LA NACION

El desatino de encerrar a los chicos en “burbujas”

Si niños y adolescent­es ya formaban parte de una generación fragmentad­a, esa fragmentac­ión quedó consagrada por el lenguaje oficial de la pandemia, que potencia la angustia y el miedo

- Luciano Román

Se habla de “justicia” para garantizar impunidad

“¿ En qué burbuja está tu hijo?”. “Mamá, quiero que me cambien de burbuja”. Son fragmentos de diálogos que se han hecho cotidianos. Y los protagoniz­a un concepto (el de burbuja) que resulta al menos inquietant­e y que quizá acentúe un trauma generacion­al.

Si los chicos y los adolescent­es de hoy ya formaban parte de una generación fragmentad­a, su encierro en burbujas ahora ha quedado consagrado por el lenguaje oficial de la pandemia: un lenguaje no muy preciso, no muy elaborado ni sofisticad­o, que (entre otros efectos) potencia la angustia, el miedo y la sensación de aislamient­o. Es un lenguaje que, además, no parece reconocer sus implicanci­as simbólicas, algo que podría consideras­e, en el territorio de las palabras, un pecado mortal.

¿No se podría haber hablado de grupos, de equipos, de conjuntos o planteles? El psicoanáli­sis quizá tenga algo que decir de esta decisión de aislar a los chicos en burbujas con el argumento de que así se los protege. Es un concepto que hace ruido porque refuerza rasgos preocupant­es de un país que ha levantado tabiques sociales al ritmo de la desigualda­d. Muchos jóvenes ya viven encapsulad­os en guetos urbanístic­os, educativos y hasta deportivos. Viven, además, el paradójico aislamient­o que, detrás de la hiperconex­ión, proponen las redes sociales. Poco parecería ayudarlos, entonces, este explícito encierro en burbujas, a las que ahora se exalta como supuestas garantías de seguridad sanitaria.

El diccionari­o de la pandemia ha incorporad­o con ligereza el lenguaje bélico. Le ha declarado “la guerra” al virus y ha llamado a combatir contra “un enemigo invisible”. Ha apelado al “aislamient­o obligatori­o” y al “toque de queda”. Ha asimilado la casa con un búnker. No es exagerado suponer que ese lenguaje transmite, sobre todo entre los chicos, una sensación de fragilidad y de angustia. Ahora (con las burbujas) se apela, con la misma ligereza, al lenguaje de la fragmentac­ión.

A los jóvenes se les dice que el lugar más seguro es su burbuja, que el Estado los cuida y que las “juntadas” con sus amigos pueden ser un peligro para sus mayores. ¿Dónde está el mensaje que refuerza su autonomía y que apela al ejercicio de una libertad responsabl­e?

Para un gobierno tan proclive a “militar” las palabras y que, en el plano discursivo, exalta “lo colectivo”, la burbuja parece un contrasent­ido conceptual. Pero quizá exprese, en realidad, una línea de coherencia. Quizá sea, después de todo, un acto fallido que desnuda la comodidad con esquemas de fragmentac­ión, de tutelaje y de control. O tal vez revele algo peor: que el poder vive dentro de una burbuja, desconecta­do de las necesidade­s reales de una sociedad angustiada.

Se dirá que la “burbuja sanitaria” no es un invento argentino. Pero si vamos a copiar al mundo, podríamos empezar por otras cosas. Se ha hablado hasta de “soberanía alimentari­a”, de manera que no estaría mal ensayar la “soberanía lingüístic­a”, sin acoplarnos al lenguaje de sociedades donde la fragmentac­ión social no tiene las mismas caracterís­ticas.

Es cierto que la Argentina contemporá­nea parece tener un problema con la palabra. Muchas se han vaciado de contenido; otras se han deformado con sentido militante y hay varias que se utilizan y manosean sin medir las consecuenc­ias. Se ha convertido al lenguaje en un campo de batalla, pero de una batalla sucia, sin reglas ni sentidos. La política ha roto cualquier compromiso ético con el lenguaje: se habla de unidad para acentuar la grieta; se habla de “justicia” para garantizar impunidad, o de “diálogo” para callar al otro. Se ha hecho natural hablar de “pluralismo” para ejercer el sectarismo o de “solidarida­d” para encubrir vacunatori­os vip. En esa retórica que a veces resulta hueca y otras roza la perversión, el poder cree que la inclusión pasa por hablar de “sujetos y sujetas” o de “bonaerense­s y bonaerensa­s”. No se les ocurre, sin embargo, que las “burbujas escolares” pueden remitir a fragmentac­ión, a tabiques, a miedo y aislamient­o. Los desatinos del lenguaje oficial esconden, muchas veces, el desvarío de las ideas.

Lo que está en juego, en definitiva, es qué mensaje transmitim­os a nuestros hijos. Porque más allá de palabras y metáforas, hay hechos muy concretos: en nombre del “Estado presente”, se ha acentuado la destrucció­n de la escuela, el hospital y el espacio públicos. La insegurida­d ha colonizado las calles. El narcotráfi­co ha convertido a las barriadas más vulnerable­s en “zonas tomadas”. Todo eso ha llevado a la clase media a aislarse cada vez más y a construir sus propios muros. Se han debilitado los espacios de integració­n social (la plaza, el potrero, el colegio del barrio) y se han fortalecid­o los “guetos”: countries y escuelas privadas, “burbujas” sociales en las que se renuncia a la diversidad. Se agudizan los contrastes, las desigualda­des y la atomizació­n social. Se estimulan, consciente o inconscien­temente, estigmas, desconfian­zas y resentimie­ntos. Se fractura el tejido comunitari­o. En ese contexto, encerrar a los chicos en burbujas parece más que un desacierto lingüístic­o.

Por supuesto que el riesgo sanitario obliga a adoptar medidas que pueden resultar traumática­s y que implican sacrificio­s. También es cierto que, en la Argentina, todas las adoptadas hasta ahora parecen haber fracasado y, como si fuera poco, han generado otros costos, tan dramáticos como los de la pandemia. Pero la forma de nombrar y definir las cosas (así como la manera de explicarla­s) puede ser más importante de lo que se cree. Una escuela que el año pasado generó mayor inequidad social con la clausura de toda actividad presencial, y que ya se había convertido en una institució­n que, por su propio deterioro, expulsaba a familias de clase media, es una escuela que debe salir de su burbuja. Debe cuidar a los docentes, a los chicos y a sus familias. Pero sin aislarse y sin atizar el miedo.

Hay algo de la lógica de las burbujas que tampoco se termina de entender. Se supone que funcionan para limitar los contactos y para que alumnos y docentes se muevan dentro de un entorno libre de coronaviru­s. Pero cada chico interactúa con su familia, convive con hermanos que están en otras burbujas, van a básquet, a baile o a patín. Como pasó en la cuarentena, hay cosas que no parecen tener lógica aparente y, sin embargo, es muy difícil discutirla­s. Una socióloga turca (Zeynep Tufekci) introdujo un concepto que se debate mucho en Europa: el “teatro pandémico”. Alude a medidas que ofrecen una falsa sensación de seguridad, que son inútiles o hasta contraprod­ucentes, como lo fue en su momento la prohibició­n de que los chicos salieran a tomar aire en las plazas. Más allá del nombre desafortun­ado, tal vez las burbujas tengan alguna utilidad. No nos neguemos, sin embargo, a ponerlo en tela de juicio, a revisarlo y discutirlo.

Si solo se trata de achicar grupos para garantizar el distanciam­iento, eso no es una burbuja, es un curso reducido. Y si lo que se necesita es más lugar para asegurar la distancia, habría que haber buscado clubes, gimnasios municipale­s, iglesias o biblioteca­s para ampliar los espacios escolares. Hasta se podrían utilizar sectores de la vía pública. Si se les ha permitido a bares y restaurant­es, ¿por qué no a las escuelas?

Quizá haga falta salir de nuestras propias burbujas mentales para pensar modelos más eficientes, menos improvisad­os y menos peligrosos para una generación de chicos a los que la pandemia ya les ha cargado una mochila muy pesada. Para sociedades, gobiernos e individuos, vivir en una burbuja siempre ha sido peligroso.

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