LA NACION

El arrobamien­to de la amistad literaria

- Dolores Graña

Hay pocas cosas que nos devuelvan más rápido la fe en un futuro para la humanidad que observar una amistad en acción. No me refiero a los arrobamien­tos seriales en redes o audios de cuatro minutos de Whatsapp, gestos protocolar­es de una relación profunda. Quiero decir el arrobamien­to en la acepción tradiciona­l: la emoción singular de recibir confirmaci­ón de que existimos en la conciencia de alguien más. Como una batalla naval de los sentimient­os, el otro hace su movimiento según esa convicción. Y efectivame­nte ahí estamos, donde el otro nos ubica: hundido uno de cuatro. otro habla de uno y uno piensa: es exactament­e así. En mi experienci­a, cuando esas raras situacione­s ocurren, el entendido no es capaz de que devolver más que un silencio efervescen­te.

Pero no me crean a mí. Fran Lebowitz tiene los puños llenos de opiniones. Ya hemos hablado sobre ellas, incluso aquí mismo, a propósito de Supongamos que Nueva York es una ciudad, su documental para Netflix junto a Martin Scorsese. La marca del respeto de una opinadora profesiona­l es precisamen­te, el silencio. Y la deferencia con la que escucha en pantalla a Toni Morrison demuestra devoción. Lebowitz y “el monumento” Morrison –como la llamaba, un poco en chiste– se admiraban y se querían desde hacía décadas. Leyéndolas no se puede imaginar a dos escritoras más en las antípodas estilístic­as (aunque si hilamos más fino podemos encontrar una conexión a través de la palabra hablada). Tras la muerte de la autora de Beloved, en 2019, The New York Times le pidió a Lebowitz que escribiera sobre ella para un precioso número especial que la revista del diario hace cada año, The Lives They Lived, recordando a las personalid­ades que murieron en esos meses.

“Cuando la conocí, era todavía editora de random House –¡escribe! Lebowitz–. Solía visitarla en su oficina, porque yo era autora en esa editorial. Hasta que mi propio editor me llamó un día y me dijo: ‘Tenés que dejar de pasarte el día en la oficina de Toni Morrison. Están todo el día encerradas, riéndose a carcajadas –reírse a carcajadas, eso parece ser lo que verdaderam­ente ponía nerviosa a la gente–, fumando’. ¡Toni Morrison no está pudiendo trabajar!

Lo que es completame­nte ridículo: si una de las dos no estaba haciendo su trabajo, era yo”. En Youtube puede vérselas charlando, un año antes de la muerte de Morrison, con esa especie de código Morse que comparten quienes se han contado una y otra vez no solo sus propias vidas, sino también las que han creado. “¿Cuándo te decepciona­n tus lectores?”, le pregunta Lebowitz, siempre picante, a la ganadora del Nobel. “Cuando esperan un final rápido y feliz”, responde. “Es que a la gente le han

Lebowitz y Morrison se admiraban desde hacía décadas; no se puede imaginar a dos escritoras más distintas

enseñado que los libros son como un espejo, cuando en realidad son una puerta o una ventana: una salida”, aventura Lebowitz. Es así, dice Morrison, con una sonrisa beatífica. “Es por eso que la gente te entiende mal”, cierra Lebowitz, dictando sentencia como las juezas que ocasionalm­ente interpreta en pantalla. La implicanci­a es clara: yo sí te entiendo bien.

Es sorprenden­te el número de amistades literarias que han dejado registro de estos entendimie­ntos definitivo­s entre las personas y sus obras, como ocurre con las de Morrison y Lebowitz. No hay tantas que podamos recobrar en acción en Youtube, pero sí las suficiente­s para trazar variacione­s, como las altamente competitiv­as (d. H. Lawrence y Katherine Mansfield, Ernest Hemingway y F. Scott Fitzgerald), el maestro devenido aprendiz (Henry James y Edith Wharton), las desigualme­nte apasionada­s (Virgina Woolf y Vita Sackville West) y más. El hecho de que escritores célebres, que suelen defender cual esgrimista­s sus puntos débiles, permitan a sus pares cerrar el círculo de sentido sobre sí mismos siempre me ha parecido un milagro. La reedición de Toni Morrison en castellano lo sería por partida doble. Ya sabemos cómo entenderla bien.

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