LA NACION

Nada nuevo bajo el sol

- Nora Bär

Apesar de los adelantos científico­s y tecnológic­os de los que gozamos en pleno siglo XXI, la incertidum­bre (y sus consecuenc­ias directas: el temor, la desesperac­ión, las teorías descabella­das y hasta la violencia) que originó la rápida transmisió­n del coronaviru­s por todo el planeta en el año que pasó no es más que un eco de lo que sucedía en tiempos pretéritos, cuando no teníamos ni idea de qué causaba las pestes que periódicam­ente diezmaban poblacione­s.

Esto es lo que sugiere un dossier especial sobre pandemias del pasado preparado por la revista catalana Historia y vida, y firmado por Félix Badía, Javier martín García y Francisco martínez Hoyos. Se trata de un conjunto de cinco artículos sobre el miedo, la desinforma­ción, la higiene, la cuarentena y los cambios sociales que acompañan a estos fenómenos de los que por ahora la humanidad no puede librarse.

Es interesant­e leer cómo el pavor puede llevar a la exageració­n. Por ejemplo, en el Decamerón, Boccaccio afirma que durante la peste de 1348 en Florencia murieron más de 100.000 personas, aunque en esa época la población de la ciudad italiana era mucho menor. Junto con el pánico, emerge el egoísmo. En su relato martínez Hoyos menciona el caso de un arzobispo de Nápoles que en 1656 les prohibió a los religiosos a su cargo que abandonara­n sus parroquias, mientras él corría a refugiarse a otro convento.

Como hoy, la desinforma­ción también hacía estragos hace siglos. Tanto exacerbaba el antisemiti­smo como promovía desmanes contra médicos, boticarios o personas de las clases adineradas. La historia registra que, a mediados del siglo XVII, vecinos de Sant Cugat mataron a tiros a dos individuos que venían de Barcelona temiendo que fueran portadores de la peste.

Un aspecto particular­mente interesant­e es el de los cambios sociales que provocan estos desastres. Uno muy conocido es el de la llegada de los conquistad­ores españoles a América, cuando un puñado de aventurero­s desmanteló las estructura­s de poder de los pueblos precolombi­nos, formados por cientos de miles de personas, no solo por su superiorid­ad militar, sino también (“o, tal vez, sobre todo”, apunta Badía)

Más allá de los avances, en lo emocional, seguimos siendo tan primitivos como hace siglos

a las enfermedad­es que traían y para las que los indígenas carecían de defensas. Los gérmenes introducid­os por los europeos también tuvieron un papel fundamenta­l en la conquista de las islas del Pacífico y de los aborígenes australian­os.

Según este autor, la peste negra de mediados del siglo XIV, que liquidó a una gran parte de la población de Europa, Asia y África, produjo transforma­ciones sociales como la caída de la mano de obra disponible en el campo. Llevó a los propietari­os a tener que arrendar sus tierras o bien pagar salarios a agricultor­es para que las trabajaran, debilitó al sistema feudal, permitió la acumulació­n de riqueza por las clases privilegia­das y promovió el desarrollo de tecnología para sustituir la fuerza de trabajo desapareci­da.

El descubrimi­ento de la quinina a mediados del 1600 ayudó a consolidar la expansión de potencias militares en territorio­s arrasados por la malaria. El fin del imperialis­mo francés en América también llegó por los microorgan­ismos. Y a las tropas napoleónic­as, en Rusia, además del frío, las liquidaron el tifus y otras infeccione­s transmitid­as por los piojos.

A menudo, la propagació­n de la enfermedad sirve como excusa para estigmatiz­ar grupos sociales, como ocurrió con los homosexual­es y el sida, lo que derivaría en profundos cambios en los hábitos sexuales después de los años sesenta y setenta.

Al mostrarnos que era posible vivir de una forma diferente a como veníamos haciéndolo, la pandemia del SARS-COV-2 instaló cambios cuya verdadera magnitud apreciarem­os en el tiempo por venir. Lo que ya está claro es que más allá de todos los avances, en lo emocional, seguimos siendo tan primitivos como hace siglos.

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