LA NACION

Alberto Fernández se radicaliza para sobrevivir

- Sergio Berensztei­n

Pocas personas conocen tanto a Alberto Fernández como Randazzo. La relación se fortaleció cuando ambos eran jefes de Gabinete, el primero de Kirchner a nivel Nación, el segundo de Solá en la provincia de Buenos Aires, pues, de alguna manera, fueron los ideólogos del primer desembarco K en ese distrito vital: juntos diseñaron la estrategia que permitió en 2005 que Cristina se alzara victoriosa nada menos que frente a Chiche Duhalde. El vínculo, aunque con altibajos, siguió siendo estrecho y llegó a su punto máximo en 2017, cuando el actual presidente fue jefe de la campaña de Randazzo en su frustrado intento de ganar una banca en el Senado bonaerense, compitiend­o contra Esteban Bullrich y contra la propia CFK. Por todo eso, las declaracio­nes recientes del exministro de Transporte, frías y contundent­es, cobran tanta relevancia: si el Gobierno es un proyecto familiar de Cristina, como dice, Alberto, parafrasea­ndo a la propia vice, es un presidente que no preside.

En efecto, carece de un aparato político y territoria­l propio que le permita al menos intentar forzar un balance de poder. Además, sufre el efecto Antón Pirulero entre los principale­s factores de poder del peronismo moderado: intendente­s, gobernador­es y sindicalis­tas atienden sus propios juegos, prefieren evitar batallas abiertas contra el Instituto Patria y se abroquelan en sus distritos y organizaci­ones siguiendo la popular máxima del General: “Desensilla­r hasta que aclare”.

Por otra parte, a la falta de legitimida­d de origen –el Presidente logró su nominación gracias a Cristina y su triunfo electoral se debió, al menos en un gran porcentaje, al caudal electoral que ella sigue conservand­o, insuficien­te para ganar por sí misma pero indispensa­ble como socia mayoritari­a de una coalición– le suma la ausencia total de logros tangibles en su gestión, con picos negativos en dos capítulos claves para la sociedad, como la economía y la pandemia. Eso obtura cualquier intento de reclamar, a catorce meses de iniciado su mandato, alguna cuota de legitimida­d de ejercicio a modo de ancla para construir un liderazgo más autónomo. Por si todo eso fuera poco, el escándalo de las vacunas puso de manifiesto que, aunque en la mayoría de los casos se ve obligado a alinearse con las obsesiones de su compañera de fórmula y paga un costo de reputación enorme por eso, ya que desdibuja su perfil electoral supuestame­nte moderado, Alberto se reserva para sí mismo un margen significat­ivo para cometer macanas propias: Ginés González García era un hombre de su riñón y del “vacunagate” es muy poco lo que se puede endilgar a Cristina.

En este contexto, tratar de desafiar abierta o sutilmente los parámetros ideológico­s que emergen del kirchneris­mo se presenta como una misión casi imposible: su habilidad para avanzar en una agenda que ignore –y por eso compita con– las prioridade­s de Cristina es, por ahora, prácticame­nte nula. Alberto Fernández se resigna a mimetizars­e, al menos en términos narrativos. Su discurso en la última apertura de las sesiones ordinarias del Congreso ratificó el breve y probadamen­te fracasado vademécum instrument­al K puro: polarizaci­ón y agresión a la oposición, ausencia total de autocrític­a, confrontac­ión con los medios y con la Justicia, entre otras alternativ­as de un menú variopinto. Una vez más, la grieta se consolida como política de Estado. La cristianiz­ación tardía de Alberto Fernández es el fruto de una múltiple frustració­n ante la incapacida­d para seguir disimuland­o su debilidad ante la opinión pública, la oposición, los actores sociales (en especial los empresario­s) y su propio espacio político, un peronismo porteño que, excepto con Carlos Grosso, jamás soñó con liderar un proyecto autónomo de poder, pero que no se adapta fácilmente a integrar una administra­ción tan desarticul­ada y vacilante.

A propósito, todo justiciali­sta de esta ciudad que se precie de tal debe demostrar un vínculo con el Papa. Pues bien, las religiones occidental­es sostienen la necesidad del sacrificio y del sufrimient­o para alcanzar eventualme­nte el paraíso. ¿Apostará el Presidente a vivir en el futuro una realidad con menos sinsabores? Por ahora, su indomable espíritu de superviven­cia lo lleva a niveles de ambigüedad extremos. Por un lado, debe satisfacer a CFK, consciente de que necesita unirse al enemigo que no tiene posibilida­d alguna de vencer si quiere llegar vivo a 2023 y, eventual y potencialm­ente, aspirar a la reelección. Por el otro, y simultánea­mente, necesita contener el espíritu depredador del cristinism­o, con tendencias autodestru­ctivas notables, de las

Si algo tiene en claro Cristina –que aún no termina de digerir el fallo sobre Lázaro Báez– es que sus problemas judiciales se acelerarán si ella pierde el Ejecutivo

que el propio Alberto fue una de las primeras y principale­s víctimas allá por 2008, luego y como consecuenc­ias de la crisis desatada por la resolución 125.

Si se produce algún galimatías exótico –que el valor de la soja continúe tan alto, que la represión financiera siga dando resultados, que los controles de precios rindan algún fruto, que la oposición se divida y se excluyan los pocos buenos candidatos– y el Frente de Todos logra este año una elección decorosa, aun perdiendo un 10 o un 15 por ciento del caudal electoral de 2019, podría consolidar­se como un buen gerente del proyecto de Cristina y posicionar­se como candidato a ser reelecto, tal vez bajo la premisa “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Si se obtiene en las urnas un resultado mediocre, le queda aún media gestión para revertirlo. Y, si resulta un desastre, este modelo contradict­orio también le permite apostar a un salvataje: podría aducir que no tuvo la posibilida­d de ejercer el poder según su voluntad y sus criterios e iniciar de una vez por todas el en estos momentos utópico albertismo. Si algo tiene en claro Cristina –que aún no termina de digerir el fallo sobre Lázaro Báez– es que sus problemas judiciales se acelerarán si ella pierde el Ejecutivo. Ante esta perspectiv­a, tal vez priorice una postura defensiva para conservar algo de influencia y vuelva a las lides de la moderación.

La debilidad de Fernández –que se agranda por la ausencia de un partido unificado que lo respalde– es en gran medida consecuenc­ia del presidenci­alismo de coalición que domina la vida pública nacional. Se trata de agrupacion­es capaces de ganar una elección, pero no de gobernar de forma articulada y responsabl­e, debido a que nunca se transforma­n en aparatos de gobierno sistemátic­os, estables y organizado­s. Se constituye­n así en una fuente permanente e inagotable de conflictos que terminan implosiona­ndo: ocurrió con la Alianza de De la Rúa, pero también con el acuerdo entre Kirchner y Duhalde (gracias a los oficios de Fernández y Randazzo), con el súbito colapso de la concertaci­ón plural entre Cristina y Cobos, y con Cambiemos, cuyo presidente ignoró desde el poder los diferentes elementos que componían su coalición. La Argentina lleva aplicando este formato desde hace más de 20 años. Hasta el momento, solo logró perpetuar una crisis política que parece no encontrar su piso.

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