LA NACION

La gente se cansó de los que manejan el mundo

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El mundo cansa. Y más en estos tiempos en los que no lo identifica­mos con la realidad que nos circunda, sino que se multiplica virtualmen­te mediante el bombardeo al que nos someten las redes sociales. En la existencia mediatizad­a que propone el siglo XXI, el peso de los mundos virtuales se impone a la densidad del mundo real, que pierde entidad. Las redes, al fin, nos han atrapado. Dependemos del ecosistema mediático en el que vivimos inmersos para casi todo. No queda otra alternativ­a que bailar sin gracia al ritmo inhumano de las máquinas y los algoritmos, que se nutren de nuestra actividad para perfeccion­ar esa dependenci­a y nos hunden cada vez más, insensible­mente, en una vida donde reina el dios de la cantidad y la calidad importa cada vez menos. Aun así, con todo, percibo una necesidad cada vez mayor de tomar distancia de la demanda continua de atención dispersa que exigen las redes; una voluntad todavía no del todo articulada de salir del torbellino para hacer pie en uno mismo y recuperar así la medida y el sentido de las cosas o de aquello que hacemos.

No habría que confundir esta necesidad con un repliegue egoísta en la propia persona. No se trata de darles la espalda a los otros. Al contrario. Paradójica­mente, y en forma complement­aria a la tendencia a buscar refugio en la intimidad, la pandemia despertó una saludable reacción que hoy se verifica en varios órdenes. Me refiero a la conciencia de que, por más concentrad­os que estemos en nuestros proyectos personales, es necesario ocuparse de los asuntos comunes, colectivos, de los que somos parte y que indefectib­lemente, aunque decidamos ignorarlos, impactarán más tarde o más temprano en la esfera privada en la que se desenvuelv­e nuestra vida individual.

La pandemia expuso hasta qué punto lo que sucede en un laboratori­o de Wuhan, en la China central, puede llegar hasta nosotros y afectarnos de forma dramática. No importa en qué lugar del globo nos encontremo­s, estamos todos en el mismo barco. Si el barco se va a pique, nos hundiremos todos con él. ¿Es la pandemia un síntoma de que hay una falla grave en el modo en que estamos viviendo? Una pregunta delicada, clave, difícil de responder. Yo estimo que lo es. En definitiva, el virus ha colonizado una civilizaci­ón que, obnubilada por las maravillas de la técnica y por los espejismos de la acumulació­n, desestimó la consistenc­ia y las demandas del mundo natural en una carrera depredator­ia hacia ninguna parte, salvo el colapso, en más o menos tiempo, del planeta. Con el azote de la pandemia entendimos visceralme­nte que la distopía o la catástrofe pueden ser algo más que una mala película de ciencia ficción. Podrían acaso resultar el final indeseado del argumento que la humanidad está escribiend­o en este preciso momento sin darse acabada cuenta de ello.

Este desasosieg­o provocó, en muchas partes, una reacción espontánea de lo que habitualme­nte llamamos “la gente común”. Gente común que hasta ayer nomás estaba muy metida en sus cosas y que de pronto, al sentir que su entorno tambalea, reconoce dolorosame­nte que no estamos en buenas manos (en muchos casos, todo lo contrario) y que no queda más remedio que ocuparse de lo que hasta aquí había delegado en la elite dirigente. Surge entonces una oleada de fenómenos sociales que comparten una misma caracterís­tica: parten de la esfera privada e impactan de lleno en los asuntos públicos. Hay muchos ejemplos de estas manifestac­iones horizontal­es y pacíficas que enfrentan con decisión el autoritari­smo y los privilegio­s de casta, reivindica­ndo valores en riesgo o en vías de extinción. Entre ellos, los padres pidiendo la apertura de las aulas en nombre de la educación de sus hijos, los banderazos que reclaman justicia y república, y más acá en el tiempo la protesta de miles de cubanos que en estos días ganaron las calles para reclamar por la libertad y el fin de la dictadura, en un hecho que conmovió al planeta (gracias a las redes, sí).

Sin la presión perseveran­te y las demandas de la gente común, el mundo podría encaminars­e –autócratas mediante– al autoritari­smo, el control de la informació­n y la manipulaci­ón de las masas, como advierte la historiado­ra Anne Applebaum con mirada sombría. La mentira podría vaciar por dentro a las democracia­s y erigir dictadores que concentren en su persona todo el poder, degradando aún más la vida.

Pero la gente está cansada de los que mandan. Agotada de la hipocresía. Harta de sentirse reducida a la condición de sobrevivie­nte. La pandemia, que resquebraj­ó las economías y nos desnudó en nuestra vulnerabil­idad, quizá al mismo tiempo haya sembrado la semilla de un cambio de paradigma que empieza por una toma de conciencia de la necesidad de actuar, de intervenir, de restablece­r los vasos comunicant­es entre la vida privada y la pública. Solo así la administra­ción de lo común dejará de ser el negocio de unos pocos que, en su ambición, han ido edificando un sistema que pone en peligro no solo el derecho a una vida digna, sino también la superviven­cia de la especie.

Con el azote de la pandemia entendimos visceralme­nte que la distopía o la catástrofe pueden resultar algo más que una mala película de ciencia ficción

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