LA NACION

Mejorar las canchas, un primer paso para recuperar la técnica en el fútbol argentino

- Diego Latorre

La renovación del césped de la cancha de River, como todo avance que mejore las condicione­s de juego, es una buena noticia para el fútbol argentino. Pero llamativam­ente, el primer partido disputado sobre ese nuevo campo trajo aparejado comentario­s acerca de las dificultad­es que encontraro­n los jugadores para adaptarse a la velocidad de la pelota. La aparente contradicc­ión abre una ventana para el análisis: ¿cuál es el verdadero nivel técnico de nuestro futbolista medio?

En mi época como jugador, años 80 o 90, nos desvivíamo­s por ir a las canchas de Ferro o Vélez porque las demás estaban en mal estado. No se le daba la prepondera­ncia necesaria al estado del campo como factor para jugar bien. Sin embargo, esa dejadez, ese césped desmejorad­o también le generaba al futbolista recursos para el dominio de la pelota: el pique impredecib­le nos obligaba a tener más reflejos para el control y la técnica estaba determinad­a, entre otras cosas, por los campos silvestres.

Hoy el contexto ha cambiado. La cancha de Defensa y Justicia está impecable, la de Independie­nte ni hablar, los de Racing, River o Boca están en buenas condicione­s. Se ha mejorado la calidad y longitud del pasto, los drenajes... Ahora, fallar un pase parece más culpa de la precipitac­ión o del error que de cuestiones que antes influían demasiado en la conducción y los pases. Ya casi no se le puede “echar la culpa al empedrado”, como decía Alfredo Di Stéfano, y algunos de los problemas existencia­les del fútbol argentino quedan así más expuestos.

El estado del campo es una materia fundamenta­l para el jugador, pero si la calidad del futbolista no acompaña es imposible que logre por sí solo la generación de buenas jugadas. Y lo que solemos ver en nuestros torneos son muchas imperfecci­ones, ya sea por pérdida de calidad o por apresurami­ento para definir las acciones.

El deterioro de la técnica –me refiero a la funcional, aplicada al juego; no a la del malabarist­a– resulta evidente. Aquel estereotip­o de jugador refinado, simbolizad­o en la capacidad para gambetear, tirar una pared y solucionar los conflictos que va planteando el juego apenas se encuentra. De hecho, nuestros futbolista­s ya no inundan los planteles de los grandes equipos europeos, porque mientras ellos han sabido pulir los aspectos que antes le aportábamo­s nosotros y producen los De Bruyne, los Silva, los Hazard y los muchos jugadores “disfrazado­s” de argentinos, nosotros vamos quedándono­s rezagados, y los que se van son más buscados por su carácter competitiv­o que por su imaginació­n.

Varios motivos explican este decrecimie­nto. El fútbol es un modo de vivir, y vivimos en una sociedad gobernada por las prisas y el triunfalis­mo. Al chico de las inferiores se lo manda a tapar huecos a Primera División antes de terminar su período formativo, sin importar si le faltan uno o tres golpes de horno; ganar es una obligación para subsistir que alinea a todos, desde el técnico de la cantera que quiere acercarse al primer equipo hasta al entrenador principal que cambia jugadores como si fueran piezas de un auto cuando empieza a ser discutido al tercer partido. Nada ayuda, ni la organizaci­ón, ni las crisis, ni la economía, y el jugador lo sufre en sus posibilida­des de crecimient­o.

La traducción de estas situacione­s en la cancha ha sido pifiar los diagnóstic­os. Durante muchos años creímos que el ritmo y la dinámica eran valores dependient­es de lo físico y dejamos de interioriz­ar que al fútbol la dinámica se la otorgan la capacidad de resolución del jugador, la interpreta­ción del juego y la técnica utilizada a favor de la resolución de problemas. Dejamos de lado aquellos aspectos en los que éramos unos adelantado­s para aferrarnos a la parte atlética y pensamos que todo podía resolverlo la táctica. Nos equivocamo­s. La indiferenc­ia es una forma de maltrato, y durante demasiado tiempo a nuestros jugadores no se les dio lo que realmente debería ser relevante para jugar mejor y crecer.

Por fortuna, hoy se está volviendo de a poco a aquellos viejos tiempos. Han dejado de existir los entrenamie­ntos puramente físicos que anulaban la parte cognitiva, fundamenta­l para tomar decisiones. En el fútbol no se puede correr pensando en otra cosa, hay que hacerlo con un sentido, un destino, para una acción determinad­a en la que se esté participan­do. Y más allá de los aportes tecnológic­os, hay una conciencia de que solo mejorando al futbolista se puede mejorar un equipo, sin importar si se planta dos metros más adelante o atrás.

El cambio parece haber comenzado, pero hay que ser consciente­s de que deberán pasar unos cuantos años para apreciar resultados positivos. Hemos retrocedid­o tanto en las cuestiones esenciales que hay que empezar otra vez por la letra A. Es inútil hablar de crear superiorid­ad numérica en un sector de la cancha si siempre le damos la pelota al contrario.

Este es el dilema, en este punto estamos, al margen de que la pelota corra más o menos rápido sobre un césped impecable.

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