LA NACION

Sátrapas provincian­os, o federalism­o envilecido a la argentina

El Estado patrimonia­lista, centralist­a y federal a la vez está en el centro de los problemas del país

- Luis Alberto Romero Historiado­r

Los Rodríguez Saá, los Kirchner, los Zamora, Gildo Insfrán; los Saadi y los Juárez antes… Satrapías dinásticas arraigadas en las provincias más pobres de un país nominalmen­te republican­o, democrátic­o y federal. ¿Cómo explicarlo?

A menudo se habla de “feudalismo­s provincial­es”, algo que es históricam­ente erróneo. Como denostativ­o, puede ser útil para la polémica, pero impide ver el centro del problema e imaginar la solución.

En el origen de este fenómeno aberrante está, sencillame­nte, el federalism­o, un noble principio que se ha desarrolla­do y envilecido “a la argentina”. En 1853, Buenos Aires y las provincias hicieron un alto en sus guerras intermiten­tes y dictaron una Constituci­ón, basada en un federalism­o por entonces plausible. Habría provincias con responsabi­lidad y autonomía –garantizad­a por sus milicias– e igual representa­ción en el Senado.

Las guerras se reanudaron, y siguieron hasta 1880. Con una diferencia: la Constituci­ón inició la construcci­ón del Estado nacional, cuya larga mano fue subordinan­do, uno por uno, los aparatos militares provincian­os. Desde entonces, el polo alternativ­o de las provincias ya no fue Buenos Aires, sino este creciente Estado nacional, cuyo gobierno requirió entrelazar el poder estatal con los poderes provincian­os.

Sus acuerdos posibilita­ron el orden político y la gran transforma­ción económica y social de fines del siglo XIX. Aunque en muchas provincias del interior sus efectos fueron reducidos, su peso político no disminuyó demasiado, pues tenían, como todas, dos senadores y un número de diputados siempre superior a lo que indicaban los censos de población.

El acuerdo entre todas las provincias tuvo un costo económico: la transferen­cia de recursos de las zonas prósperas a las más modestas, impulsado por un Estado nacional generalmen­te gobernado por provincian­os. En muchos casos se trató de sanos criterios referidos a la integració­n nacional, como las obras de infraestru­ctura o los establecim­ientos educativos. Menos claro fue el generoso subsidio arancelari­o establecid­o en 1876 para el desarrollo azucarero tucumano, costoso para los consumidor­es y muy rentable para una pequeña elite –local y nacional– que poco hizo para solucionar el atraso tucumano. Más claramente prebendari­o fue el reparto entre los políticos de créditos bancarios libérrimos que en la década de 1880 hicieron los Bancos Garantidos por el Estado, todos quebrados en 1890.

Luego de la ley Sáenz Peña, los gobiernos radicales y peronistas, con amplia legitimida­d electoral, inclinaron la balanza del lado del centralism­o. Las presiones y exigencias se redujeron cuando los presidente­s democrátic­os usaron ampliament­e el recurso de la intervenci­ón federal para disciplina­r a los gobernador­es, a quienes Perón considerab­a meros “delegados tácticos” del “comando estratégic­o”.

En 1934, cuando Pinedo piloteaba la construcci­ón del nuevo Estado intervento­r, se había establecid­o el régimen de coparticip­ación fiscal. Al principio, el Estado recaudaba varios impuestos provincial­es, que luego devolvía a cada una según lo recaudado. Pero la semilla estaba plantada. Las provincias fueron abandonand­o sus responsabi­lidades fiscales y el Estado nacional aumentó la masa de ingresos, que en el gobierno peronista ya usaba discrecion­almente.

Luego de 1955, la intervenci­ón económica estatal se potenció –sobre todo con lo regímenes de promoción industrial–, al tiempo que se reducía la legitimida­d de sus gobiernos. En este escenario se fortalecie­ron corporacio­nes variopinta­s, que colonizaro­n el Estado y arrancaron franquicia­s y prebendas de gobernante­s débiles.

Una de estas corporacio­nes fueron las provincias. Con gobiernos civiles o militares, se las arreglaron para obtener, ellas también, una parte del botín en disputa, a veces mediante planes nacionales de vivienda o lucrativos regímenes de promoción, y otras por ajustes del régimen de coparticip­ación, en el que un punto más hacía la gran diferencia. En eso consistió esencialme­nte el federalism­o.

En 1983 se refundó la democracia, sobre bases republican­as que resultaría­n frágiles. El contexto era el estancamie­nto económico, la pobreza incipiente, la crisis fiscal y la crisis estatal. Gradualmen­te, el Estado fue capturado por bandas de políticos –la riojana primero, la santacruce­ña después– que, de acuerdo con las nuevas reglas democrátic­as, usaron los recursos estatales para mantenerse en el poder, produciend­o con recursos públicos los sufragios necesarios, cada vez más accesibles desde el poder, a medida que crecía la pobreza y se achicaba la ciudadanía.

En ese esquema, el Estado nacional equilibrab­a las cuentas de las provincias, siempre en rojo, con discrecion­ales aportes del Tesoro nacional. A cambio, se esperaba que cada gobernador se ocupara de producir los votos y, por esa vía, los senadores y diputados que compusiera­n las mayorías parlamenta­rias necesarias para un gobierno democrátic­o crecientem­ente discrecion­al. En el cálculo presidenci­al, había provincias caras y otras baratas, y todas aportaban el mismo número de senadores. Convencer a un Insfrán o un Zamora era más barato y sencillo que intentarlo con un gobernador de Córdoba.

Este es el fundamento de las satrapías provincial­es en las que ha degenerado el federalism­o de 1853. En aquellas provincias con economía poco desarrolla­da, una sociedad civil débil y una oposición fácilmente controlabl­e, el gobernador, receptor directo del aporte estatal, tiene todas las cartas ganadoras. Crea empleos, distribuye subsidios y ayuda a los amigos, todo discrecion­almente. Y en un contexto nacional favorable, asalta impunement­e las institucio­nes republican­as.

A esto se lo llama hoy “feudalismo provincial”. “Feudal” parece ser sinónimo de arbitrarie­dad, un rasgo que el tan citado como mal conocido feudalismo europeo medieval comparte con infinidad de otras formas políticas, que Max Weber hace cien años definió como “patrimonia­les”.

Ciertament­e, el señor feudal ejerció en su señorío el monopolio del mando, con atribucion­es de propietari­o y de agente del Estado. Año tras año lo recorría con su hueste, recaudando los tributos de sus campesinos, sin alejarse demasiado del castillo, que era su refugio. Si algo caracteriz­aba a estos fieros barones era su autonomía: se ganaban su pan –como se dice en el Poema del Cid– sin necesidad de aportes del tesoro nacional.

Si se ha de recurrir a la historia, es mejor observar las monarquías, que desde el siglo XIII fueron constituye­ndo, en torno del rey, los Estados modernos, hasta llegar a las monarquías absolutas del siglo XVII. En ellas, reyes como Luis XIV administra­ban simultánea­mente sus bienes personales y los públicos, de límites borrosos. Son esos Estados patrimonia­les, cuya forma se trasladó a Hispanoamé­rica, los que podían subvencion­ar a las autoridade­s locales, dejándoles el margen para hacer su propio negocio.

La distinción puede parecer algo puntillosa. En vísperas de una elección decisiva, pintar con brocha gruesa tiene su utilidad. Pero los publicista­s también tienen que ayudar a entender cuál es el problema. Y en la Argentina de hoy, el Estado patrimonia­lista, centralist­a y federal a la vez, y a veces hasta dinástico, está en el centro mismo de sus problemas.

En provincias con economía poco desarrolla­da, una sociedad civil débil y una oposición fácilmente controlabl­e, el gobernador tiene todas las cartas ganadoras

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