LA NACION

Gobernar con la Constituci­ón

La preservaci­ón del sistema institucio­nal sobre el cual descansan nuestras libertades y derechos se halla en riesgo, como nunca desde 1983

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LA sugerencia que no hace mucho formuló Cristina Kirchner al puntualiza­r que el sistema de división de poderes data de 1789, el año de la Revolución Francesa, y que debería ser modificado por cuanto es propio de una época en la que ni siquiera existía la luz eléctrica, permite entrever la ideología autoritari­a que anida en un sector político que amenaza la salud de las institucio­nes de la República.

La limitación del poder para asegurar las libertades y los derechos individual­es ha sido una antigua aspiración y objeto de largas luchas por parte de los pueblos de Occidente. Se buscó que el soberano –ya se trate de una monarquía, de una aristocrac­ia o de un gobierno surgido de mayorías circunstan­ciales– no ejerciera el absolutism­o,

Desde que los señores ingleses le exigieron al rey Juan una serie de compromiso­s y seguridade­s de que no serían avasallado­s, comprometi­endo en cambio su apoyo y dando así nacimiento a la Carta Magna, primer antecedent­e constituci­onal escrito, se sucedieron hitos en el camino para consolidar los derechos y el imperio de la ley, la libertad y la igualdad. Vendrán los fueros de Castilla y los escritos de los padres jesuitas Suárez y Mariana con el derecho de resistenci­a a la opresión.

Montesquie­u, cuatro décadas antes de la Revolución Francesa, en 1748, publicaría el Espíritu de las leyes. Esta obra tomaba elementos de la monarquía parlamenta­ria inglesa y de la independen­cia judicial prusiana, y propugnaba la separación de poderes para evitar la tiranía.

No se puede dejar de mencionar a Thomas Paine y su folleto de Common Sense, inspirador de la Declaració­n de la Independen­cia norteameri­cana. Tampoco a Rousseau y El contrato social, entre tantos otros aportes, como las declaracio­nes de derechos de la Constituci­ón de los Estados Unidos.

Todo giró siempre en torno a la libertad. Desde los griegos, que solo se sometían a la ley, los hombres han aceptado resignar parte de su libertad y seguridad en pos del orden social y la convivenci­a, que entregaban al Estado, al tiempo que este les aseguraba el respeto a aquellas. El pacto incluía el compromiso de no usar el poder ni la fuerza delegada para violar lo acordado y volverse contra el ciudadano.

Se organizó la estructura de gobierno, se repartiero­n las funciones esenciales del Estado, nacidas independie­ntes –ejecutiva, legislativ­a y judicial–, y se fijó la forma de elegir a los gobernante­s y representa­r a los ciudadanos.

El advenimien­to de las grandes democracia­s y, entre otros casos, el acceso al poder de Adolfo Hitler, al obtener la primera minoría en los comicios parlamenta­rios, demostraro­n que el sustento de las mayorías no garantizab­a el respeto a los principios y seguridade­s pactados en la Constituci­ón si no existen los contrapeso­s que eviten los abusos de los gobernante­s; en este caso, el de un tirano genocida que arriba al gobierno por los carriles legales.

Por eso se apela al concepto de república o de democracia republican­a, en un intento de mantener incólumes los principios, derechos y garantías que son la base de la organizaci­ón del Estado.

La antigua expresión “quién custodia al custodio” cobró vigencia y preocupó a los pensadores, y cada vez cobró más importanci­a el Poder Judicial como órgano capaz de controlar a los otros dos poderes y lograr que sus funciones se mantuviera­n en el cauce marcado por la Constituci­ón.

En la Argentina está en riesgo la conservaci­ón del sistema institucio­nal que preserva los derechos y libertades personales y de los partidos políticos opositores. En numerosas provincias no hay verdadera democracia. Formosa, Santa Cruz, San Luis y Santiago del Estero son los ejemplos más escandalos­os de haber convertido en una ficción la separación de los poderes y la periodicid­ad de los mandatos, esencia de la República. Otras provincias, sin llegar todavía a esos extremos, tampoco son un ejemplo de institucio­nalidad, dado que el sector político dominante ha ido colonizand­o la Justicia.

El Poder Judicial se convirtió en la garantía de que se cumplan las garantías constituci­onales. De su coraje, ciencia, probidad e independen­cia dependen la libertad de expresión y de prensa, la libertad de culto, el derecho a la salud y a la vida, el libre tránsito, el comercio, la igualdad, la no discrimina­ción, la defensa en juicio, la protección del medio ambiente y del consumidor, entre tantos derechos y garantías.

De allí la enorme preocupaci­ón por los ataques que viene sufriendo el Poder Judicial por parte del poder político, mediante múltiples presiones contra quienes tienen el deber de impartir justicia, que hemos venido comentando en los últimos días en esta columna editorial.

Los reciente agravios por parte del presidente Alberto Fernández y de la vicepresid­enta de la Nación hacia un Poder Judicial al que acusaron de vivir “en los márgenes del sistema”; los amedrentam­ientos, escraches, oportunos ascensos, traslados y cuestionam­ientos directos y públicos desde lo más alto del poder político, y las iniciativa­s de reforma tendientes a favorecer la instrument­ación de una Justicia a medida de determinad­os intereses políticos y de las necesidade­s de exfunciona­rios investigad­os por escándalos de corrupción, son algunos de los indicios de la movida para ponerle un punto final a la división de poderes.

Cuando un gobierno no tiene límites y piensa que si la Constituci­ón se los pone hay que pasar por encima de ella, la República y la Nación toda están en peligro.

Harán falta, sensatez, inteligenc­ia y coraje cívico para mantener el cauce y evitar el desmadre.

Cuando un gobierno no tiene límites y piensa que si la Constituci­ón se los pone hay que pasar por encima de ella, la República y la Nación toda están en peligro

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