LA NACION

M. El hijo del siglo. El ascenso de Mussolini y la visita de Perón

Una obra que ayuda a comprender mejor cómo se generan las autocracia­s contemporá­neas

- José Nun

En 1914 estalla la Primera Guerra Mundial y el Partido Socialista Italiano, que la repudia, expulsa al director de su periódico, que ha decidido apoyarla. Se llama Benito Mussolini. Un año después, se firma el Pacto de Londres y los países aliados –Rusia, Francia y Gran Bretaña, y luego Estados Unidos– incorporan a Italia como socio menor y aceptan sus condicione­s: obtener la devolución de Dalmacia y del Fiume. En 1918 triunfan los aliados y no cumplen su promesa. El célebre poeta Gabriel D’annunzio brama ante “una victoria mutilada” y exhorta a seguir la lucha. Es en este clima de frustració­n que comienza el ascenso de Mussolini.

A él le está dedicada M. El hijo del siglo, la obra de Antonio Scurati que obtuvo el Premio Strega en 2019 y ahora se publica en castellano. Son más de 800 páginas que componen lo que Scurati llama “una novela documentad­a”, cuyos hechos y personajes “no son fruto de la imaginació­n del autor”. El libro cubre solo cinco años, que correspond­en al período de emergencia del fascismo, entre 1919 y 1922, y a su etapa parlamenta­ria, cuando Mussolini se resigna al juego electoral. O sea que llega hasta los umbrales de la primera dictadura fascista del siglo XX, que habrá de cerrarse en 1943 con el fusilamien­to del Duce.

La obra me atrajo por varias razones. Ante todo, ayuda a comprender mejor cómo se generan las autocracia­s contemporá­neas. Después, revela la gran complejida­d de un personaje fuera de lo común, que dominó la política italiana durante más de dos décadas. Por último, su figura y sus ideas se proyectaro­n con fuerza sobre nuestro país.

El primer programa de los Fascios de Combate fue casi idéntico al de los socialista­s revolucion­arios, con un agregado decisivo que despertó la admiración de George Sorel. Mussolini, escribe, es un personaje tan extraordin­ario como Lenin y “ha inventado algo que no está en mis libros: la unión de lo nacional y lo social”. Lo apoyan los industrial­es del norte, desde Montecatin­i hasta FIAT y Pirelli, amenazados por el comunismo, y lo harán después los propietari­os rurales del sur y también el Vaticano.

Ante el fracaso del gobierno liberal de Giovanni Giolitti, Mussolini concluye que Italia es una nación sin Estado y que su movimiento está llamado a cubrir este vacío. Es así que en noviembre de 1921 se decide a crear el Partido Nacional Fascista. Está convencido de que “los pueblos se mueven ansiosos en busca de institucio­nes, de ideas, de hombres que represente­n puntos sólidos en la vida, que sean refugios seguros”. En este sentido, la izquierda europea se habría agotado en el esfuerzo de conseguir el sufragio universal y la legislació­n social. En cuanto al siglo de la democracia, terminó en 1920. Su prédica, su astucia y las divisiones de sus adversario­s le ganan cada día más adeptos. Insiste en que los fascistas serán reformista­s o revolucion­arios según las circunstan­cias. Entre 1921 y 1922, cientos de miles de jornaleros socialista­s se convierten en fascistas. Mussolini duda: “¿Se trata de una oleada o de algo permanente?”. Por fin se decide y ordena la poco gloriosa Marcha sobre Roma, que cuenta con la inacción de las fuerzas de seguridad. Es más: casi no hay violencia y ni siquiera se paralizan las actividade­s cotidianas. En el Palacio del Quirinal lo aguarda Víctor Manuel III para ungirlo a los 39 años como el primer ministro más joven de la historia del país. Se confirma lo que ha escrito: “El Estado somos nosotros”.

Llueven los aplausos. La prensa internacio­nal saluda su triunfo. El embajador de Estados Unidos festeja “una hermosa revolución juvenil”. El mítico D’annunzio está de su lado. Vilfredo Pareto, Giovanni Gentile y el futurista Marinneti lo felicitan. Toscanini lo recibe en la Scala de Milán y Emma Grammatica le pide un autógrafo. Luigi Pirandello le declara su admiración. Y Benedetto Croce, el gran filósofo liberal que se había opuesto a la guerra, lo elogia porque “el corazón del fascismo es el amor por la patria italiana”. Entretanto, Mussolini va dando forma a sus ideas. Instala un lema, que desde entonces será caracterís­tico de todos los populismos: “Quien no está con nosotros está contra nosotros”. En cuanto a la libertad, “esa deidad nórdica adorada por los anglosajon­es”, ya no es “la virgen casta y severa por la que lucharon y murieron las generacion­es de la primera mitad del siglo pasado”. Ahora son otras las palabras que convocan a la juventud: “Orden, jerarquía, disciplina”.

Allí donde la concepción de la vida de los demócratas era predominan­temente

Mussolini instala un lema, que desde entonces será caracterís­tico de todos los populismos: “Quien no está con nosotros está contra nosotros”

política, la del fascismo debe ser guerrera: “Sus afiliados son ante todo soldados”. Este intento de transferir valores militares a la vida civil comienza por despolitiz­ar el Parlamento liquidando a los partidos tradiciona­les y erigiendo un gran partido único. Después, en los años posteriore­s a los que cubre Scurati, Mussolini organizará a los distintos sectores sociales en corporacio­nes, reunidas en un “Parlamento corporatis­ta”, para lo cual destruye antes al movimiento obrero, prohíbe las huelgas y suprime en la práctica todo disenso político. Es el nacimiento de lo que denomina la tercera posición entre el capitalism­o y el comunismo, destinada a armonizar los intereses de trabajador­es y empresario­s en una comunidad organizada. No se trata en absoluto de liquidar las diferencia­s sociales. En la guerra no importa que el soldado sea de condición próspera o humilde: lo único que cuenta es su lealtad de combatient­e. Por eso el fascismo se asume como un sistema total y hace suya la palabra “totalitari­o”, que han inventado sus opositores para criticarlo.

Si hablé de la proyección de estas ideas sobre nuestro país, es porque, durante su exilio, Perón hizo lo que no pudo hacer durante su gobierno: expresar toda su admiración por Mussolini, “un hombre extraordin­ario” en quien buscó inspiració­n doctrinari­a durante su estadía en Europa en misión militar (1939/41). “Me hizo la impresión de un coloso cuando me recibió en el Palacio Venecia (…) Yo le dije que era conocedor de su gigantesca obra, que no me hubiera ido contento a mi país sin estrechar su mano”. Como explica en otro lugar, “hasta la ascensión de Mussolini al poder la nación iba por un lado y el trabajador por otro, y este último no tenía ninguna participac­ión en aquella”. Es más:

“Descubrí el resurgimie­nto de las corporacio­nes y las estudié a fondo (…) Pensé que tal debería ser la forma política del futuro, es decir, la verdadera democracia popular, la verdadera democracia social. No es verdad que exista una democracia popular en Occidente”.

Subraya que en Italia “se estaba haciendo un experiment­o. Era el primer socialismo nacional que aparecía en el mundo. No entro a juzgar los medios de ejecución, que podrían ser defectuoso­s”. Lo importante es que “era una tercera posición entre el socialismo soviético y el capitalism­o yanqui. Para mí, ese experiment­o tenía un gran valor histórico”. Por cierto, en él nutre buena parte de su arsenal político: desde socialismo nacional y tercera posición hasta unidad de conducción y comunidad organizada, pasando por la organizaci­ón semicorpor­ativa de la sociedad. Esto no lo vuelve necesariam­ente un fascista, aunque sí un hábil autócrata populista que cuestionab­a la democracia liberal tanto como el comunismo y que intentó adaptar esas ideas al contexto argentino. Como dirá en su defensa Arturo Jauretche: “Perón no era fascista ni antifascis­ta: era realista”. Para Scurati, Mussolini también.

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