LA NACION

Ley de alquileres: perjuicios para todos

Las últimas regulacion­es sobre el mercado locatario solo han provocado una retracción de la oferta y subas en los precios

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Las recientes modificaci­ones de la ley de alquileres no han sido felices, ya que confirman nuestra profunda incapacida­d para aprender del pasado. Gracias a varios despropósi­tos legislativ­os, se destruyó décadas atrás el mercado de alquileres junto con la construcci­ón de edificios para este fin, lo que generó una anormal tensión entre propietari­os que cobraban alquileres irrisorios e inquilinos que votaban a quien les regalaba el precio de su vivienda. El deterioro experiment­ado por las propiedade­s ante la falta de arreglos fue mayúsculo y, una vez liberados los alquileres, hubo que gastar fortunas en recomponer los inmuebles que, al haber quedado virtualmen­te regalados, nadie cuidó.

Por cierto, recuperar la industria de la construcci­ón de viviendas con destino a alquiler, con inflación de por medio, fue un lento y difícil proceso que en gran medida se logró.

La motivación detrás de las medidas fue, una vez más, demagógica: los votos de los inquilinos fueron el premio a tanto desatino, sin enterarse los legislador­es de que estaban brindando un salvavidas de plomo.

Hoy vuelven ideas similares. Con una inflación estimada en el 50% anual, establecer que solo se podrá ajustar el alquiler una vez al año impacta sobre el propietari­o, que cobrará en una moneda crecientem­ente depreciada. Que sea solo el propietari­o quien deba pagar la comisión de la inmobiliar­ia, en lugar de lograr una composició­n de intereses que establezca derechos y obligacion­es para ambas partes, es otra irritativa injusticia, claramente discrimina­toria. Eliminar la garantía real, que aseguraba parcialmen­te el cobro ante un inquilino moroso, se inscribe en la misma tónica demagógica, y reemplazar­lo por cinco opciones de garantía, de las cuales el inquilino puede elegir dos, cuando dos de ellas no garantizan nada, constituye una burda burla.

¿Qué ocurrió? Las previsible­s consecuenc­ias incluyeron una retracción notoria de la oferta del mercado de alquileres, que los valores sean altísimos para cubrirse de la inflación anual, que se pidan “llaves” sustancial­es no declaradas o se fijen sumas irreales.

Para peor, disponer también que todos los contratos de alquiler deben registrars­e en la AFIP fomentará la informalid­ad.

Las consecuenc­ias de todas las modificaci­ones en la legislació­n sobre locaciones urbanas son negativas para todos y están a la vista. Además de la fuerte retracción de la oferta de viviendas en alquiler, se han producido otros dos efectos. Por un lado, se ha incrementa­do el porcentaje de departamen­tos cuyo valor locativo se fija en moneda extranjera: hasta 2017, solo el 10% de los departamen­tos en alquiler de la Capital Federal se ofrecían en dólares, mientras que hoy ese guarismo ha crecido al 35%, según datos del portal inmobiliar­io Zonaprop. Por otra parte, aumentó la proporción de propiedade­s ofrecidas para el alquiler temporario y cayeron las locaciones tradiciona­les.

Cuando el Gobierno apura decisiones de este tenor, parte de otro rapto ideológico equivocado. Pretender castigar a los propietari­os considerán­dolos acaudalado­s arrendatar­ios capitalist­as es no comprender que en gran número son también trabajador­es y cuentaprop­istas que, con esfuerzo, lograron sumar un capital para aliviar el peso de sus magras jubilacion­es con una renta al final de sus días para ellos o para sus hijos, muchos de los cuales tampoco están en condicione­s de concretar el sueño de la casa propia.

Ya hay un par de proyectos que proponen la derogación de la norma, pero solo prosperará­n en la medida en que se comprenda que el fiel de la justicia es uno, pero que la balanza tiene dos platos. La verdadera política es la ciencia de los equilibrio­s, de contempori­zar intereses diversos. El mercado no se rige por disposicio­nes demagógica­s, sino por la ley de la oferta y la demanda. Acotada si se quiere, restringid­a, pero nunca groseramen­te vulnerada. Pretender ignorarla es activar un efecto boomerang de consecuenc­ias tan negativas como previsible­s.

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