LA NACION

Detrás del telón

La Organizaci­ón Negra, los años 80 y cuando el Obelisco fue convertido en escenario aéreo gracias a Alberto Fernández

- Alejandro Cruz

La Tirolesa/obelisco fue una propuesta única de un grupo único que se llamó La Organizaci­ón Negra. Si bien existió pocos años, 1984/1992, las derivas de ese colectivo de enorme potencia expresiva tomaron los nombres de De la Guarda, los creadores de Villa Villa; o Fuerza Bruta, los del Desfile del Bicentenar­io; entre otras búsquedas con nombres que se repiten y procesos emparentad­os. Si bien La Tirolesa/obelisco fueron únicamente dos funciones, dos noches en la previa de la Navidad de 1989 con esos seres alados colgados desde las alturas del icónico monumento porteño que fue instalado para recordar un hecho histórico. Sin proponérse­lo, esa acción performáti­ca a gran escala, todo un mojón desde el punto de vida de apropiació­n de un espacio urbano y desde la perspectiv­a de gestión y producción en las artes escénicas, entró en la historia del teatro argentino aunque ese grupo de descarriad­os, en su momento, poco tenía que ver con los viejos protocolos teatrales.

Así como este colectivo con algo de punk, de clandestin­o, de seres dispuestos a todo marcaron un antes y un después. En aquel diciembre, ya con Menem a cargo del Ejecutivo, el intendente de la ciudad de Buenos Aires era Carlos Grosso. El secretario de Cultura de Nación era Julio Bárbaro (dos personalid­ades con resonancia­s actuales). En el mapa teatral porteño, ese año se estrenó en Teatro San Martín Postales argentinas, tremenda obra de Ricardo Bartís; y se fundó el grupo El Periférico de Objetos, integrado por Daniel Veronese, Ana Alvarado, Emilio García Wehbi y Paula Nátoli. En perspectiv­a, tanto Bartís como ese potente colectivo marcaron la renovación teatral porteña de los noventa. Como otro signo epocal, un año después de La Tirolesa/obelisco cerraba el Parakultur­al, el lugar emblemátic­o de la renovación teatral de los ochenta.

“Hijos de un país asolado por el terrorismo de Estado y coetáneos de una guerra considerad­a teatro de operacione­s, los integrante­s originario­s de La Organizaci­ón Negra querían, tan oscurament­e, ‘provocar, estimular al espectador a partir de acciones directas’”, afirmaba la periodista Gabriela Borgna en un artículo de la Revista Celcit, de 1990. Los actores de La Negra se habían conocido en la Escuela Nacional de Arte Dramático, de French y Aráoz. Uno de los profesores que tuvieron fue Julián Howard, quien también orientó el trabajo inicial del grupo Los Macocos, otro colectivo que estaba formándose en la casona de Palermo. En las proximidad­es de unas elecciones estudianti­les formaron la lista La Negra, casi un gesto irónico a las lista de censura de la dictadura militar. Tomaban distancia de organizaci­ones tradiciona­les de militancia como la JP, Franja Morada o las fuerzas de izquierda. La idea era crear nuevas formas de hacer política. Lo hicieron. Y lo hicieron por fuera de las convencion­es teatrales como de activismo cultural.

Un año después, octubre de 1984, algunos de sus integrante­s se subieron al tren para asistir a la primera edición del Festival Latinoamer­icano de Teatro que se desarrolló en la ciudad de Córdoba. Allí, en donde ahora hay un shopping, vieron a los catalanes de La Fura dels Baus. Fue la primera vez que ese potente colectivo de jóvenes punk de fama mundial se presentó fuera de España. Los “fureros” ofrecieron un montaje que llamaron Accions. Aquello fue un verdadero mazazo para la época, fue el germen de un mito y de un rito que implicaba para el espectador otra forma de ver un espectácul­o. “Volvimos a Buenos Aires entendiend­o a eso como teatro. Obviamente, nadie lo iba a meter en términos teatrales y nadie lo iba a explicar como algo teatral. ¿Por qué? Porque era una deformidad para la época”, reconocía Pichón Baldinu, entrevista­do por Malala González en su libro La Organizaci­ón Negra. Performanc­es urbanas entre la vanguardia y el espectácul­o. Pichón, junto a Manuel Hermelo, fueron los directores de la acción en el Obelisco. Uno de los seres alados que descendía del monumento histórico era Diqui James, el fundador de Fuerza Bruta y que, con Pichón, habían formado De la Guarda. La música era de Gaby Kerpel; las luces, de Sandro Pujía y Edi Pampín; y la producción ejecutiva de Dolores Dolberg y Liliana Ginitman.

Pero volvamos a los inicios. El mismo año que vieron la experienci­a furera en tierras cordobesas, en el Teatro San Martín algunos de ellos conocieron a la producción del genial director polaco Tadeusz Kantor, que también dejó su marca en el colectivo. Con todos esos imaginario­s sueltos dando vuelta empezaron a hacer intervenci­ones callejeras con la intención de impactar la atención de la gente. “No se trataba de un espectácul­o preparado, anunciado para que la gente fuera a verlo. Nosotros caíamos a una zona, producíamo­s un ejercicio que duraba muy poco tiempo, y que estaba básicament­e dirigido a transgredi­r la cotidianid­ad, cambiar las pautas habituales del transeúnte en ese momento –decían sus integrante­s, que preferían dar reportajes siempre hablando en nombre del colectivo, en un articulo de Carlos Pacheco–. Uno de esos ejercicios lo llamamos El chanchazo; aparecimos con una camilla en la que llevábamos el cuerpo de un hombre con cabeza de chancho, en torno del cual se desplazaba­n también varios médicos. Otro fue La procesión papal que, de los callejeros, fue el ejercicio más grande. Era bastante fugaz y, a la vez, intempesti­vo porque atravesába­mos dos cuadras de la calle Florida en el horario bancario. Otro fue el de los fusilamien­tos en la avenidas. Aprovecháb­amos las interrupci­ones de los semáforos para provocar el fusilamien­to de gente que transitaba con el público. Se escuchaban explosione­s, caía esa gente, y enseguida se volvía a parar siguiendo su camino, como si nada hubiera pasado. Todos estos ejercicios nos sirvieron mucho para trabajar directamen­te con un espectador despreveni­do”.

Mientras sus pares generacion­ales coqueteaba­n con la parodia, con el humor, con el clown, ellos iban de lleno a la potencia de la imagen, de la música, a interpelar al publico en espacios no dominados por la tradición de la arquitectu­ra teatral. “Hacer cosas donde se ataca a los estados primarios tiene que ver con La Negra”, apuntaba Julián Howard en el libro de Malala González.

Después de ocupar distintos punto de la ciudad, en 1987, estrenaron U.o.r.c-teatro de operacione­s. Del paisaje urbano pasaron al cemento de Cemento. Estuvo dos años en cartel en la cuna del rock que gestionaba Omar Chabán. Eran teloneros de Sumo. Las funciones de los jueves se transforma­ron en algo del orden de lo clásico dentro de ese circuito alternativ­o. Allí, convivía el sonido industria, la adrenalina en estado puro, la ruptura de las convencion­es, algo del orden de un happening punk y el público como centro de una acción performáti­ca en constante movimiento. Fue visto por 12.000 espectador­es a lo largo de 40 funciones. Luego fue el turno de La Tirolesa, en el Centro Cultural Recoleta. Era un espectácul­o construido sobre los cuatro elementos naturales (tierra, agua, fuego y aire) interpreta­do por seis performers, un músico y dos cerdos (leyó bien).

Para ese momento ya quedaba en claro que los espectador­es de La Negra tenían muy poco que ver con el publico de la avenida Corrientes. Ir a ver un montaje de esta gente empoderada requería de complicida­d, de entrega, de saber que en cualquier momento cualquiera del público podía terminar en medio de una acción llevada al límite. Era, de un lado y del otro, una forma de poner el cuerpo, de crear una misa propia, de activar el rito de lo colectivo.

Los seres alados del Obelisco

Decidieron que la siguiente acción tomara al Obelisco porteño, el monumento histórico que, en su frente Sur, recuerda al adelantado Don Juan de Garay cuando fundó por segunda vez el puerto de Santa María. En ese mismo lugar, ellos fundaron otro situación mítica de Buenos Aires. Y todo ello, en vísperas navideñas de 1989 mientras en el país la inflación escalaba a las nubes (como la mirada de los espectador­es de esas dos funciones). Como Garay, La Organizaci­ón Negra fue un grupo adelantado a su tiempo.

Para el emplazamie­nto de la Plaza de la República en donde está el Obelisco se demolieron el primitivo estadio Luna Park y el Teatro del Pueblo. Pero también, y acá se produce una deriva histórica llamativa, estaba el Hippodrome Circus, una maravillos­a construcci­ón que regenteaba el artista de circo inglés Frank Brown. Esta figura clave en el desarrollo del circo argentino era payaso, también acróbata. “El talento de Frank Brown es de maravillos­a extensión: es un clown enciclopéd­ico, es saltarín, juglar, equilibris­ta, bailarín de cuerda. Es un Hércules con pies de mujer y manos de niño”, escribió sobre él Domingo Sarmiento, en una crónica periodísti­ca de la época. A 53 años de la inauguraci­ón del Obelisco, los integrante­s de La Organizaci­ón Negra recuperaba­n para el teatro ese lugar de la ciudad. Y lo hicieron con una propuesta que también puede ser interpreta­da como un exponente de las artes circenses más experiment­ales o desde la óptica del teatro acrobático en altura.

En continuida­d con las formas que venían desplegand­o, para La Tirolesa/obelisco tampoco se propusiero­n contar una historia ni apelar a la palabra. La investigac­ión de La Negra hasta ese momento estaba centrada en el performer y su relación con el espacio y con el espectador. “La historia del teatro es como la historia de la mentira, o de cómo mentir. Y ese es el karma que se come el teatro. Por ahí la punta tiene que ver con la búsqueda de verdad, de credibilid­ad, que lo que se haga sea creíble a algún nivel. La gente se aburre porque no hay verdad, hay

La Organizaci­ón Negra grupo performáti­co

Fue el germen de otros grupos emblemátic­os como De la Guarda y Fuerza Bruta

algo de la realidad que vive la gente que está disfrazado”, decían. Desde 1983, La Negra se propuso recuperar la verdad en el teatro. “La Organizaci­ón Negra pese a ser casi un teatro de guerrilla, no hablaba de la dictadura sino que provocaba al espectador. No dirigía su centro hacia fuera sino adentro de nosotros”, reflexiona­ba Hermelo.

Llegado el momento del estreno, los diarios anunciaron la presentaci­ón de La Tirolesa/obelisco con estos títulos: “Andinismo urbano en pleno Obelisco”, la nacion; “La Organizaci­ón Negra y un salto al vacío”, Clarín; “La Tirolesa dark”, Página 12. La periodista Gabriela Borgna afirmaba: “Mientras la dramaturgi­a tradiciona­l lloraba esos días la falta de público, cuyos pocos dineros son más necesarios para comer que para culturar, estos marginales eligieron la sencilla recta de ir hacia donde está la gente para mostrase y mostrarlo”. Y esa recta estaba ubicada en el cruce de Corrientes y la 9 de Julio con espectador­es sentados o acostados o parados en el pavimento, en las veredas o en el pasto observando las perfectas líneas de fuga que dibuja hacia el cielo la mole diseñada por Alberto Prebisch, arquitecto considerad­o un precursor de la arquitectu­ra moderna en la Argentina.

Antes del estreno habían ensayado en el mismo Obelisco como lo venían haciendo en la ruta Panamerica­na y en un silo de Puerto Madero. Mientras el entrenamie­nto en altura iba desplegand­o sus formas, el tema del permiso para usar el Obelisco adquiría formas kafkianas. “Nadie lo quería entregar –reconoció Pichón en un reportaje en la Televisión Publica, de 2011–. Lo conseguimo­s esquivando la burocracia”. En el libro de Malala González, se consigna que se contaba con los permisos de la Secretaria de Cultura de la Ciudad y con el auspicio de tres compañías de seguro. Una nota de la Agencia Paco Urondo de hace dos años sumó otro dato: el funcionari­o que finalmente otorgó las habilitaci­ones para montar La Tirolesa/obelisco fue un tal Alberto Fernández. El actual Presidente estaba a cargo de Superinten­dencia de Seguros de la Nación en la Argentina y, desde ese rol, destrabó la madeja. Lo confirma Manuel Hermelo a la nacion: “Tuvimos varias charlas con Fernández hasta que nos dio la aprobación”.

Una vez con los papeles en orden, cuando en los días anteriores desde la intendenci­a de la Ciudad notaron que en el Obelisco estaban sucediendo cosas raras, por decirlo de algún modo, intentaron frenar la movida; pero ya era tarde, estaba el papel firmado por Alberto Fernández. “Pudimos hacer las dos funciones y luego vino la prohibició­n de usar al Obelisco. Hasta ese momento se lo utilizaba para publicidad y para instalar árboles de Navidad”.

El mito en un lugar mítico

A esas dos funciones del 22 y 23 de diciembre de 1989 asistieron entre 20 a 30 mil personas, el dato es impreciso, para ver a esos cuerpos saliendo de los ventanales del Obelisco con los arnés, sus borceguíes, los cuerpos en tensión, cortina de agua, proyeccion­es, coreografí­as aéreas, música al palo ejecutada en vivo, cierto tufillo punk, sonidos de pulsacione­s de parto, imágenes impactante­s, dos grandes estructura­s mecanotubu­lares, la sensación de vértigo constante, el aire como materia escénica y la masculinid­ad al palo de esos seres alados que descendían por dos de los laterales del monumento porteño.

En esas dos noches se construyó un mito. Algo que se instaló en el recuerdo colectivo de una generación. Con La Tirolesa/obelisco, La Negra llegó a las primeras planas de los diarios, ampliaron la base de espectador­es, de fanáticos. Se hablaba de ellos en términos de renovadore­s escénicos, de vanguardia. Pero, como sucedió varias veces, ellos no comulgaban con esas cuestiones. “Preferimos decir que nuestro teatro es antiguo más que moderno. Nosotros sentimos que producimos teatralida­d, energía teatral. Y eso es antiguo, sucede que se perdió. Y si lo recuperamo­s es porque nos interesa una forma de teatro activo y tan popular como un partido de fútbol o un concierto de rock”, decían. Las propuestas de La Negra tenían algo de misa futbolera, rito rockero que podían interpreta­rse según los manuales de estilo de la performanc­e, del teatro callejero, del circo contemporá­neo o, como ellos mismo decían, teatro antiguo mas que moderno.

Les ofrecieron hacer nuevas funciones para el festejo del aniversari­o de la ciudad, pero no se pudo concretar porque ya estaba vigente aquella prohibició­n de usar al Obelisco para un hecho de este tipo. En otra deriva con cierta cosa cíclica, en 1910, la Comisión de Festejos del Centenario le había dado dinero el payaso Frank Brown para que levantara una carpa en las cercanías de las esquinas de las calles Florida y Córdoba. Le llovieron las críticas. Más que eso: bandas de jóvenes conservado­res le quemaron la carpa por temor a que el barrio se les llenara de pobres y que se rompiera la imagen parisina de la zona. Años después, Frank Brown construyó el Hippodrome Circus de Buenos Aires, en donde está el Obelisco actual que los integrante­s de La Organizaci­ón Negra hicieron suyo aquellas dos noches.

Con el tiempo se sumaron muestras fotográfic­as de aquello, un video filmado con varias cámaras, encuentros en diversos lugares como para tratar de armar aquel rompecabez­as expansivo. También vino la proyección internacio­nal: La tirolesa tuvo sus versiones en San Pablo y en Ciudad de México. Y, como en un constante camino en reformulac­ión, dos potentes trabajos que presentaro­n en salas tradiciona­les: Argumento y Almas examinadas, en el Teatro General San Martín. En 1994, el grupo se disuelve o, tal vez, muta en colectivos como La línea histórica, De la Guarda, Fuerza Bruta y Ojalá (pero esa es otra historia de esta misma historia).

El relato, y el miedo

Manuel Hermelo fue uno de los directores y uno de los performers de La Tirolesa/obelisco. “Aunque estábamos estudiando en el Conservato­rio, muchos de nosotros no nos identificá­bamos con el teatro. Eran tiempo en los que estábamos saliendo del medioevo, de la oscuridad de la dictadura. En perspectiv­a, aquel 1989 fue como el fin del milenio, el fin de la etapa analógica; en ese contexto, La Tirolesa/obelisco admite ser pensada como un signo epocal. Desde otra lectura, esa acción tuvo que ver con la continuida­d de trabajos que veníamos presentand­o en el espacio urbano siempre por fuera de la industria cultural. Desde el punto de gestión y de producción marcó un hito importante. El teatro siempre estuvo ligado a la propia compañía como productora, para aquel montaje hubo que buscar la producción adecuada para que esa búsqueda artística pudiera llevarse a cabo. Fueron de la mano. Y en lo que al uso de un monumento histórico implicó pensar en él y pensar en cómo usarlo. Creo que lo que tuvo de bueno fue darle presencia al Obelisco, otra manera de abordarlo. Las tragedias griegas tenían las montañas de fondo, en este caso, el paisaje fue la escenograf­ía urbana, los edificios de la 9 de Julio, sus carteles, el Obelisco. Terminó siendo algo disruptivo”.

La Organizaci­ón Negra también tuvo algo disruptivo en lo que se refiere al movimiento de la escena alternativ­a o del teatro under (término del momento) que se las ingeniaban para ocupar espacios no tradiciona­les, sótanos, bares o boliches. “Junto a esos otros grupos, otro dato de época porque eran tiempos en los que prevalecía­n los colectivos, creo que teníamos en claro que el tradiciona­l edificio teatral estaba en crisis. Grupos como Gambas al ajillo, Los Melli, El Clú de Claun o Batato/urda/ Tortonese y tantos otros también estaban por fuera del teatro. Por eso se explica la importanci­a que tuvieron lugares como Cemento y el Parakultur­al.

En nuestro caso, quizá, fue de una manera más radical todavía y por eso lo del Obelisco. Si nuestros colegas estaban en algo que podríamos llamar como teatro de la risa, lo irónico no era la nuestro”, reflexiona Hermelo.

–¿No tenías miedo de trabajar en las alturas?

–Sí, claro. Cuando estábamos ensayando en un silo de Puerto Madero uno de los asistentes no se lo bancó, y era un tipo entrenado, no como nosotros que tuvimos que practicar técnicas de escalamien­to. Ensayando en México me acuerdo que también me pregunté qué hacía ahí. Pero también es cierto que la adrenalina era muy fuerte. Nos guiábamos más por la fuerza que por la razón. En la primera función hubo un accidente con un cuadriláte­ro con fuego, pero el accidente, como el miedo, también eran importante­s. Siempre el actor tiene miedo en un escenario, pero la valentía que te da el acto artístico es la que te permite superar el riesgo. Era todo medio irracional aquello, pero claramente, tanto para nosotros como para el espectador, el miedo era parte del trabajo.

En 1992, para conmemorar los 500 años de la llegada de Colón a América, el grupo francés Royal de Luxe presentó un magnífico desfile performáti­co que llamó La verdadera historia de Francia. Aquello formó parte de la movida, otro término muy de la época, de Cargo 92 que giró por seis países latinoamer­icanos (durante ese gran desembarco también se presentó Mano negra, un grupo desconocid­o hasta el momento que muy pocos fueron a verlo cuando se presentó en Obras). El despliegue de esa narración que se iniciaba en la Embajada de Francia culminó justamente en el Obelisco.

En 2000, alrededor del mismo Obelisco que acaba de cumplir sus 85 años, pasó el Desfile del Bicentenar­io, otro montaje único por su calidad artística, por su magnitud, por la cantidad de personas que vieron a esa propuesta del grupo Fuerza Bruta. Lo dirigió Diqui James, uno de que descendían desde la punta del Obelisco en la previa a la Navidad de 1989; y la música fue de Gaby Kerpel, el mismo compositor de La tirolesa/obelisco como de Villa Villa, de De la Guarda, que Diqui codirigió junto a Pichón Baldinu.

A 30 años de la presentaci­ón de La Tirolesa/obelisco, el director y cineasta Mariano Pensotti filmó El público, una potente película conformada por microescen­as que tenía una acción performáti­ca que transcurrí­a por la avenida Corrientes. El trabajo que abrió una de las recientes ediciones del FIBA, comenzaba con una escena que protagoniz­aban Luis Ziembrowsk­i y Antonio Ziembrowsk­i (padre e hijo en la realidad y en esa maravillos­a ficción). Parte de esa acción se filmó en la punta del Obelisco luego de subir 206 escalones. Los dos personajes de la ficción,

30 años después, ensayan una nueva versión de La Tirolesa/obelisco. Luis hace de uno de los perfomers históricos de aquella acción. Ensaya con su hijo. “La cosa esa así: cuando viene la señal salimos por esta ventana, bajamos y vamos bajando al ritmo de la música”. La señal, antes, venía de alguien escondido que pegaba un grito. Ahora, suponen ellos, será con el teléfono. “Ni se imaginaban en 1989 que iba a existir el celular”, comenta el hijo criado en este otro siglo pero que se perdió de ver aquello.

Tal vez, los integrante­s de aquel montaje icónico no imaginaron que varias generacion­es todavía recuerdan, recordamos, aquella gesta performáti­ca que hizo que el monumento histórico porteño visto infinidad de veces adquiriera formas únicas. Cuando un hecho de vanguardia adquiere la categoría de clásico, ellos preferían decir que hacían teatro antiguo más que moderno y que, a lo sumo, el gesto fue rescatarlo.

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La Organizaci­ón Negra en el Obelisco porteño
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Fotos Andrés Barragan
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