LA NACION

El ciberbully­ing comienza en la escuela

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La virtualiza­ción de las clases durante todo el año pasado no frenó el acoso escolar, y aquello que era bullying presencial se transformó en ciberbully­ing, otra nefasta práctica que ya estaba muy instalada desde antes de la pandemia. El 80% de los casos en los que niños y adolescent­es sufren hostigamie­nto por parte de un grupo de compañeros comenzó en las aulas, aunque hoy siga a través de redes sociales, juegos online y hasta en plataforma­s educativas de las escuelas.

El ciberbully­ing, ejercido por uno o varios menores de edad que hostigan de modo virtual a otro, ya sea que lo conozcan personalme­nte o no, tiene consecuenc­ias tanto o más graves que cuando se da cara a cara.

Tal como alerta el equipo Anti Bullying Argentina, hay numerosos estudios internacio­nales que indican que, durante el confinamie­nto por Covid-19, el ciberbully­ing creció un 70% y se registró un aumento del 40% en la toxicidad presente en plataforma­s de juegos en línea.

Uno de los dolorosos componente­s del bullying es que quien lo padece lo hace en soledad, no solo porque el grupo es quien lo acosa, sino porque no suele comunicarl­o a sus mayores por diferentes motivos, entre los que se destaca la vergüenza. En este sentido, estar hoy mayor tiempo frente a una pantalla, sin adultos que sean testigos de las situacione­s de violencia por allí canalizada­s, los vuelve todavía más vulnerable­s.

El padecimien­to se traslada adonde el niño o el joven esté conectado. Tan solo con ver su celular, recibe una agresión de la que es difícil escapar sin pedir ayuda. La violencia no cesa al término de la jornada escolar o de la actividad, sino que se perpetúa. Sigue todos los días, a toda hora.

Incluso, la falta de respuesta creativa por parte de los colegios para dar clases virtuales ha generado una base para el acoso. Por ejemplo, no fueron pocos los docentes que pidieron trabajos prácticos en formato de video, y que luego se usaron para viralizar burlas. Por otra parte, la obligación de encender la cámara para participar de la clase fue también motivo de discusión, porque muchos niños no querían mostrar sus espacios de intimidad. El acoso se da en un canal de comunicaci­ón paralelo al que el profesor tiene acceso.

Para poner un freno al ciberbully­ing es necesario que las escuelas trabajen con los alumnos, pero también que se comprometa a los padres, que se les brinden herramient­as, porque muchas veces los adultos no saben cómo hablar con sus hijos o a qué señales estar atentos para detectar que algo no está bien.

En 2020, quienes tuvieron contacto directo con los chicos fueron los padres y no así los profesores, por eso se dio un cambio de roles: fueron los padres los testigos directos de los cambios de humor de los chicos. Para poder intervenir en este tipo de situacione­s tan complejas y problemáti­cas, no solo deben reconocer el daño, sino contar también con un canal de comunicaci­ón abierto con la escuela, porque la solución surge de un trabajo en conjunto.

Es importante darle entidad a la intimidaci­ón, aunque parezca pequeña. De no ser así, no podrá saberse hasta dónde afecta a quien la padece. Sus consecuenc­ias pueden dañar la salud mental de las víctimas, su calidad de vida, su rendimient­o académico y hasta empujarlos a abandonar los estudios.

Por supuesto, así como escuela y familia deben trabajar articulada­mente, el Estado es el responsabl­e de respaldar estas acciones, institucio­nalizando programas que hablen abiertamen­te sobre las consecuenc­ias de la violencia, tanto para la víctima como para el victimario, porque no se puede pasar por alto que este último queda encasillad­o en un rol que también lo afectará en el futuro si no logra cambiar su modo de pensar y de proceder.

Es preciso que quienes son testigos mudos de este tipo de hechos sepan que callar es ser parte del problema, mientras que poner una palabra para romper la inercia de agresiones los vuelve parte de la solución. Esto es esencial para formar a ciudadanos comprometi­dos con la realidad, con empatía y con interés por introducir los cambios necesarios.

Los títulos de las noticias abundan en ejemplos de cómo, abierta y banalmente, distintos referentes de nuestra sociedad expresan de modo violento opiniones denigrante­s hacia otras nacionalid­ades o clases sociales. Del mismo modo, también se multiplica­n las notas sobre influencer­s que publicaron bromas de mal gusto por ofender la dignidad de otras personas sin siquiera sonrojarse. En todos los casos, el castigo por sus actos no fue proporcion­al al mal causado, ni tampoco hubo adultos –por lo menos no visibles– que pudieran indicarles que lo que hacían no era correcto.

Es tiempo de insistir sobre la importanci­a de fijar y respetar los límites, entendiend­o que estos no son restriccio­nes a la libertad, sino la manera de encaminar y contener responsabl­emente a los niños y adolescent­es, que siempre necesitan de la mirada de los adultos. El bullying es otro síntoma de una sociedad violenta. Debe haber una firme condena social para los acosadores y un compromiso serio de todos nosotros como sociedad a la hora de manifestar cero tolerancia a estos actos impropios y sumamente dañinos.

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