Guía para entender al Presidente
Cristina Kirchner le puso su firma al discurso que el lunes pronunció Alberto Fernández ante la Asamblea Legislativa. Su defensa en la causa del dólar futuro fue una fenomenal exhibición de poder político: de acusada a acusadora, les enrostró a los jueces que deben decidir su suerte haber sido cómplices de la decadencia argentina, los ligó a Mauricio Macri y los retrató como símbolos de esa teoría autoexculpatoria que es el lawfare.
Escucharla permite entender mejor la ingeniería de la ofensiva judicial en la que se aventura el Gobierno, con suerte dispar, desde que asumió. En su declaración ante los jueces de la Casación resaltó la idea de un Poder Judicial “en los márgenes del sistema republicano” de la que habló el Presidente, apareció desplegada en profundidad la tesis de que Macri y sus funcionarios más cercanos cometieron delitos al endeudarse con el Fondo Monetario Internacional (FMI) –por ende merecen la querella criminal que prepara el Poder Ejecutivo– e irrumpieron con nombre y apellido los jueces y fiscales del “eje del mal” oficialista: Gustavo Hornos, Carlos Stornelli, Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi, Martín Irurzun, Raúl Pleé, Julián
Ercolini. Fernández había aludido a ellos sin nombrarlos.
Enérgica, por momentos al borde del llanto, la vicepresidenta ocupó los 48 minutos de su declaración en señalar a los camaristas Daniel Petrone y Diego Barroetaveña como cómplices de un poder económico permanente en la Argentina. “Primero fueron las Fuerzas Armadas y ahora son ustedes el Poder Judicial, los jueces, los que siguen velando por esos intereses“, dijo. Añadió que conforman un “sistema podrido y perverso”. Lo hizo desde el despacho de la presidencia del Senado, con la bandera argentina bien visible, símbolo de su investidura. Parecía una cadena nacional de otras épocas. Casi no perdió tiempo en defenderse de lo que aparece en el expediente. Lo que planteó es una directa confrontación de poderes, de manera más transparente y explícita que la expuesta por Alberto Fernández ante el Congreso. Dejó a la luz cuál es la fuente de inspiración intelectual del texto que leyó el Presidente.
Cristina Kirchner insistió con la postura de su anterior declaración, previa a asumir como vicepresidenta, cuando se declaró “absuelta por la historia”. Enfatizó que a ella la votaron para todos los cargos que ocupó, mientras los encargados de dictar sentencia sobre sus actos son una “aristocracia” a la que nadie eligió y que mantiene una capacidad indebida para influir en la vida de los argentinos. Les achacó a los jueces haber sido responsables incluso de que Macri haya sido presidente. Nunca había estado tan cerca de equiparar la etapa de Cambiemos con una interrupción de la continuidad democrática.
Cada palabra y cada gesto revelaron también la creciente preocupación de Cristina Kirchner por la falta de solución a las causas de corrupción en las que está involucrada. Este juicio acaso sea el que menos la complica y, según muchos analistas, tiene grandes probabilidades de ser absuelta. Pero ya se reanudó el juicio por la distribución discrecional de obra pública en Santa Cruz, ligado de manera peligrosa al lavado de dinero por el que fue condenado la semana pasada Lázaro Báez. Y en el horizonte aparece la causa Cuadernos, con su cúmulo de pruebas y arrepentidos que describieron un esquema sistemático de reparto de coimas.
El kirchnerismo había imaginado un derrumbe sencillo de esos expedientes al retomar el poder. El fracaso de esa estrategia es una de las facturas más pesadas que le pasan del Instituto Patria a la Casa Rosada.
La línea que va del discurso de Fernández del lunes al alegato de su vicepresidenta del jueves deja en claro, acaso como nunca antes, la absoluta simbiosis entre uno y otra.
Si alguien imaginaba aún un “albertismo” moderado que matizara la presión institucional sobre el Poder Judicial, deberá resignarse.
Al seguir su razonamiento se comprende mejor el proyecto de crear una comisión bicameral para investigar a la Justicia que Fernández esbozó el lunes de manera algo errática y que tuvo que traducir al día siguiente el senador oscar Parrilli para que se entendiera que ahí había habido un anuncio. Se trata de exponer a los jueces –no importa si en definitiva no tendrá facultades para sancionar, como después aclaró la ministra Marcela Losardo–, de dar una discusión política que debilite sus decisiones, de blindarse desde la cima del poder de eventuales fallos incómodos. Si los jueces “no se investigan a sí mismos” y también tienen a “corruptos” en sus filas, entonces será la mayoría parlamentaria la encargada de al menos hacer el gesto de exhibirlos.
Las sentencias se convierten, a la luz de esa estrategia, en ataques políticos a partir de una rudimentaria operación que redime a aquellos que la Justicia considere culpables.
Fernández está perfectamente en sintonía, por mucho que algunos de sus allegados hubieran querido bajar el tono a su filípica del lunes. La jefa del Frente de Todos acaba de emitir el grito de batalla, en los inicios del año electoral. No se trata de la obsesión personal de ella, sino de un objetivo político central del Gobierno.