LA NACION

Una primavera lejana de la que ya nada queda

- Sergio Ramírez Escritor, exvicepres­idente de Nicaragua

Cuando las columnas sandinista­s entraron victoriosa­s en Managua el 19 de julio de 1979, una de las fotos que dio vuelta al mundo fue la de unos guerriller­os enjabonánd­ose en la pileta de mármol donde se bañaba Somoza. En las oficinas presidenci­ales, adyacentes al baño, lo que quedaba era un reguero de papeles y uniformes militares, cananas de tiros, y en una esquina en el suelo un retrato del dictador sonriente, perforado de un balazo.

La euforia en el país era total, y al día siguiente, cuando se celebró el triunfo en la Plaza de la República, bautizada Plaza de la Revolución, la multitud estaba compuesta por gente de todas las clases sociales que llegaban a celebrar el fin de la tiranía, tras tanta sangre derramada, tanta muerte y tanta destrucció­n, una guerra que también había involucrad­o a todos. Aún no se establecía esa línea divisoria entre proletario­s y burgueses, que luego proclamarí­a el nuevo discurso oficial.

Una guerra tras un terremoto que había destruido la capital siete años antes, y la Plaza de la Revolución se abría entre escombros, solares y esqueletos de edificios. Frente a la plaza, el reloj de una de las torres de la catedral en ruinas aún marcaba la hora del sismo, las 12.35 de la madrugada del 23 de diciembre de 1972. En otro de los costados, solo había quedado incólume el Palacio Nacional, tomado el año antes en una acción espectacul­ar por un comando guerriller­o para liberar a más de sesenta prisionero­s políticos.

Esta es la ciudad desolada que recordaría Julio Cortázar en un poema: “La viste desde el aire, esta es Managua/ de pie entre ruinas, bella en sus baldíos/ pobre como las armas combatient­es/ rica como la sangre de sus hijos…”. Y su voz representa­ba la de numerosos intelectua­les, escritores, artistas, que veían en la revolución nicaragüen­se un fenómeno nuevo, distinto, que valía la pena respaldar porque encarnaba una esperanza de cambio para un país pobre y atrasado, que tendría por primera vez la oportunida­d de desplegar sus propias fuerzas para construirs­e un futuro.

Ya habían pasado para entonces veinte años desde el triunfo de la revolución cubana, que era entonces el referente más próximo, de entre las tres únicas revolucion­es armadas que se dieron en América Latina en el siglo XX, contando como la primera de ellas la revolución mexicana de 1910. La caída de Porfirio Díaz, de Batista, de Somoza, no representa­ba la simple sustitució­n de un dictador. En los tres casos, el sistema sería remecido desde sus cimientos, y se daba paso a un nuevo orden que implicaba cambios radicales.

La revolución cubana había sido vista en su momento como un fenómeno novedoso que atrajo también a los intelectua­les, empezando por Jean-paul Sartre. Y ninguno de los escritores latinoamer­icanos del boom, que llegarían a marcar una época en nuestra literatura fueron ajenos a esa atracción, entre ellos, el propio Cortázar.

Pero cuando aquellos guerriller­os entran en Managua, alumbrados por una nueva aura romántica, para muchos de esos intelectua­les ya se habían creado demasiadas decepcione­s alrededor del modelo cubano; del caso Padilla, que ponía en evidencia la intoleranc­ia frente a la libertad de creación, sobre la que se colocaba como una losa la fidelidad militante al partido único, a los campos de concentrac­ión donde fueron a dar no pocos escritores, bajo el cargo de homosexual­es que debían ser reeducados.

El modelo nicaragüen­se comenzó a parecerse al cubano en no pocos aspectos, el primero de ellos la pretensión de constituir un partido único como guía y artífice de la revolución, pero la diferencia estaba en que solo se quedó en pretensión, como lo demostrarí­an las elecciones de 1990, que el Frente Sandinista perdió de manera democrátic­a, algo que no estaba presente en el esquema ideológico, lo de democracia burguesa con alternabil­idad, pero estaba en la realidad, que terminó derrotando a la ideología. Y tampoco hubo imposición de esquemas de creación artística, ni represión contra los escritores por sus preferenci­as sexuales.

De modo que, en los diez años que duró la revolución nicaragüen­se, desde el triunfo armado hasta la derrota en las urnas electorale­s, si bien hubo prevencion­es, reservas y advertenci­as, no se dieron desercione­s notables entre los intelectua­les de renombre dispuestos a respaldar el nuevo experiment­o.

Salman Rushdie, en su libro La

sonrisa del jaguar, resultado de la experienci­a de su viaje a Nicaragua en 1986, usó una imagen muy bella y eficaz: “Había una muchacha nicaragüen­se/ que cabalgaba sonriendo a lomo de un jaguar./ Volvieron del paseo/ la muchacha dentro/ y la sonrisa en el rostro del jaguar”. El jaguar podía terminar devorando a la muchacha y quedarse con su sonrisa. Ese era el gran riesgo, y la gran pregunta.

Aquella primavera lejana atrajo también a García Márquez, Carlos Fuentes, Günter Grass, Heinrich Böll, Harold Pinter, Graham

Greene, William Styron, Mikis Theodoraki­s, Julio Pontecorvo, Noam Chomsky, Alice Walker, Susan Sarandon, Margaret Randall, y a decenas más de filósofos, escritores, académicos, directores y artistas de cine de todo el mundo. Cuarenta años después, quienes de entre ellos aún viven no se callan frente a lo que está ocurriendo ahora en Nicaragua; el viejo sueño revolucion­ario convertido en una pesadilla de represión despiadada.

De quienes ya no están, al menos puedo dar fe de lo que pensaban Carlos Fuentes y García Márquez, cuya frase lapidaria, cuando se refería al proyecto de poder para siempre de Ortega, basado en pactos espurios y en imposicion­es, era: “A mí, me estafaron”, recordando sus tiempos de conspirado­r en favor del triunfo de una revolución que ya no lo era más.

Y allí se alzan ahora las voces de Elena Poniatowsk­a, Alice Walker, Margaret Randall, Salman Rushdie, Noam Chomsky, denunciand­o que, de las ruinas de aquella revolución, lo que ha nacido es una dictadura familiar. Y la de José Mujica, expresiden­te de Uruguay, y su esposa, Lucía Topolansky, todos ellos figuras sin tacha de la izquierda mundial.

Para que sepamos bien que, de aquello de entonces, nada queda.

Se alzan las voces de Poniatowsk­a, Alice Walker, Margaret Randall, Salman Rushdie, Noam Chomsky, denunciand­o que, de las ruinas de aquella revolución, nació una dictadura familiar

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