LA NACION

Si el Estado es mío, la vacuna también

- Héctor M. Guyot

Hasta cuándo vivirá el país bajo el imperio del relato? ¿Hasta dónde se estirará la tolerancia social frente al divorcio de la palabra y los hechos? Estos interrogan­tes no admiten una respuesta ligera. El relato ha probado tener un gran arraigo y viene resistiend­o las desmentida­s de la realidad desde la tragedia de Once, en la que murieron 52 personas porque los fondos públicos que debían ir al mantenimie­nto de los trenes terminaban en el bolsillo de funcionari­os y empresario­s. Luego llegó la escena en que José López le entregó un bolso con casi diez millones de dólares a una monjita muy bien entrenada, según registraro­n las cámaras de esa guarida que pasaba por convento. Asistimos también al conteo de parvas de dólares en La Rosadita y a las revelacion­es de la causa de los cuadernos, confesione­s incluidas, que describen en detalle el metódico saqueo del Estado durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. A pesar de todo esto y de mucho más, el kirchneris­mo volvió al poder a través del voto. Lo logró gracias a su mejor arma, esa construcci­ón retórica capaz de embellecer el delito hasta convertirl­o, para el sueño de las almas cándidas y la simulación de las cínicas, en gesta revolucion­aria. Sin embargo, el relato hoy está mostrando sus limitacion­es y corre peligro de agotarse.

Las evidencias reunidas en los juzgados de Comodoro Py desbaratan los intentos de imponer sin más la teoría del lawfare. A la hora de dictar sentencia, los jueces no tienen mucho margen para fallar de espaldas a la prueba que obra en el expediente. Esta semana tuvimos una muestra. La condena de 12 años para Lázaro Báez, aquel empleado de banco al que Kirchner llenó de obra pública, repercute en las causas que se le siguen a Cristina Kirchner: para lavar 55 millones de dólares primero hay que hacerse de ellos. El peso de esta obviedad estimula la imaginació­n del kirchneris­mo, hoy concentrad­a en la búsqueda de impunidad.

Pero no solo hay que lavar el pasado, sino también el presente. Alberto Fernández encarna, a la fuerza y sin vocación, la fase superior del relato: tiene que cubrir con palabras la corrupción expuesta del gobierno de sus antiguos jefes, debe dar vuelta todo lo que dijo sobre Cristina Kirchner mientras estuvo en el llano y además necesita justificar los recurrente­s banquinazo­s y errores de su propia gestión. Es demasiado y nada parece estar saliendo bien.

Cristina hacía A y decía B. Su verbo alienado se imponía como un acto de fe entre sus acólitos. Alberto Fernández hace A y dice B y dice C y dice D. A diferencia de su vice, la contradicc­ión no lo favorece. Es un racional atrapado en una trama irracional. Por eso en su boca el relato carece de convicción. Por eso su credibilid­ad se desplomó. Esta paradoja ahoga al Gobierno. Ninguno de los dos socios está alcanzando lo que se propuso en el pacto que los llevó al poder. ¿Provocará esto una radicaliza­ción del Presidente? ¿O la creciente tensión interna del oficialism­o en medio del deterioro del país y ante las elecciones legislativ­as acabará liberándos­e de otra forma?

El lavado de dinero de Báez y el escándalo de los vacunatori­os vip son manifestac­iones de una misma concepción del Estado. En ella, el acceso al gobierno habilita a considerar los bienes públicos como propios. Así, el Estado es la llave para el enriquecim­iento personal, pero también para perpetuars­e en el poder mediante el uso de sus recursos. Esto viene de lejos y ha consolidad­o una casta vitalicia cuyo sensor moral se ha ido anestesian­do, a tal punto que hoy no encuentra la falta en el hecho de haberse quedado con vacunas destinadas a quienes en verdad las necesitan con urgencia. También el dinero que se roba al Estado produce del otro lado un faltante, un vacío que se traduce en la pobreza que hoy alcanza casi a la mitad de los argentinos.

La oligarquía gobernante, gracias a la impunidad que se ha garantizad­o hasta aquí, está más allá del bien y del mal. No conoce el límite entre lo permitido y lo prohibido.

Esa insensibil­idad no le permite comprender la indignació­n social que despertaro­n tanto el uso político de la campaña de vacunación como la apropiació­n personal de las vacunas. Así como el relato, la tolerancia de la sociedad también se agota. Es posible que eso quede reflejado nuevamente en la protesta convocada para hoy.

En su voracidad, el kirchneris­mo va por todo. La misma expresiden­ta arengó a su tropa con este objetivo en febrero de 2012, días después de la tragedia de Once. En esa pulsión desmesurad­a, en esa sed de poder y dinero, hay un rechazo visceral a la idea misma de límite. Y no hay límite más definitivo que la muerte. De allí que la finitud despierte negación y rechazo entre quienes se han acostumbra­do a no respetar otra ley que su propia voluntad. Con la pandemia, la muerte dejó de ser una abstracció­n. Esto explica también la súbita multiplica­ción del personal esencial y de salud en las planillas del programa de vacunación. Si el Estado es mío, las vacunas también lo son.

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