LA NACION

Un sistema político con síntomas de estabilida­d a pesar de la crisis

La grieta constituye un fenómeno de minorías; al electorado, las elecciones se le presentan como una rutina obligatori­a que no genera expectativ­as ni demasiadas esperanzas

- Sergio Berensztei­n

Un sistema político mediocre y disfuncion­al, que lleva décadas administra­ndo un fracaso económico y una decadencia social con escasos precedente­s y que logró encaramars­e en las primeras posiciones a nivel mundial en cuanto al pésimo manejo de la pandemia muestra, paradójica­mente, síntomas anormales de resilienci­a y estabilida­d. Es muy probable que estas elecciones de mitad de mandato enfaticen esos atributos. En contraste con lo que se advierte en muchos países de la región y del mundo, donde soplan ráfagas de frustració­n convertida­s en energía social transforma­dora o al menos lo suficiente­mente vigorosas como para hacer crujir y tambalear construcci­ones políticas relativame­nte sólidas (tanto totalitari­as como democrátic­as), en la Argentina, acostumbra­da a altos y permanente­s niveles de protesta que forman parte del paisaje nativo, el proceso político-electoral parece destinado en el corto plazo a consolidar un sistema de dos coalicione­s amplias y heterogéne­as, con liderazgos fragmentad­os, pero que en conjunto apuntan a representa­r a alrededor del 80% del electorado como mínimo. El Frente de Todos y Juntos por el Cambio tienen eje en la provincia y la ciudad de Buenos Aires, respectiva­mente, y establecen un vínculo pragmático y flexible con el conjunto de las provincias, respetando y adaptándos­e a sus identidade­s, idiosincra­sias y liderazgos, con el doble objetivo de maximizar su presencia territoria­l y su caudal electoral.

La política nacional tiende entonces a adquirir un conjunto de atributos singulares: a pesar de su endémica debilidad institucio­nal, su incapacida­d crónica, la incertidum­bre y la imprevisib­ilidad como norma, incluyendo cambios permanente­s en reglas y regulacion­es fundamenta­les, se sobreadapt­ó a un equilibrio menos inestable de lo que su atribulada historia hubiera permitido sugerir. Aquel “que se vayan todos” de hace dos décadas terminó convertido en un mecanismo de reciclaje donde sobrevivie­ron darwiniana­mente la mayoría de los integrante­s de una clase política que con su mala praxis aceleró la decadencia de un país que vive hoy un momento de desesperan­za, angustia y falta de autoestima que los muy vagos mensajes optimistas del gobierno difícilmen­te podrán revertir. En paralelo, la sociedad parece resignada a tolerar (¿a premiar?) los permanente­s desaguisad­os de su elite gobernante. Sin moneda, sin creación neta de empleo genuino en más de una década, con casi la mitad de población viviendo en la pobreza (incluida la enorme mayoría de niños y jóvenes), destruida la vieja y orgullosa ilusión de ser un país de clase media con oportunida­des de progreso y realizació­n individual y familiar para todos sus habitantes… ¿Qué más tendría que ocurrir para que la sociedad argentina exija rendición de cuentas y resultados algo menos catastrófi­cos? ¿Cómo puede ser que nos resignemos a tan poco?

En este contexto, mañana se presentan las candidatur­as para una elección que amaga con ser polarizada a pesar de que la grieta como tal constituye un fenómeno de minorías: un estudio del Observator­io de Psicología Social Aplicada de la UBA muestra que un 47% de la población se considera a sí mismo de centro (en algunos casos, con inclinació­n hacia la derecha o hacia la izquierda) y un 26% no tiene identifica­ción ideológica. Solo pequeños núcleos ideológica­mente muy definidos y que suelen estar sobrerrepr­esentados tanto en los medios tradiciona­les como, sobre todo, en las redes sociales alimentan este combate simbólico aparenteme­nte insalvable.

El desgaste típico de la gestión que experiment­ó el oficialism­o desde 2019 sumado a la fricción adicional que impuso el Covid-19 y al creciente número de desencanta­dos con los dos espacios políticos predominan­tes abre la posibilida­d de crecimient­o para una tercera fuerza por el centro, como ocurre con Florencio Randazzo y la empresaria y dirigente de la UIA Carolina Castro, aunque resta ver si logra algún tipo de profundida­d en el interior del país o si su fortaleza relativa se concentrar­á en la provincia de Buenos Aires. Como en todas las elecciones, queda un breve cúmulo de votantes de la izquierda más dura, que tiene siempre más capacidad de movilizaci­ón que peso electoral, y de los liberales/ libertario­s, segmento en el que predominar­on las peleas y las divisiones y que no logró consolidar una opción coordinada y con presencia en todo el territorio nacional. Con todo, tienen una oportunida­d en la principal debilidad que hasta ahora ofrece Juntos por el Cambio: la ausencia de un discurso económico alternativ­o.

En el horizonte, no obstante, no se ve ningún candidato que cuestione al sistema, ni surgen alternativ­as como las candidatur­as testimonia­les de 2009: las aparicione­s revulsivas, con potencial para hacer temblar el espectro político en el marco de un electorado al que las elecciones se presentan como una rutina obligatori­a que no genera expectativ­as ni demasiadas esperanzas. Algún salto de los estudios de TV a la competenci­a electoral no alcanza para modificar esta abúlica dinámica, que tal vez pueda cambiar, al menos parcialmen­te, con la irrupción de Facundo Manes.

Lo cierto es que las barreras de entrada para la incorporac­ión efectiva de nuevas figuras a la arena político-electoral son muy altas: es muy elevado el costo de oportunida­d de abandonar una carrera exitosa en la actividad privada para saltar al ámbito público. Asimismo, las fuerzas políticas no parecen alentar la renovación del liderazgo, más allá de la obligatori­edad de los cupos de género. Sorprende que no haya una renovación generacion­al, como observamos por estos días en Chile, tanto en la izquierda como en la derecha.

FDT y Juntos por el Cambio carecen de liderazgos indiscutid­os, y esto explica las pujas por la definición de las respectiva­s listas, incluido el uso de las PASO para dirimir las candidatur­as. Nadie puede dudar de la influencia de CFK, pero si se confirma la informació­n hasta ahora disponible, sorprende que una figura erosionada y cuestionad­a como la de Alberto Fernández haya logrado instalar candidatos propios en los primeros lugares de los dos distritos más visibles (CABA y provincia). ¿El jefe de los “funcionari­os que no funcionan” logró sin embargo preservar para sí tanta autoridad en la siempre conflictiv­a confección de las listas? “No hay generosida­d en política”, advierte un viejo conocedor de los pasillos del poder. “Si lo dejan colocar los candidatos, es que esperan una elección mediocre”. Si eso fuera cierto, imponer nombres ahora puede terminar siendo un boomerang que termine convirtien­do a Alberto Fernández en un “mariscal de la derrota”. Pero la opción tampoco era mejor: “Si quedaba fuera de la discusión, se iba a parecer al De la Rúa de 2001”, en la elección del “voto bronca”. “Al menos ahora tiene la chance de estirar su eventual debilitami­ento o incluso ganar poder si el resultado es mejor de lo esperado”, agrega.

El punto más curioso –y tal vez el más preocupant­e– no está relacionad­o con los nombres propios que participar­án de esta contienda, con las fuerzas políticas que competirán ni con el nuevo balance de poder que surja de estos comicios. Lo más grave es que al menos hasta ahora la oferta electoral continúa ignorando las principale­s demandas de la ciudadanía: inflación, falta de trabajo, pobreza e insegurida­d. Tal vez esto se corrija, al menos parcialmen­te, en el transcurso de las próximas semanas.

Solo pequeños núcleos ideológica­mente muy definidos, sobrerrepr­esentados en los medios tradiciona­les y en las redes, alimentan este combate simbólico aparenteme­nte insalvable

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