LA NACION

¿Qué nos dice Cuba sobre nosotros mismos?

En escuelas y universida­des se extiende una docencia militante que transmite una versión sesgada de la historia; es la versión con la que sintoniza el actual oficialism­o

- Luciano Román

Hace pocas semanas, estudiante­s de quinto año del Colegio Nacional de La Plata tuvieron una clase especial de Derecho Político. No hubiera sido extraño, en el contexto de esa materia, que los alumnos preguntara­n por la situación de Cuba. ¿Qué hubiera contestado el profesor? La respuesta la dio el presidente de la Nación en estos días: “No sé qué está pasando en Cuba, pero lo que sé es que el bloqueo debería terminar”. Traducido: no quiero saber qué pasa, pero la culpa es de Estados Unidos. El presidente que dio esa respuesta es el profesor Fernández, el mismo que dictó aquella clase el viernes 23 de abril.

Si a muchos les parece grave que un jefe de Estado se desentiend­a de un tema tan sensible y caiga en una suerte de indiferenc­ia cómplice, habría que preguntars­e si no es más grave aún que esa sea la respuesta de un profesor. ¿Cómo se habla de Cuba en las escuelas? ¿Qué ideas y valores se les transmiten a los jóvenes? ¿Qué modelos se justifican en las aulas y a quiénes se presenta como víctimas y victimario­s? ¿Con qué grado de rigor y de pluralismo se habla de historia y de política internacio­nal en colegios y universida­des? ¿Se les ofrece a los jóvenes un panorama honesto y complejo sobre los temas, o se cae en simplifica­ciones, eslóganes y versiones maniqueas para explicarle­s el mundo? ¿Se les aportan todos los elementos para que elaboren sus propios juicios y sus propias ideas o se les proponen visiones sesgadas y panfletari­as? Si el Presidente representa al “profesor promedio”, las respuestas a esos interrogan­tes serían más que preocupant­es.

Los alumnos se habrían quedado, por un lado, con la extraña sensación de que el profesor no sabía lo que pasa en Cuba, cuando ellos mismos lo saben solo con mirar Tiktok. Es un tipo de desconocim­iento que en algunos sistemas jurídicos se tipifica como figura penal: lo definen como “ignorancia deliberada”; la del que no sabe, pero debería saber; o la del que sabe, pero se hace el distraído. Pero el docente (escudado en esa supuesta ignorancia) se habría perdido la oportunida­d de hablar, ante los alumnos, del valor de la libertad, de la diferencia entre democracia­s y dictaduras, de lo que significa para una sociedad vivir sometida a un régimen de partido único, sin prensa independie­nte, sin libertad de expresión, sin derecho a disentir. Se habría privado de destacar el valor de los derechos humanos, y de convocar a los estudiante­s a despojarse de prejuicios para escuchar distintas voces. Habría desperdici­ado, también, la oportunida­d de abordar un fenómeno histórico y coyuntural como una realidad compleja, con matices, que tampoco puede despachars­e en dos consignas con excesiva simplifica­ción. ¿Es lo mismo un bloqueo que un embargo? Y en tal caso, ¿qué significa el embargo hoy? ¿Los alumnos no merecerían que el profesor hilara más fino?

En las escuelas y universida­des se ha extendido una docencia militante que transmite una versión sesgada y maniquea de la historia. Es la versión con la que sintoniza el actual oficialism­o, más comprensiv­o con Hamas que con la democracia israelí. Si fuera cierto que “todo tiene que ver con todo” –como se repite con frecuencia en el discurso crispado del poder–, sería indudable que estas posiciones explican a una Argentina que simpatiza con Putin y empuja al exilio al fundador de Mercado Libre, que se autopercib­e progresist­a y justifica la persecució­n y la censura en Nicaragua, y que habla de igualdad y de inclusión mientras cierra las escuelas y reproduce la pobreza. Quizá el profesor Fernández no haya dado una respuesta muy distinta de la que dan, en general, los docentes de Historia y de Derecho Político en la mayoría de las escuelas. Y en esas clases teñidas de ideologism­o y militancia, pero también de un simplismo ramplón, tal vez esté la explicació­n de un país que cuenta los años setenta como una aventura romántica, se alinea con el eje Cuba-venezuelan­icaragua y cree, con infantilis­mo, que la culpa siempre es de “las potencias y el imperio”.

Aquella clase del profesor Fernández quizá encierre “el huevo de la serpiente”. No es un hecho desconecta­do de las penurias que sufre el país. El anacronism­o ideológico, la visión excesivame­nte simplona y provincian­a del mundo, así como las categorías binarias, las concepcion­es dogmáticas y la ignorancia real o deliberada, conforman un cóctel que explica desde el aislamient­o internacio­nal de la Argentina hasta nuestra profunda crisis económica y, en cierta medida, también la magnitud de la tragedia sanitaria.

La respuesta del Presidente sobre Cuba expresa el sistema de prejuicios con el que se rechazaron, durante meses, las vacunas de laboratori­os norteameri­canos. Hay algo más profundo, porque también expresa la peligrosa ligereza que llevó a la dirigencia política a aplaudir el default de 2001. Y es parte de la endeble arquitectu­ra ideológica con la que se reivindica “el setentismo” y se confunde soberanía con atraso. Como si fuera poco, expresa una mentalidad basada en el doble estándar: juzga según las convenienc­ias y las simpatías, no de acuerdo con valores y normas éticas. Es lo que Ortega y Gasset definía como “hemiplejia moral”.

Aunque en la Argentina está muy devaluado y suena cada vez más inconsiste­nte, el discurso político siempre tiene la capacidad de poner algunos acentos, de alentar o desalentar determinad­os debates, de marcar un poco el tono de la conversaci­ón pública y de imponer cierta narrativa del tiempo histórico en el que navega. Desde esa perspectiv­a, las posturas que ha asumido el gobierno nacional frente a los dramas de Cuba, Venezuela y Nicaragua hace –entre otros daños– un aporte lamentable a los valores y las ideas que definen a una época. Se ubica del lado de la opresión y no de la libertad; más cerca de las autocracia­s que de la diversidad y el pluralismo democrátic­os. Contribuye a crear una atmósfera en la que se impone la casta política por encima de la ciudadanía y en la que el poder se torna asfixiante y abusivo. La mirada condescend­iente y hasta de admiración sobre el régimen cubano quizá explique –entre otras cosas– la justificac­ión que hizo Zannini del vacunatori­o vip. Responde a la idea de que la casta tiene privilegio­s.

Pero desde Cuba sopla una ráfaga de esperanza. Son los jóvenes –tan apagados y desesperan­zados en otros países– los que han decidido rebelarse contra el régimen. Son, además, los artistas –tan obedientes y conformist­as en otros lugares– los que le han puesto letra y música al reclamo de libertad. La letanía de Silvio Rodríguez hoy es desplazada por raperos, traperos, youtubers, blogueros e influencer­s que se animan a cuestionar al régimen desde un genuino progresism­o. Al confrontar la consigna “patria o muerte” del castrismo con el lema “patria y vida”, no solo reivindica­n la vida frente a la muerte, sino la “y” frente a la “o”: impugnan las concepcion­es antagónico­s para proponer una verdadera lógica inclusiva.

El movimiento de jóvenes cubanos demuestra que, más tarde o más temprano, el adoctrinam­iento en las escuelas choca con la propia realidad. No por eso deja de ser peligroso que a los chicos se les presenten visiones sesgadas y recortes politizado­s sobre el pasado y el presente. Pero los relatos siempre tienen patas cortas, aunque en Cuba lleva más de sesenta años. Un día, la libertad se impone. Se filtra a través de las redes o del rap. Las revolucion­es, para bien de la humanidad, hoy parecen pasar por internet, no por las armas.

Los jóvenes, de todos modos, merecen que el profesor Fernández les abra la cabeza y les hable de la libertad; no que mire para otro lado frente a la opresión, la censura y el totalitari­smo. A falta de una docencia profesiona­l y de una dirigencia responsabl­e, bienvenido el nuevo rap latinoamer­icano.

La respuesta del Presidente sobre Cuba expresa el sistema de prejuicios con el que se rechazaron, durante meses, las vacunas de laboratori­os norteameri­canos

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