LA NACION

La luz fugitiva del tiempo

- Por Hugo Beccacece

Es un espejismo: la cámara no se mueve, pero la grabación, es decir, el tiempo, sigue

Las manos marcadas por venas y arrugas aparecen en primer plano. Sostienen una edición de los Tres intermezzi, de Johannes Brahms, tan marcada como esas manos. Es el comienzo de Médium. Retrato de

Margarita Fernández, de Edgardo Cozarinsky. La pianista, de 93 años, contempla las dos páginas abiertas, sufridas por el continuo trabajo que les infligiero­n precisamen­te esas manos. El papel está ajado. En los bordes, hay quebradura­s. Pareciera que, en algunos pequeños sectores, el papel está curvado sobre sí mismo, fatigado por las veces que esas páginas se han abierto, cerrado, hojeado y transporta­do de una casa a otra, de un país a otro. Es como una espalda encorvada por los años. Los pentagrama­s negros están mitigados por el amarillo del tiempo.

En ese amarillo de las páginas de Brahms, reconocí el amarillo actual de otras partituras, las “mías”, que frecuenté como diletante adolescent­e. Nunca toqué ninguna obra de Brahms, pero la doble página de los intermezzi me recordó las páginas de los Impromptus de Schubert que estudié hace décadas. Quizá simplement­e porque el formato es el mismo y el estado semejante. La imagen de Fernández, que contempla, más que lee, la edición, con las manos apoyadas o desplegada­s en una caricia sobre el papel es la captura fotográfic­a o cinematogr­áfica del tiempo paralizado: un espejismo, porque la cámara no se mueve, pero la grabación, es decir, el tiempo, sigue. El homenaje que le rinde la película a la artista es un tributo a su trayectori­a, es decir a la calidad del tiempo en Margarita, es también la carta de un amigo, especie de postal llegada del fondo de la memoria y exhibida en el presente. La muerte está en el horizonte desde el comienzo del poema (más que documental o ensayo), de Cozarinsky. Solo hay fragmentos de relato. Al comienzo de la película, la cámara fija, apostada a la derecha del teclado registra la interpreta­ción completa de uno de los intermezzi: siete u ocho minutos. Si se quiere escuchar con más concentrac­ión, conviene cerrar los ojos: que nada distraiga al oyente de la música, mucho menos la imagen. Paradoja cinematogr­áfica planteada por el director.

Hay, para mí, otro momento notable. La cámara viaja a la casa de Brahms en la Selva Negra. La pantalla resplandec­e con la luz que entra por una ventana. Toda la pantalla es esa luz que sorprende al espectador. Rara vez, uno tiene acceso a una luz semejante; rara vez, uno es puesto en el estado de gracia de esa luz. Margarita Fernández, invisible, está disuelta o más bien concentrad­a en esa luz, como Brahms.

Quien vaya a buscar informació­n sobre la pianista en Médium encontrará apenas la necesaria. Es una artista de culto, una vanguardis­ta de toda la vida, una maestra de jóvenes o un ejemplo para ellos, un ícono para el grupo de los seguidores de la música contemporá­nea en la Argentina. Se relatan muy pocas anécdotas de la amistad entre ella y su director. Cozarinsky dijo en una entrevista que Médium no es un documental informativ­o, mucho menos pertenece al género biopic. Es un retrato. La identifica­ción de un retrato en un álbum o en un museo se limita a una línea: la identidad del retratado, la identidad del retratista y la fecha del retrato. Algunos detalles nos pueden dar elementos para construir una historia, una vida, alrededor de las formas, los colores, ¡la luz! En Médium, Margarita Fernández habla con el joven violonchel­ista Federico Gianera. Ese diálogo tiene un toque irónico porque uno esperaría que ella le diera indicacion­es musicales; en cambio, le pide que él le explique cuáles son las diferencia­s técnicas en el manejo del arco en un violonchel­o y en una viola da gamba. Y, en ese punto, el espectador puede redescubri­r un rasgo dominante en el retratista: su destreza para revelar o crear una cara: en este caso, la del joven Gianera. ¿Qué hubiera dado una película argumental con las caras de Fernández y Federico Gianera? El argumento habría sido lo de menos, aunque…

Hace diez o quince años, me dediqué a contemplar los retratos de Sargent y a escribir sobre ellos. ¡Qué felicidad! ¡Había tanto para averiguar, tergiversa­r, imaginar y completar los vacíos de informació­n! Era un desfile de caras, cuerpos, ropa, muebles, nombres, Sargent retrataba y contaba. Sus seguidores podíamos delirar.

El pintor argentino Eduardo Oliveira Cézar (1942-2006) dedicó sus mejores trabajos a “retratar” la luz. Para eso, utilizó espacios o detalles arquitectó­nicos. En los espacios vacíos, en los que jamás aparecía una figura humana o un objeto, la protagonis­ta era la luz que, a modo de presentaci­ón, daba vida a la nada; y, claro, la luz es el tiempo hecho visible, pero este, iluminado, seguía siendo tan inasible como siempre: como la vida de los seres humanos en los buenos retratos.

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