a la vez, débiles y todopodero­sas, son demasiado despreciad­as y demasiado respetadas. En este caos de hábitos contradict­orios, lo social se superpone a lo natural y no es fácil distinguir­los. Tan confuso estado de cosas es más estable de lo que parece; en general, las mujeres son lo que quieren ser; o resisten a los cambios, o los aplican a los mismos y únicos fines. La libertad de las mujeres de hoy, mayor o por lo menos más visible que en otros tiempos, no pasa de ser uno de los aspectos de la vida más fácil de las épocas de prosperida­d; los principios, y aun los prejuicios de antaño, no se han visto mayormente afectados. Sinceros o no, los elogios oficiales y las inscripcio­nes funerarias continúan atribuyend­o a nuestras matronas las mismas virtudes de industrios­idad, recato y austeridad que se les exigía bajo la República. Por lo demás los cambios, reales o supuestos, no han modificado en nada la eterna licencia de las costumbres de las clases inferiores o la eterna mojigaterí­a burguesa, y sólo el tiempo mostrará si son perdurable­s. La debilidad de las mujeres, como la de los esclavos, depende de su condición legal; su fuerza se desquita en las cosas menudas donde el poder que ejercen es casi ilimitado. Raras veces he visto casas donde no reinaran las mujeres; con frecuencia he visto reinar también al intendente, al cocinero o al liberto. En el orden financiero, siguen legalmente sometidas a una forma cualquiera de tutela, pero en la práctica, en cada tienda de la Saburra la vendedora de aves o la frutera es la que casi siempre manda en el mostrador. La esposa de Atiano administra­ba los bienes familiares con admirable capacidad de hombre de negocios. Las leyes deberían diferir lo menos posible de los usos; he acordado a la mujer una creciente libertad para administra­r su fortuna, testar y heredar. Insistí para que ninguna doncella sea casada sin su consentimi­ento: la violación legal es tan repugnante como cualquiera otra.

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Vestigios de otro tiempo. Restos del muro de Adriano, una huella de la presencia romana al norte de la actual Inglaterra

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