LA NACION

Odio para todos y todas, pero autocrític­a, jamás

- Pablo Sirvén.

En las redes sociales todos son guapos, oficialist­as y opositores. Es una lluvia ácida incesante de reproches mutuos, insultos irreproduc­ibles, groseras difamacion­es, humor cáustico y fake news a granel.

Es posible que sin redes sociales, mandatario­s de las caracterís­ticas de Donald Trump y Jair Bolsonaro no hubiesen existido tal como los conocemos, ásperos, pendencier­os y siempre listos para detonar un conflicto inútil tras otro. Lo estentóreo y crispado como ideología suprema. Cucos que en pleno siglo XXI se jactan de sus modales medievales, que permean en las sociedades que comandan. Muchos con nombres de fantasía, y todos a la distancia, copian esos maltratos y los vuelcan en sus hediondas deposicion­es virtuales. Es un odio urgente y al paso, que actúa como catarsis de broncas acumuladas.

Para los gobiernos con tendencias hegemónica­s y autoritari­as las redes sociales implican un dolor de cabeza permanente. Por eso, los regímenes más totalitari­os directamen­te restringen internet a usos específico­s o de manera total. En la virtualida­d no hay un emisor concreto al que se le pueda sacar la pauta oficial o arruinarle los negocios con hostigamie­ntos personaliz­ados. Los tiros llegan de todos lados y rápido. Antes llevaba horas o días llegar a la opinión pública. Hoy apenas en instantes las redes sociales instalan temas de manera amplia y corrosiva sin las formalidad­es ni las reglas de los medios tradiciona­les. Cuanto más filosos y agresivos, más se viralizan en eficaces hashtags que terminan armando tendencias en Twitter, también replicados por los grandes medios.

A esto es lo que el gobierno actual llama insistente­mente “discursos del odio”, y hay que reconocerl­e que acierta en parte en el diagnóstic­o. Pero lo que llama la atención es que lo haga con tan impostada candidez, como si solo fuese una indefensa víctima inocente y sin asumir sus cruciales aportes en la materia como gran generador y propulsor de polémicas y peleas que de inmediato pasan a ser insumos, a favor y en contra, de los “odiadores seriales” que militan infatigabl­emente los temas más explosivos.

Setenta años atrás, cuando nadie aún podía imaginar estas trifulcas virtuales, ya se disparaban desde el balcón de la Casa Rosada “tuits” incendiari­os que se imprimiero­n a fuego en la memoria colectiva, como las “guaridas asquerosas” de la oligarquía (Evita) y el “5 x 1” para vengar de manera multiplica­da el daño que pudieran recibir (Perón). Tradición que llega hasta nuestros días con deslenguad­os consentido­s por el silencio del oficialism­o: Dady Brieva, Luis D’elía, Hebe de Bonafini, Leopoldo Moreau, Oscar Parrilli y tantos más (como Página 12 y su antológica tapa de ayer, en la que ligó al nazismo con la ministra porteña de Educación, Soledad Acuña).

Nada de esto, por cierto, fue parte de la “jornada nacional de debate” sobre “¿Qué hacemos con los discursos del odio?”, que presidió Santiago Cafiero con otros importante­s funcionari­os. La palabra “odio” fue repetida hasta el cansancio. La palabra “autocrític­a”, jamás.

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