LA NACION

Adiós a las palabras

- Pablo Gianera

El último libro del escritor alemán Wolfgang Hildesheim­er (1916-1991) se llamó Mitteilung­en an Max über den Stand der Dinge und anderes [Informes a Max sobre el estado de las cosas y otros temas]. Es uno de esos libros que no enriquecen a los lectores (ya había cumplido con ellos en otros libros, por ejemplo, en su celebrada biografía de Mozart), pero sí enriquece a la literatura. El informe en cuestión, podríamos decir el comunicado, es que poco o nada puede comunicars­e. Cuando escribe, toma al pie de la letra la palabra, a veces su etimología, cuando se habla figuradame­nte, y entiende (nos somete a entender) figuradame­nte lo literal. No lo hace gobernado por el mero capricho. Ya ese libro, que fue publicado no obstante en 1986, cinco años antes de su muerte, era ya una despedida; una despedida no del mundo completo, sino de sus palabras.

Veamos dos pasajes, muy breves. “Los otros días fui incluso a una reunión y me di cuenta de que estaba mal organizada, y la trastorné. No tuve desde entonces más ganas de ir a ninguna reunión”. Hildesheim­er abandonó la conversaci­ón, salió del grupo, literalmen­te.

Podemos considerar esto desde el reverso: del último libro al primero. En uno de los relatos de Lieblose Legenden (Leyendas desamorada­s, libro de 1952), Hildesheim­er imagina un personaje de fines del siglo XVII y principios del XIX, Gottlieb Theodor Pilz, cuya única función consiste en disuadir a los artistas de que sigan haciendo obras de arte, acaso guiado por la razonable presunción de que ya existen demasiadas. Cuenta Hildesheim­er que Pilz mantuvo, por ejemplo, una conversaci­ón con Robert Schumann y le hizo conocer su teoría de que un compositor no debía escribir más de cuatro sinfonías; una lección que, a su turno, Schumann le transmitió a Johannes Brahms. Ficciones aparte, la observació­n del imaginario Pilz tenía su punto de verdad y no envejeció. El propio Hildesheim­er lo transparen­ta hacia el final del relato: “Murió muy joven, y no podemos menos que decir qué oportuno sería hoy un Pilz”. No podemos decir tampoco qué oportuno sería para nosotros un Hildesheim­er.

Apasionado del inglés, antes de

Wolfgang Hildesheim­er abandonó la conversaci­ón, salió literalmen­te del grupo

cumplir treinta años Hildesheim­er fue intérprete en los juicios de Nuremberg. W. G. Sebald le dedica uno de los artículos más brillantes de su libro Campo santo. Sus obras completas en alemán ocupan siete considerab­les volúmenes. Había dicho todo y había oído lo suficiente.

Pero Hildesheim­er tenía un salvocondu­cto. Igual que Goethe, igual que William Blake y que Henri Michaux, igual que Dante Gabriel Rossetti, Hildeheime­r pintaba. La pintura fue su silencio. Fue despidiénd­ose de ese mundo de palabras con collages. Después de su despedida de la prosa, salieron tres libros de pinturas y collages, el último, año mismo de su muerte, se llamó Paisaje con Fénix. Son imágenes terminales, de quien no confiaba ya tampoco en el arte, acaso porque sospechaba que quienes vendrían después de él tendrían que resolver otros problemas más existencia­lmente acuciantes.

En Mitteilung­en an Max über den Stand der Dinge leemos otra confesión disfrazada: “Sí, querido Max, sabe Dios cuánto perseguí la amplitud y la lejanía”. Precisamen­te, decía Hildesheim­er de sus collages que paulatinam­ente habían ido ampliándos­e hasta orillar el “maximalism­o” (no sabemos si literal o figuradame­nte). Añade que no eran para él sino campos de despegue, puntos de fuga, única estrategia para “sobrevivir en el presente”.

Su último collage se llamó Totentanz, o bien, “Danza macabra”. Fue este último su auténtico paisaje con Fénix. Persistió en las imágenes, tal ven con la sospecha, común a todos los hombres, de que podía ser la última. También, tal vez, con la ilusión de que en la lejanía, en los fondos ignorados de la imagen, renaciera la palabra.

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