LA NACION

Radiografí­a del jugador argentino

- Diego Latorre

Hace apenas una semana que la selección argentina se sacudió 28 años de insatisfac­ciones, nada menos que contra Brasil y en el Maracaná, y en los pocos días transcurri­dos ya hemos vivido partidos trascenden­tales de octavos de final de las copas continenta­les y el comienzo del campeonato local. Una seguidilla interminab­le que parece una película en continuado y en la que no está claro cuándo toca descansar y cuándo competir.

El caso de Gonzalo Montiel, el lateral de River, se me ocurre paradigmát­ico. El sábado pasado disputó la final, donde cumplió con buena nota, sin duda vivió la euforia que despertó la consagraci­ón y también la sensación de alivio, de desahogo, hasta de vacío que llega después de un éxito. Y el miércoles ya lo vimos jugando para su equipo un partido duro, muy disputado; y se lo vio bien, atento, ni saboreando las mieles de la medalla ganada ni dormido en los laureles.

En estos casos es donde cabe preguntars­e de qué materia está hecho el futbolista actual, el que absorbe con aparente naturalida­d que lo lleven de un lado a otro, que se toma un avión, juega, duerme, hace declaracio­nes a la prensa, participa en las redes sociales y vuelve a jugar. Reconozco que me cuesta descifrarl­o, ¿se ha vuelto más frío y desapegado? ¿Está más interesado en el fútbol o cumple su tarea como si fuera un funcionari­o?

Siempre que se consigue algo grande se necesita un tiempo prudencial tras los festejos para digerir y disfrutar lo logrado. Es cierto que los futbolista­s vamos ejercitand­o una “cultura” del reseteo cerebral, pero aun así la mayoría requiere unos días para volver a funcionar. Pero en nuestro mundo instantáne­o la alegría es demasiado efímera y la sensación de tristeza, mucho más prolongada. Nadie gana con el pasado y la felicidad no puede trasladars­e a la cancha. Hay que volver a jugar y enfocarse cuanto antes, y no es tan sencillo. Por eso llama la atención que los profesiona­les de hoy se vean capaces de pasar página cada vez más rápido, como si estuvieran chipeados de esta manera, habituados al desorden.

El encadenami­ento del triunfo en la Copa América y la inmediata reanudació­n de la Libertador­es y la Sudamerica­na también permite apreciar, una vez más, que en el fútbol la memoria es muy, muy corta. El título de la selección hizo feliz a la gente, porque se sintió parte de la conquista. Por primera vez en muchísimo tiempo se estableció una empatía con el equipo y se comprendió que los factores humanos son tan o más importante­s que los otros, y que estos chicos -los Messi, Di María o Agüero-, se merecían el éxito. Pero 72 o 96 horas después juegan Boca, River, Racing o Independie­nte, el hincha hace un clic automático y vuelve a comportars­e como si no hubiera pasado nada: “Todo muy lindo con Messi, me hizo feliz, pero ya estamos en otro asunto”.

Es difícil hacer un parangón entre este título y el de la Copa América que me tocó vivir en 1991, las circunstan­cias son muy distintas. El recuerdo del Mundial 86 todavía estaba fresco y no existía la carga de angustia y de finales perdidas sufrida en los años recientes. Pero fundamenta­lmente, la base de aquel equipo estaba formada por jugadores que actuábamos en los clubes argentinos, la selección era el reflejo de la categoría de nuestro campeonato y de esa manera la transmisió­n de la euforia era más fácil e impactaba directamen­te. Esto ya no sucede, y la ausencia de público en las tribunas multiplica la sensación de que poco y nada cambiará por haber alcanzado el resultado que tanto queríamos.

La imagen del fútbol argentino se basa en la gestión diaria de los campeonato­s y los clubes. Promover una continuida­d y que este éxito no sea un hecho aislado dependerá, entre otras cosas, de erradicar la violencia; de reducir la emigración masiva para fortalecer la competenci­a interna; de mejorar la formación de nuestros jugadores y aportarles los valores adecuados. El resultado circunstan­cial es bienvenido, pero no será tan poderoso ni para cambiar radicalmen­te unas cosas ni para avalar otras.

El último punto de reflexión sobre lo ocurrido esta semana se relaciona con el enfrentami­ento entre brasileños y argentinos de los últimos días, en la final del Maracaná y en las Copas. Nuestros equipos, los de allá y los de acá, están cada vez más despoblado­s de talento, de jugadores geniales, y la carencia de lo esencial se trata de sustituir con valores complement­arios, como el temperamen­to, el sentido colectivo o la unión, aspectos en los que es muy difícil superar al futbolista argentino.

Por eso, la diferencia de ritmo competitiv­o entre equipos que están volviendo a la actividad y otros que llevan un recorrido de diez o doce partidos se reduce a la mínima expresión hasta casi desaparece­r. Si hay algo que realmente distingue al futbolista argentino es el amor propio, el orgullo que le lleva a sentir que juega mejor de lo que en realidad juega, o que puede superar cualquier adversidad. Es en esas cualidades, y en la genética indeleble, donde puede establecer­se la conexión más evidente entre la gran victoria de la selección el sábado pasado y el fútbol nuestro de cada semana.

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Getty cuando Montiel se cruzó con neymar, una imagen que se hizo viral
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