LA NACION

La cajita del terror

- Por Hugo Beccacece

Ya se ha convertido en un lugar común, gracias a Jorge Luis Borges y a Maurice Blanchot, la idea de que cada lector de un libro hace su propia lectura de esa obra. Si yo hubiera tenido una duda sobre ese asunto, lo que me pasó con la columna del domingo pasado, publicada en esta misma sección, habría despejado mi titubeo.

Contaba en ese “Manuscrito” que mi primer amor en la escuela primaria fue una chica de primer grado que no era fea, tampoco una belleza. Pero, en cierto momento del año, un eczema desfiguró su cara y, cuando empezó a secarse, su piel quedó cubierta por costras. Mi amor no disminuyó; esa metamorfos­is hizo que Florencia me resultara más interesant­e. Empecé a fantasear con sacarle las costras con mis dedos suavemente. Con ellas, construirí­a su cara en soledad.

Durante el domingo pasado y hasta el jueves último, recibí llamadas de amigos más o menos coetáneos que me comentaron esa nota. El primero fue J., un periodista especializ­ado en ciencia. El artículo le había gustado mucho porque también él se había enamorado en el primario de una chica fea. La fealdad la hacía única.

Después me llegó un Whatsapp. Era un mensaje grabado de una amiga, L., doctora en Letras, de innumerabl­es lecturas y con mucho sentido del humor. Me dejó, entre risas, un comentario absolutame­nte inesperado: “¡Qué siniestra tu columna! Las costras me parecieron un espanto y que vos desearas sacárselas es el colmo. Parece un cuento de Edgar Allan Poe”.

Otra amiga, G. C., compartía el rechazo por las costras con L. Por teléfono, me dijo: “¡Las costras! ¡Qué asco! ¡Cómo se te ocurrió sacárselas! Uno no se espera que vos, a los nueve años, te imaginaras esas cosas retorcidas. ¿No habrás inventado todo eso?”. Una tercera amiga, G. M., también de innúmeras lecturas, me mandó un mensaje escrito por Whatsapp. Me decía que se había divertido mucho con el humor y la ironía de esos recuerdos. Quedé con una sospecha. Me fui al ejemplar de

Obras completas, de Poe. Revisé los títulos y los comienzos de los cuentos; de pronto, me encontré con “Berenice”. Ese relato me resultaba familiar. Es la historia de dos primos que crecieron juntos en la misma casa. Él, Egaeus, es un hombre melancólic­o, estudioso, sombrío, que puede quedarse horas mirando un objeto trivial, enfrascado quizá en qué pensamient­os. Ella, Berenice, es una mujer hermosa, jovial, entusiasta, siempre sonriente, muy sociable. No pueden ser más distintos. Con el tiempo, ella enferma de epilepsia y de otros males y se convierte en un ser desvaído, borroso, como envuelto en tinieblas. Una noche, mientras Egaeus está sentado en la biblioteca, concentrad­o, como de costumbre, Berenice entra en ese estudio. Más que un ser real, es un fantasma. En la penumbra, hay una luz que se destaca. Es el brillo de los dientes de Berenice, de un blanco perfecto, radiante. Desde ese momento, Egaeus ve los dientes de Berenice en todos lados. El día que Berenice muere, aquellos dientes siguen persiguien­do al primo, que se apresta para ir al funeral. En la escena siguiente, Egaeus se despierta en la biblioteca, sabe que ha ido al funeral, pero no recuerda nada, algo le dice que ha hecho algo grave, pero no sabe qué. Un servidor entra y lentamente habla de lo que pasó: un sepulcro violado, un cuerpo desfigurad­o y todavía vivo. Le muestra en la biblioteca una pala en un rincón, la ropa y las manos de Egaeus manchadas de sangre y barro. El señor ve sobre la mesa una cajita de plata. La toma de un modo torpe; la cajita cae al suelo. De ella, escapan instrument­os de cirugía dentaria y treinta y dos pequeños objetos blancos: la dentadura de Berenice.

Aquellos dientes bien podrían haber sido las costras de Florencia. Yo no inventé nada de lo que se publicó el domingo pasado en esta columna, pero el recuerdo de aquel episodio de mi niñez quizá se haya depositado en mi memoria junto a “Berenice”, leído en mi adolescenc­ia. Y vaya uno a saber la razón por la que las costras volvieron a la luz. El motivo lo descubrí muy pronto porque no pude evitar lo que hace medio mundo en esos casos. Busqué en Google si el cuento de Poe había sido adaptado para el cine. Sí, en 1954, sobre ese texto, un director casi desconocid­o en aquella época realizó un cortometra­je, Berenice. El novato era Éric Rohmer, el formidable director francés. El mismo Rohmer interpreta­ba el papel de Egaeus. Por si fuera poco, Google informaba que la plataforma Mubi tenía Berenice en cartelera. Ese título había estado una semana ante mis ojos cada vez que hurgaba en Mubi para elegir una película: es casi “La carta robada”. Las costras de Florencia estuvieron esperándom­e en una pantalla de computador­a, pero, si yo me hubiera atrevido, bien podrían haber terminado en una cajita con cartas románticas que jamás existieron.

Un servidor entra y habla de lo que pasó: un sepulcro violado, un cuerpo desfigurad­o y todavía vivo

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