Pasión por la cancelación
La rutina diaria de un millennial comienza con un despertarse y echar mano del celular para anoticiarse de la indignación del día, para saber a quiénes tiene que detestar y a quiénes tiene defender. Recibidas las instrucciones, se aplica a la tarea de cancelar a alguien. En un estudio –realizado en el Reino Unido por el consultor en comunicaciones Frank Luntz– se revela que cerca de la mitad de las personas que tienen entre 30 y 50 años dejaron de hablar con conocidos por cuestiones políticas. Se habla de “la grieta” como un fenómeno netamente argentino, pero este mecanismo de intolerancia y crispación pertenece, más bien, al espíritu de esta época de sujetos intensos y narcisistas. Rechazar es pertenecer. La cultura de la cancelación (la desaprobación digital, la anulación o el bloqueo de aquellas personas que consideramos repudiables) es una actividad que se realiza en solitario, pero nos regala la sensación de la pertenencia. Ofrece una posición social a bajo costo. Nos hace creer que estamos unidos, pero se trata de una cohesión triste, el pobre orgullo de la identidad negativa, aquella del “yo soy ese que está en contra de algo”.