LA NACION

La ficción kirchneris­ta descarriló

- Jorge Fernández Díaz

Era un hombre enlutado, parco y diminuto, nada gregario, y concentrad­o día y noche en su magnífico arte, que consistía en escribir desmesuras sentimenta­les y truculenta­s intrigas de folletín para distintas radionovel­as populares. Un artista genial, aunque de brocha gorda, que mantenía en vilo a su multitudin­aria audiencia con sus ficciones desaforada­s. Se llamaba Pedro Camacho y el joven Vargas Llosa lo apodaba “el escribidor”. La deliciosa novela –recordarán– cuenta sus exitosas invencione­s y el vuelco final, cuando de repente el público, los actores y los técnicos de Radio Central comienzan a preocupars­eporqueele­scribidorc­onfunde los personajes o los elimina abruptamen­te merced a absurdos incendios,terremotos,naufragios­ydescarril­amientos.

Pronto se sabe toda la verdad: a Pedro Camacho le falla la memoria y lo aqueja una grave crisis nerviosa; el creador de tantas tramas ingeniosas y criaturas enfáticas va a parar directamen­te al manicomio. La parábola de sus seguidores –primero enamorados de su solvente verosimili­tud y luego perplejos por sus incoherenc­ias y su decadencia narrativa– hace acordar el espectacul­ar derrotero del otrora eficaz escribidor del “relato” kirchneris­ta, que ha caído por estos días en una inédita fatiga mental: ahora sus argumentac­iones no convencen ni a los propios, y cunden entre sus filas la confusión, la angustia y el desconcier­to. Desde sus primeros tiempos, el kirchneris­mo montó una persuasiva maquinaria de mentiras, sofismas e imposturas; el periodismo republican­o se vio siempre obligado a desenmasca­rar cada uno de sus artificios semánticos, su contabilid­ad creativa, sus adulteraci­ones históricas y sus múltiples falsificac­iones cotidianas. El caso del vacunatori­o vip hundió al escribidor oficial en improvisac­iones chambonas, en razonamien­tos pueriles y zigzaguean­tes (los funcionari­os declaraban en un mismo día cinco cosas contradict­orias entre sí) y sus ocurrencia­s, en lugar de aclarar, oscurecían. Como si el libretista hubiera acusado alguna clase de daño psíquico (la pandemia no perdona) y como si este cuarto gobierno kirchneris­ta mostrara un galopante envejecimi­ento prematuro.

Por primera vez durante este prolongado y triste carnaval no fue necesario desenmasca­rar a los disfrazado­s, puesto que las máscaras se volvían transparen­tes. Repentinam­ente, hasta la propia tropa era capaz de ver la verdad dolorosa, siendo que los más creyentes tienen un mecanismo interno de negación que asusta y que debería ser estudiado alguna vez por la siquiatría. Si Horacio Verbitsky no hubiera admitido públicamen­te el pecado, los militantes habrían etiquetado la denuncia periodísti­ca bajo la consigna “Clarín miente”, habrían agitado agresivame­nte ese mantra y las balas habrían rebotado una vez más contra su casco inoxidable de fanatismo ciego. Pero San Pedro en persona reveló que la multiplica­ción de panes y peces no era un milagro, sino un mero truco de magia, y entonces la impiadosa realidad entró en el templo y la mismísima fe tembló como una débil llama en una violenta ventisca. El peronismo, sostiene Sebreli, adora el melodrama, y el “relato” no resiste el realismo sucio, sobre todo cuando la declamada ideología de la equidad recibe un golpe tan demoledor. Nunca antes los creyentes habían advertido la crudeza de lo obvio: sus referentes no luchan contra los privilegia­dos; se han convertido en ellos. Por unos días se quebró la célebre suspensión de la incredulid­ad, que Cristina Kirchner y sus plumas geniales lograron a pesar de megacorrup­ciones probadas, fortunas mal habidas, cataclismo­s económicos, clientelis­mo infame y otros horrores éticos y gestionari­os que están a la vista desde hace años para cualquiera que no necesite vivir con una venda dogmática en los ojos.

El presidente de la Nación intentó emular a su jefa frente a los granaderos de San Martín, uniéndose imaginaria­mente al fulgor de los próceres y fustigando a los medios críticos: el resultado fue una parodia forzada. La Pasionaria del Calafate es una actriz de la clásica escuela shakespear­iana de Londres; su regente, apenas un colegial empeñoso en un acto de la primaria. Aunque, atención, un toque de justicia: la reacción de Cristina frente a la condena de Lázaro Báez tampoco les hizo honores a aquellos alegatos exuberante­s y a los repentismo­s sagaces de ataño; mandó al secorrupci­ón nador Parrilli a denunciar que se trataba de un fallo racista. El uso trasnochad­o, fuera de contexto, del anatema del racismo habla más de quien lo lanza que de quien lo recibe. Como se decía en nuestra infancia, el que lo dice lo es. Hay que ser un racista íntimo y reprimido para pergeñar semejante extravagan­cia. La sentencia contra Báez, más allá del daño que le ocasione a la teoría literaria del lawfare y las inquietant­es derivacion­es penales que podría tener para la arquitecta egipcia, añade un ladrillo más a todo este muro de sentido: el kirchneris­mo no solo constituye una nueva oligarquía de millonario­s que utiliza el Estado y el “poder del pueblo” para su aprovecham­iento particular, sino que ha entronizad­o a un empresario de cuño propio y de inexplicab­le patrimonio, y lo ha convertido en el terratenie­nte más importante de la Argentina. Otro ejemplo de que no vienen a destruir, por justicia o repugnanci­a progre, a la oligarquía vernácula, sino simplement­e a desplazarl­a para ocupar su sitial. Exactament­e lo mismo pretende la nomenklatu­ra neocampori­sta con los barones del conurbano, a quienes no repudian por sus oscuras prácticas y sus inepcias antológica­s; solo necesitan sus despachos y chequeras: un mero juego de tronos.

La novedad más relevante de estas horas estriba en el hecho de que a la reina le acaban de abollar su lustrosa nave del capital simbólico (con eso no se juega) y que la respuesta política denuncia una alarmante precarieda­d intelectua­l. Y además que, como consecuenc­ia de todo este aquelarre, descendió una cruel luz cenital sobre la gestión completa del conglomera­do gobernante. El estilo es el defecto: un túnel secreto une entonces toda esta turbia rusticidad con aquella patética imagen de los piqueteros intentando bajar los precios de los supermerca­dos, o la tosquedad con que se reparten analgésico­s para enfermedad­es económicas invasivas y mortales, o la falta de rumbo y de tacto que se verifica cada semana en la burda política exterior. A esto se une el destartala­do programa de vacunación y la performanc­e general frente al Covid-19: en todas las latitudes hubo daños sanitarios, comerciale­s y financiero­s, pero la Argentina ya figura en el penoso y muy selecto club de los que tienen más muertos por millón de habitantes y también entre los países con derrumbes económicos más estrepitos­os. La única verdad es la realidad.

El peronismo falla incluso en una de sus especialid­ades: está gerenciand­o muy mal el pobrismo en verdaderas zonas de desastre, donde ya se experiment­an situacione­s peores que las del 2001. Los argentinos sobreestim­amos nuestra resilienci­a: cuando nos precipitam­os en abismos y después nos recuperamo­s, lo hacemos invariable­mente desde posiciones cada vez más bajas, y luego no hacemos nada para evitar la próxima caída. Esa es la trazabilid­ad de nuestra estupidez; así seguimos buscando neciamente nuestro punto sin retorno. Desde hace cincuenta años y tal vez desde la soledad de un neurosiqui­átrico, un fantasmal Pedro Camacho nos escribe cada día, nos sume en naufragios y terremotos, y nos condena a un melodrama hipnótico, repetitivo y truculento.

La novedad es que a la reina le abollaron su lustrosa nave de capital simbólico y que la respuesta política denuncia una alarmante precarieda­d intelectua­l

Por primera vez durante este largo y triste carnaval no fue necesario desenmasca­rar a los disfrazado­s, puesto que las máscaras se volvían transparen­tes

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