Un gobierno sin restricciones
Al igual que ocurrió en gran parte del mundo, la llegada del coronavirus a la Argentina generó un cierre del país como único mecanismo para combatir un virus desconocido. En aquel marzo de 2020, la ciudadanía se encolumnó detrás del Presidente y soportó, independientemente de lo perjudicial que resultaba en varios aspectos, absolutamente todo lo que le ordenaron. El apoyo al gobierno nacional ante cada medida fue masivo y el “quedate en casa” se volvió parte de nuestras vidas. En el marco de la coyuntura sanitaria, no hubo cuestionamientos.
Frente a esto, el Gobierno tuvo dos opciones. Gestionar la crisis poniendo el foco en las múltiples demandas ciudadanas o aprovechar la pandemia para profundizar una visión autoritaria de la realidad. Optó por esta última, lo que lo llevó, casi un año y medio después, a perder gran parte de su capital político y a radicalizarse en el proceso de toma de decisiones. Tras lo que fue el inexplicable cierre de escuelas –que todavía perdura en algunas partes del país– y la negación a comprar todas las vacunas posibles, ahora llegó el turno de otra medida insensata: dejar varados a los argentinos que están en el exterior. Como ocurrió antes, todo está decantado por un mismo tamiz: acciones que van en sentido contrario a lo que expresa la Constitución nacional.
La decisión de limitar el ingreso de argentinos al país no solo es arbitraria, violatoria del artículo 14 de la Constitución y perjudica a miles de personas, sino que tampoco se sostiene con ningún tipo de evidencia. Se trata de otra medida más que apunta, simplemente, a mostrar que se está realizando algo, pero sin atacar el problema real de fondo. La inoperancia oficial es de tal magnitud que se busca una resolución, no una solución al conflicto en cuestión.
Los números son contundentes y destruyen la última aberración del Gobierno. Quienes llegan desde afuera del país lo hacen con un test para subirse al avión, otro al pisar suelo argentino y una posterior cuarentena, independientemente del resultado de los estudios realizados. Muchos, incluso, arriban luego de haberse vacunado. Esa rigurosidad aplicada en la llegada arroja que la tasa de positividad de los que pisan Ezeiza sea menor al 1%. Hay más riesgo de contagiarse y propagar el virus en cualquier lugar de la Argentina que en el Aeropuerto de Ezeiza. De igual manera, e inexplicablemente, se limita el ingreso de propios argentinos. Somos, como casi siempre, la excepción a la regla, ya que ningún país del mundo impulsa una medida tan restrictiva con los ciudadanos que desean regresar a su casa.
Pero como suele ocurrir con el kirchnerismo, las medidas son de cumplimiento efectivo para la gran mayoría del pueblo argentino, salvo excepciones. Hay derechos y obligaciones según que tan cerca del poder real se esté. Por ejemplo, el exministro de Salud, Ginés González García, autor material e intelectual del vacunatorio vip, regresó al país desde España, cuando solo pueden hacerlo unos pocos argentinos por día vía aérea. Uno de ellos fue el exministro. La indignación colectiva no encuentra límite, pese a que la patria sea el otro.
Es claro que la decisión del Gobierno no está amparada en una cuestión sanitaria, sino política. Abandonar a miles de argentinos por el mundo es una crueldad y, lo peor, por los antecedentes, ya no sorprende. Lo vivido con el cierre de escuelas y la demora en la adquisición de vacunas se vuelve a confirmar: la ideología y/o los negocios pesan más. Y, como la búsqueda de un culpable es condición necesaria para justificar la impericia, en esta ocasión la clase media fue la principal apuntada. La desconexión del Gobierno con la realidad es tan grande que le impide ver una cosa: muchos de los que viajan lo hacen para no volver más.