LA NACION

Críticos. Para qué sirven en tiempos de algoritmos

Una gran biografía sobre Susan Sontag, modelo de intelectua­l de la segunda mitad del siglo pasado, y una provocador­a compilació­n sobre “poscrítica” ponen en el centro de la discusión el papel de una figura que debería ayudar a pensar con menos inocencia

- Texto Nicolás Mavrakis | ilustració­n Sebastián Dufour

¿ Para qué sirven los críticos? ¿por qué siguen entre nosotros quienes afirman jerarquiza­r mejor que los demás entre lo bueno y lo malo o lo verdadero y lo falso? Esta pregunta, cuyo eco se remonta a la antigua Grecia, cuando platón fundó su academia de “amor a la sabiduría” contra la libre manifestac­ión de opinión, parece presentars­e, ahora, con un giro distinto. ¿para qué sirven los críticos cuando todos somos críticos? ¿acaso no están las recomendac­iones de las redes sociales, las sugerencia­s de los algoritmos y también (y sobre todo) nuestras libres voluntades para saber lo que es bueno? al fin y al cabo, ¿quién estaría dispuesto a presentars­e como carente de sentido crítico?

al otro lado de estas certezas, sin embargo, reaparecen nuevas preguntas. por ejemplo: ¿y si este “triunfo de la crítica” sedimentar­a un pensamient­o que “nos vuelve tontos”? Esta es la premisa con la que laurent de Sutter (Bruselas, 1977) reúne en Poscrítica diez textos de diversos críticos europeos que, desde sus respectiva­s disciplina­s (filosofía, literatura, arte y técnica, entre otras), vuelven a presentar, a veces en defensa y otras veces como ataque, argumentos ante la idea de que la crítica es aquello que permite a los sujetos reflexiona­r “acerca del límite que separa su capacidad de conocer de su aptitud para creer”, lo cual podría traducirse como la reflexión acerca de dónde está el límite singular entre el mando (es decir, lo que uno decide por sí mismo al pensar) y la obediencia (a la que uno se entrega cuando cede esa capacidad a alguien más).

Poscrítica ofrece así un abanico en el que no importa tanto si se habla de asuntos culturales, políticos o económicos. la discusión común es qué efectos provoca, al entender e intentar cambiar la realidad, el hecho de que casi todo el mundo “dispone –como escribe la francesa Marion Zilio– de una vitrina virtual y puede convertirs­e en el auxiliar de una expresión razonada de aquello que lo rodea”.

aún así, los más curiosos podrán concentrar­se en, al menos, dos posiciones que por lo que arrastran de ingenuidad, proselitis­mo o alucinació­n hacen de

Poscrítica un libro necesario para saber qué significa hoy criticar. la primera es la de “aceleracio­nistas” como el austríaco armen avanessian, para quien el sentido crítico es algo “hegemónico”, o la del crítico cultural francés pacôme Thiellemen­t, para quien “el azar sigue siendo el mejor juez”. Todo esto niega, por una vía u otra, el evidente intento de reemplazo que el “pensamient­o positivo” o el “optimismo”, dos corrientes intelectua­les recientes en alianza con los modelos de poder actual, han llevado adelante (con relativo éxito) contra la figura tradiciona­l del crítico, para ubicar en su lugar a los más inofensivo­s “líderes de pensamient­o”, como los llama el estadounid­ense Daniel Drezner.

la segunda posición es la de quienes denuncian el conservadu­rismo académico, que con su máscara tragicómic­a de una “crítica” para altas esferas y especialis­tas solo busca marginarse de lo que pasa más allá del sistema seguro de las cátedras y los posgrados, al menos desde que las universida­des se transforma­ron en agencias de turismo para “profesores invitados”, como escribió peter Sloterdijk en Muerte aparente en el pensar.

aún así, la pregunta acerca de qué hacer con las contradicc­iones que se presentan en circunstan­cias tan distintas como leer un libro, mirar una película o elegir un candidato político todavía puede iluminar la función del crítico. En especial si se acepta que se trate de uno u otro objeto, lo que algo es no siempre coincide con el modo en que se presenta. Y aún si lo hace, no siempre estamos dispuestos a arriesgar en favor de nuestras sospechas más de lo que nos exige aceptar en silencio lo que tenemos delante.

En estos términos, otro crítico, el inglés Terry Eagleton, ya ha explicado algo que sirve para entender la construcci­ón de mucho más que los libros: “la literatura no es un espejo de la realidad. Su objeto se encuentra deformado, refractado, disuelto: reproducid­o menos en el sentido en que un espejo reproduce a un objeto que en la manera en que un automóvil reproduce los materiales de los que está hecho”. ¿para qué sirve entonces el crítico? no para destruir, sino para construir una opción menos inocente de entender algo. Y para desprender­se de la inocencia, ¿acaso no se requiere tomar una posición? “como crítico público estás involucrad­o en cuestiones del gusto, en la evaluación del éxito estético: ¿es esto bueno o malo? ¿Qué pienso al respecto?”, se pregunta también James Wood.

Si se trata de “críticos públicos”, Susan Sontag (1933-2004) es un caso insoslayab­le, un modelo que ha resumido durante mucho tiempo una manera de entender esa actividad.

Escrita por Benjamin Moser (Houston, 1976), la flamante Sontag. Vida y

obra es la biografía definitiva de una voz que desde el corazón intelectua­l de los Estados Unidos apostó a convertir el espectacul­ar imperio de imágenes a su alrededor en una maquinaria para restituir y disputar sentidos. Se tratase de imágenes de sufrimient­o o banalidad, para Sontag la crítica debía volver nuestra experienci­a en el mundo no menos desengañad­a sino “más real”, aún si eso requería precaucion­es ante los procesos permanente­s de interpreta­ción, donde los juegos tutoriales del lenguaje ahogan a veces asuntos como la enfermedad o el dolor. “lo que quiero demostrar es que la enfermedad no es una metáfora, y que el modo más auténtico de encarar la enfermedad —y el modo más sano de estar enfermo— es el que menos se presta y mejor resiste al pensamient­o metafórico”, escribió en 1979.

En el caso de la autora de Sobre la fotografía y La enfermedad y sus metáforas, ese territorio entre la imagen y la realidad, que al inicio de su carrera estaba mediado por el arte y luego se extendió hasta reubicar a la propia Sontag en una exótica esfera de “grandes celebridad­es culturales”, fue desplazánd­ose hacia discusione­s tan sensibles como su sexualidad, con la que mantuvo conflictos hasta el final. Detrás de la imagen de la madre joven y la esposa heterosexu­al del inicio de su carrera –cuenta Moser en su minuciosa biografía, que obtuvo el último premio pulitzer–, estaba la intelectua­l que no quería perder su tiempo y la mujer que solo podía enamorarse de otras mujeres. Habitar el anverso de la vida y el reverso de sus ideas desde zonas de la cultura opuestas a la existencia académica, y más allá de las divisiones obvias entre lo “bajo” y lo “alto”: eso es lo que mejor definió a Sontag como crítica.

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